ETA es una reliquia del pasado; una herencia envenenada del franquismo y la mayor y más permanente amenaza a la consolidación de la democracia española desde esa transición que tantos flecos dejó sueltos, entre ellos, el del terrorismo etarra. Su desaparición será en parte como otro fin de la transición, en especial en el País Vasco. Y es también una de las mejores noticias que se puedan dar a los españoles, a su inmensa mayoría, que la espera con mucho interés.
Pero cuarenta años de pistolerismo o de lucha de liberación nacional, según quién hable, no se liquidan de golpe, tanto desde el punto de vista orgánico-empresarial como desde el simbólico. Porque ETA era y, mientras no desaparezca, sigue siendo, un conglomerado empresarial, si bien con una práctica contable sui generis, y las empresas no cierran de la noche a la mañana; hay unos procedimientos, hay que avisar a los empleados, etc. Además, el aspecto simbólico. ETA forma parte de la cultura política abertzale desde siempre y sustituirla por una organización política legal, por muy díscola que sea, requiere preparación.
La banda (o la organización, como dice la izquierda patriótica) se resiste cuanto puede. Trata de sacar el máximo provecho de lo que implícitamente acepta como inevitable: su desaparición que, en definitiva, implica el reconocimiento de su derrota, algo que a nadie gusta admitir. Los llamados "duros" no acaban de aceptar que la actividad legal compense por el cese de la armada. Temen que, terminada ésta, la política se institucionalice y no permita avanzar hacia la autodeterminación que es lo que dice pretender la izquierda abertzale en su reciente documento para volver al frente soberanista que el PNV ya ha rechazado.
Y ese parece ser el gran abstáculo a que se haga pública la decisión de ETA de dejarlo, cosa que, al parecer, está poniendo nerviosos a los presos que no entienden por qué no se ha anunciado ya. Efectivamente, tiene poco sentido, sobre todo porque, cada día que pasa se cuestiona más y más la actividad política legal de Bildu. Mientras haya una amenaza, aunque sea latente, de violencia la derecha española seguirá pidiendo la ilegalización de Bildu y presionando al gobierno para que la inste. Si eso se produjera, sería un retroceso inimaginable en la normalización del País Vasco. Precisamente por ello pide la derecha la ilegalización, para paralizar el proceso ya que bajo ningún concepto quiere que el fin de ETA sea con un gobierno socialista, sobre todo ahora, con unas elecciones en ciernes.
Es una actitud muy reprobable que antepone los intereses del partido a los del país, aunque tampoco tan extraña. El comportamiento del PP durante la crisis ha sido boicotear en lo posible las medidas internas y externas del gobierno para salir de ella. Y lo mismo en la lucha contra ETA. No le interesa el fin de ETA con un gobierno socialista. Como eso no se puede decir a las claras, se retuercen los argumentos a extremos inverosímiles. Que Arenas ponga en duda la voluntad de Rubalcaba de acabar con ETA, esto es, del ministro del Interior más eficaz de la democracia en la lucha contra ETA y el que la ha acogotado es algo incalificable, como incalificable es que Mayor Oreja repita como un vinilo rayado que el gobierno lo que está haciendo es negociar con ETA. Todo propio de quienes alimentan el caso Faisán con el que se pretende procesar por colaboración con banda armada a los que más la han combatido.
Desaparezca ETA de una vez y cuanto antes y Bildu, que tendrá mayor margen de acción y no estará acosada en el frente judicial, podrá desplegar su práctica independentista desde las instituciones, como hace ERC en Cataluña. Y para ello tiene que convencer a los de las pistolas de que, si se acepta el juego democrático, se acepta con todas las consecuencias una de las cuales es que se puede perder, depende de los votos. Jugar sólo a ganar por las buenas o por las malas no es democrático, depende de las balas. Y la gente ya ha decidido votos. El que pide que el Estado español respete la voluntad del pueblo vasco ha de empezar por respetarla él mismo.
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