Toda la fanfarria de la convención del PP en Palma de Mallorca quedó reducida a la pedorreta de la aparición de Francisco Camps, cuyo impacto mediático es directamente proporcional al absurdo de tenerlo como candidato a nada. Y no será porque no se haya advertido a la dirección del PP del efecto contraproducente de nombrarlo. Con una falta de sentido común rayana en la demencia el presidente del partido de la derecha razonó que el hecho de la imputación no presuponía condena y no era justo privar a Camps de su nombramiento por tan poca cosa como un presunto cohecho de unos trajes y corbatas, confundiendo como se ve una vez más la responsabilidad política con la penal.
Porque el problema no es que Camps sea un candidato imputado judicialmente, que ya es fuerte y debió evitarse a toda costa. El problema es que, además de imputado, Camps se ha convertido en una especie de atracción de feria como la mujer barbuda, con sus mentiras, sus dislates, su oratoria que oscila entre conjuros del Sacromonte y la verborrea de un vendedor de elixires, sus desplantes a la prensa y su exhibición de poder caciquil. Ha acabdo siendo una caricatura, un epítome del (presunto) político corrupto que trata de mantenerse a flote recurriendo a medidas tan estrafalarias como Ruiz Mateos cuando se disfrazaba de Supermán. Es imposible que los focos mediáticos no se centren sobre él, dejando todo lo demás en la penumbra, incluso la aparición de un líder tan poco carismático de suyo como Rajoy por la misma razón por la que, si en un acto público coincidieran Cristo redivivo y una vaca de dos cabezas, la foto sería la de la vaca.
Era perfectamente previsible que el nombramiento del imputado en la Gürtel sería un pesado lastre para el periodo electoral. Tanto que el hacerlo casi suena a provocación; una que puede causar un estropicio poniendo en peligro la victoria en una votación que se daba por descontada y que, según sean las vicisitudes procesales del peculiar personaje también podría hacer que se pierdan las elecciones de 2012 para las que el PP parte con una holgada mayoría en intención de voto. Pero todo se tambalea ahora por la insólita capacidad de presión de Camps que muchos atribuyen a una especie de extorsión que ejerce sobre Rajoy. El hecho es que Camps prevaleció y ahora su presencia llena ya todo el escenario igual que el cadáver de la obra de Ionesco Amadeo o cómo salir del paso, haciendo inútil todo intento del PP de centrar el interés mediático en algún tipo de propuesta que no sea la foto que indague en los gestos, las miradas, los recelos frente al amiguito del alma del bigotes; una foto que delate, como hace la de El País, ese gesto de Mariano Rajoy, mezcla de desprecio, irritación y asco al mirar al candidato Gürtel y comprender que no debió nombrarlo.
Presentar un programa de regeneración democrática llevando a Camps de macero en la procesión es tan ilógico que puede acabar enojando al propio electorado del PP, la mitad del cual cree que hay que votar a Camps haya hecho lo que haya hecho mientras que la otra mitad piensa que, si hay que elegir a Camps, más vale que no se incurra en el ridículo de presentarlo como una medida regeneracionista. Incluso estando dispuestos a todo, los votantes del PP tienen un resto de sentido del ridículo.
Tomo un solo ejemplo: la propuesta de regeneración democrática sostiene que la legitimidad del sistema democrático no debe quedar nunca en entredicho por actitudes permisivas, indolentes o exculpatorias ante la gravedad de determinados comportamientos. De un solo plumazo, con el relámpago de un flash fotográfico, este párrafo ha nacido muerto. Toda la campaña del PP girará en torno al Gürtel y tiempo habrá de calibrar los resultados de recurrir de modo tan descarado al viejo truco de la derecha de decir una cosa y hacer la contraria.
(La imagen es una foto de Mercedes Alonso, vía Creative Commons).