Con abundante mesnada galaico-castellana y rodeado de amigos y clientes, el Señor de los Hilillos decidió pasar al vecino Reino de Valencia, a visitar, es decir, a honrar a su vasallo el Señor de los Trajes y apoyarlo en su noble lucha contra la morisma infiel y taimada. Presente estaría también la musa del príncipe, la muy honrada Dueña Bolsada. Y fue allí, en el coso de la fiel ciudad, en donde el Señor de los Hilillos recibió el juramente renovado de lealtad del de los Trajes y proclamó su alianza, avisando a los malandrines enemigos de la fe de que el poderoso brazo del Señoría de los Hilillos caería sobre todo aquel que osara un nuevo contubernio contra el Señor de los Trajes, difundiendo la inmunda especie de que aquellos atuendos que lucía, hechos de las mejores sedas del Oriente demasquinadas con gusto exquisito no los adquiría de su peculio sino que eran dádivas procedentes de los saqueos de naves en alta mar y traídas a tierra por los piratas berberiscos.
Atronaba los aires la lastimera voz del de los Hilillos que se quejaba de que el príncipe, el leonés Rodríguez Borceguero le hubiera jurado enemistad eterna y lo persiguiera por doquier, espiándolo, escuchando sus conversaciones y presenciando hasta sus momentos más íntimos. Juraba a los cuatro vientos el señor galaico-castellano que el pérfido leonés, confabulado con los veedores del Reino y sus corregidores más fieles tenía en proyecto invadir sus tierras y desposeerlo del poder a través de una conspiración a la que se habían sumado los judíos de Elefantina a quienes el Borceguero había maltratado con antelación en una expedición contra el Turco.
Cantaba victoria el de los Hilillos pues traía con su botín cautivo a un alarife rifeño, experto en construcción de mezquitas partícipe en la conspiración anticristiana que, arrepentido, había pactado una pena leve a cambio de un relato público de cómo el tirano trataba de exterminar a los sectores más dignos y representativos de la comunidad.
Por eso fue tanto mayor la sorpresa y el bullicio cuando, habiendo subido al tablado el alarife con hopalanda de hereje relapso, dijo que, aunque había convenido un relato falso a cambio de su libertad, era incapaz de contar nada más que la verdad ya que su religión le prohibía la mentira. Enhebró así una denuncia de los propósitos del Señor de los Hilillos en connivencia con el Señor de los Trajes y la Dueña Bolsada de tapar sus muchas tropelías y desconciertos hablando de una persecución de desalmados seguidores del Borceguiano, cuyo párrafo principal fue: "no conozco ladrón, estafador o criminal alguno que no diga que la justicia es una farsa, que los jueces se la tienen jurada, que hay una conspiración en contra suya, que las fuerzas del mal pretenden su destrucción, que los jueces y alguaciles sólo buscan su perdición mientras dejan impunes los asaltos en los caminos, los incendios de caseríos y el pillaje en los pueblos".
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