dimarts, 14 de febrer del 2012

Picasso y las mujeres.

Hay abundancia de historias sobre las relaciones de Picasso con muy diferentes mujeres, algunas de las cuales, como Françoise Gilot, han dejado libros contándolas. Son relaciones muchas veces tormentosas, que conocen extremos de sufrimiento y de felicidad. Todo grandioso, como era Picasso a quien las mujeres fascinaban igual que él las fascinaba a ellas. Su relación con otra gigante, Gertrude Stein, de quien dejó un retrato maravilloso, es una buena muestra.

Pero todo eso, con ser muy interesante, pertenece a la vida privada del artista. Cierto, los artistas no tienen vida privada. Al contrario, suelen ser de un exhibicionismo felizmente descarado. Aun así, lo que el Picasso hombre se trajera con las mujeres es asunto de ellos. Lo bueno es lo que luego se manifestaba en su creación, en su obra, lo que se convierte en expresión objetiva que nos permite participar de su mundo. Y eso lo hacía Picasso igual que el volcán ilumina la noche con su rojo fuego. Las tribulaciones, las turbulencias van por dentro pero lo que surge al exterior suspende el ánimo.

Las mujeres están abrumadoramente presentes en la obra de Picasso, desde el realismo del comienzo, la etapa azul, el cubismo, hasta el final, los múltiples retratos de Dora Maar, de Jacqueline, de Olga, Fernande, las infinitas mujeres desnudas acostadas, sentadas, acurrucadas, las mujeres con velos, con mantillas, con florero. Las mujeres de Picasso son la historia de su estilo. Se puede decir que tampoco es para tanto pues Picasso pintó todo lo que veía en el mundo y hasta lo que no veía pero se imaginaba, bodegones, arlequines, toros, caballos, retratos de todo tipo, escenas familiares, cuadros de otros, maquetas, golondrinas, juguetes, etc. Pero las mujeres son su objeto preferente. Solas o en grupo, como las Señoritas de Avignon, maternidades, bebedoras, en familia, leyendo, corriendo, durmiendo, aisladas o acompañadas, muchas veces por él mismo como el artista, el escultor, el minotauro, con el que se identificaba. La Suite Vollard lo deja bien claro: las mujeres y el erotismo más desenfrenado. No me gusta nada la palabra, pero la prefiero a violento

La exposición de la Fundación Canal trae la colección de grabados de mujeres que se conserva en la casa natal del pintor, en Málaga. Una ocasión. Insisto, son grabados, muy atinadamente distribuidos por temas (catorce) y que transmiten esa fascinación por las mujeres que sentía el artista. La explicaciones de la exposición son muy ilustrativas y aclaran muchas cosas de unas imágenes que encierran secretos. Pero hay dos datos que llaman la atención: todas las mujeres son hermosas; no hay ninguna fea. Y todos los retratos están hechos con una economía y sencillez de trazo que emocionan. Incluso los más abigarrados, los que reproducen estilos renacentistas y aun manieristas son nítidos, claros. Lo importante es la mujer, lo demás son perifollos. Hay algún retrato exquisito hecho con media docena de líneas. La exposición tiene un espíritu, por así decirlo, historicista y refleja la evolución del pintor. Quizá sea un criterio contagioso porque me pareció ver unos retratos que recordaban los rostros de la Isla de Pascua.

El título que los comisarios han buscado para la muestra es atinadísimo: El eterno femenino, la expresión de que se vale el coro en el quinto acto del Fausto II, de Goethe: el eterno femenino nos atrae. Es el momento final, en el que se hace balance, mientras el alma de Fausto sube a los cielos a manos de los ángeles que se la han robado a Mefistófeles, quizá en pos de Margarita mientras en la tierra es obligado pedir la gracia del eterno femenino, de la mujer cósmica, como diría Vasconcelos, de la doncella, la madre, la reina, la diosa. La mujer que Picasso pasó toda su vida pintando, como un Pigmalión del género.