Gran editorial de El País, titulado El deber de Rajoy. Esto del deber suena algo fuerte pero no lo será para quien, como el Presidente, se pasa la vida presumiendo de hacer los deberes. El número de la palabra no es mero accidente. El País habla en singular, del deber de cada cual en ejercicio de esa función de Catón el censor que se arrogan los medios. Rajoy habla en plural, de los deberes, en fiel reflejo de la imagen infantil que tiene de sí mismo y de los demás.
Las propuestas concretas del editorial suscitarán mayor o menor apoyo pero el mérito del escrito, a mi juicio, es bosquejar un plan de acción estratégica a medio plazo, a tres años bastante razonable. Solo le veo un inconveniente: la propuesta parte de suponer honradez, buena fe, sinceridad y juego limpio en el gobierno español. Y eso es mucho suponer. Hasta la fecha el gobierno del PP ha dado muestras de lo contrario; ha intentado engañar a la opinión presentando un rescate como una exitosa operación crediticia en condiciones muy favorables; lo ha intentado con los socios extranjeros, jugando a no revelar datos o revelarlos contradictorios. Y ha conseguido exasperarlos con esa retranca de Rajoy de acordar algo con Merkel y decir luego lo contrario a los medios.
También confía la propuesta del editorial en la eficiencia del gobierno español y me temo que eso es como confiar en su veracidad. Pero no se deben cerrar puertas a la esperanza. Quien hasta ayer mintió, mañana puede arrancarse por verdaderas; quien gestionó ruinosamente puede hacerlo acertadamente. ¿Quién sabe?
Sin embargo, lo más interesante del editorial es el mensaje subyacente, no expreso, no resaltado, pero muy presente. La abundancia del término "plan" (cinco veces aparece la sospechosa palabreja, incluida la entradilla) da una pista: se está hablando, en realidad, de una economía planificada con planes trienales. No son forzosos, ya se sabe, sino indicativos; pero son planes.
Planes que suponen injerencias brutales del Estado en los mercados, justo la bestia negra del neoliberalismo. Sin embargo, la propuesta se hace con la finalidad de estabilizar los mercados para mantenerlos cumpliendo una función constructiva y no destructiva. El neoliberalismo más extremo tampoco admite esta disculpa. Los mercados concentran la sabiduría de la especie y si los mercados destruyen algo, será por el bien del conjunto y es preciso dejarlos.
El neoliberalismo dominante, sin embargo, no es el extremo, sino uno posibilista, pactista pues es consciente de que, cuando el mercado, además de destruir, se autodestruye, la intervención del Estado es inevitable. Nueve de cada diez neoliberales quieren que los bancos se salven con dinero público y no quiebren libremente en aplicación de la ley de la oferta y la demanda. Es decir, el neoliberalismo tiene un componente socialista que solo suicidándose puede eliminar.
A su vez el socialismo reconoce en los mercados la función de previsión racional que realizan y adjudica al Estado una remedial, de asistencia para los fallos del mercado, sobre todo en lo que hace a los derechos de las personas a la educación, la vivienda o la salud. Pero no se le pasa ya por la cabeza abolir el mercado sin más, como hicieron los bolcheviques el siglo pasado. El mercado es el elemento neoliberal con el que el socialismo tiene que convivir. Como suele pasar, los contrarios excluyentes se necesitan porque, como dice el poeta, son complementarios.