El amor, de golpe.
(Viene de una entrada anterior de Peregrino de la memoria (XLVII), titulada Diálogo en el cielo).
- Por fin -dice-. Hay que ver cómo te has resistido.
Es cierto. He resistido mucho, todo lo que he podido, pero sin grandes resultados como bien se ve en la situación en que me hallo con esta mujer que reconozco me gusta con locura, grande, atractiva, de voluptuosas formas que avanza sobre mí sin dejar de sonreír, casi a paso de carga, se me echa encima consiguiendo que se venza el endeble sillón de oficina en el que trabajo y que nos vengamos ambos al suelo, en confusa amalgama, que me abraza, me besa, me acaricia, se me enrosca como una serpiente, se despoja de su vestimenta, me quita la mía con endiablada habilidad sin que sepa cómo lo consigue, me recorre el cuerpo desnudo con unos labios carnosos que dejan un surco de cosquilleo y excitación, hasta concentrarse en mi sexo con el que parecen entrar en amorosa conversación que me enardece como si fuera electricidad, para darnos luego la vuelta a ambos, levantarme con sorprendente facilidad, encajarme entre sus fuertes muslos abiertos y hacerme entrar en ella como el que se tira de cabeza al cráter de un volcán mientras veo un trozo de tubo de neón de publicidad de la fachada de enfrente que se divisa desde mi ventana y pienso, aunque no sé con qué, que nunca, nunca he follado de esta manera. Laura se aprieta contra mí, me araña los lomos, me abraza, me estruja, jadea, me muerde en el cuello mientras me empleo a fondo cuanto puedo, hundiéndome y fantaseando que pudiera irme todo entero por su vagina. Se da de nuevo la vuelta sin separarse, se instala y se derrama sobre mí, sepultandome el rostro entre los senos, ofreciéndome los pezones para que los muerda, cabalgando cada vez más desaforadamente entre suspiros y gritos que me parece habrán de oírnos los vecinos, golpeándome contra el duro entarimado, tirándome del pelo, cegándome con el suyo, suelto y húmedo de sudor, lamiéndome, mordiéndome o dejándose morder con igual pasión pues me la ha contagiado de modo que no sé lo que hago salvo que al cabo de un tiempo que me ha parecido largo y corto, se va la luz, se hacen densas tinieblas, se encienden luminarias de colores, reviento por todas partes, gimo como una criatura y aquello se me viene encima, como una torre que se desmorona con un grito desgarrado que parece un alarido y acaba en un sollozo.
Después, silencio y quietud. No sé qué pensar y mucho menos qué decir y lo curioso del caso es que tampoco lo juzgo necesario. En otras circunstancias imagino que me hubiera esforzado por parecer ingenioso, hacer algún comentario, tratar de recomponer la situación, quizá dominarla. Pero ahora sólo siento un grato desmadejamiento, algunos pinchazos intermitentes en la pelvis y la región lumbar que más se golpeado contra el suelo y una especie de suave dejadez que me recorre la piel, especialmente la parte que todavía está en contacto con la suya que de vez en cuando se estremece. No siento necesidad alguna de cambiar de posición. Vuelvo a ver el trozo de neón por la ventana y la pantalla del ordenador encendida con un salvapantallas muy conocido de tubos en tres dimensiones. Tampoco pienso en la situación, pero sí en lo curioso que resulta que no lo haga, como si estuviera feliz ante la idea de que, así como he dejado hacer hasta aquí, podré seguir dejando en adelante. Es agradable no tener que pensar en qué hará uno porque alguien se encarga de hacerlo por ti. No tengo conciencia de que me haya sucedido antes y, en caso de habérmelo encontrado en otros, supongo que lo habré considerado negativamente como una señal de supeditación, de abandono, dejación y servidumbre. Se da mucho en las relaciones amorosas. Pero no parece tan desagradable cuando uno puede llegar a sentirse como una pluma a merced del viento, como una barquilla en el oleaje. Entretanto hay una suavidad balsámica en el ambiente y, definitivamente, el punto central es que no sienta deseo alguno de hablar.
Por último Laura se yergue y pasea desnuda lentamente inspeccionando el despacho. La miro desde atrás. Tiene unas caderas anchas, unas nalgas firmes, las piernas son fuertes y luce una melena negra lisa que le llega hasta la mitad de la espalda. Se detiene ante los anaqueles de libros que parece mirar con interés, pasa la mano por ellos, coge uno y, abriéndolo, se vuelve hacia mí. Desde mi posición en el suelo veo su vientre ligeramente redondo, el monte de Venus abundante e hirsuto, las dos tetas enormes como globos terráqueos con unos pezones rugosos, protuberantes, nimbados por una piel de un oscuro brillante y la indescriptible sonrisa con que me regala la vista como satisfecha de que le haya hecho un repaso tan a fondo.
- Platón -dice.- ¿A quién prefieres, a éste o a mí?
- No sois comparables.
- ¡Ah! ¿No? -Cierra de nuevo el libro, se lo aprieta contra el pecho, lo frota contra su vagina- Pues yo te prefiero a ti. Este Platón no me pone.
- Me imagino que no le importa. Y a mí tampoco.
- Eres un grosero.
Me levanto. Es curioso que siga en el estado de bendita indeferencia en que me dejó el asalto de Laura. Sé que su reproche es una zalema; si no me preocuparía. Me da la impresión de que ninguno de los dos tiene interés en decir nada con sentido, que estamos prolongando el encontronazo que hemos tenido. Hay que saborear estos momentos, pienso y en verdad no sé por qué ya que no recuerdo haber experiemntado nada parecido. Muy difícil de determinar por lo demás porque tampoco sé en concreto qué es lo que hay aquí tan decididamente distinto. Sobre todo cuando me asalta una idea que me deja algo perplejo e inquieto: me veo en esta mujer, quiero decir que la veo como si fuera yo mismo, que me parece mi yo proyectado; no como un doble, tema que me fascina, sino como una parte de mí mismo. Seguramente esa sensación es la que explica la tranquilidad que reina ahora entre nosotros, ese abandono como el que puede haber entre dos personas que se conocen de toda la vida, que no tienen puntos oscuros o secretos la una para la otra, siendo así que, en este caso, lo contrario es lo más cierto: no nos conocemos prácticamente de nada, ni siquiera sé como se apellida.
- Orizú -dice de pronto- Laura Orizú Sierra. Pensabas en eso, ¿verdad? Yo, en cambio, lo sé todo ti. Sé tu nombre, conozco tu vida, sé lo que has hecho. Hasta he leído un libro tuyo
Los dos nos reímos. Y estoy encantado en la situación, maravillado de que la compenetración sea tan intensa. Algo que en otro momento me hubiera preocupado ahora me antoja delicioso. Si estás desnudo en mitad de una habitación con la mujer con la que acabas de follar a lo bestia y os reís creo que se puede decir que eres feliz o te aproximas a la felicidad. No quiero hablar nada de amor pero la verdad es que no puedo apartar los ojos de su cuerpo. Ella me coge la mano y la pone entre sus piernas mientras me dice:
- ¿Hay una cama en esta casa?
No hay una; hay cuatro: una mía y tres para mis hijos, para cuando venían a pasar el finde conmigo, a alguna temporada, cosa que hace ya bastante tiempo que no sucede porque los tres se han organizado la vida por su cuenta y tienen sus propias casas.
- ¿No tienes hambre?
Le contesto que no pero que si ella sí podemos ver qué hay en la cocina. Algo tiene que haber; nada fresco, pero alguna lata de conserva o un trozo de queso reseco. Laura encuentra un paquete galletas con chocolate y se pone a masticar una, pensativa.
- ¿No quieres saber por qué sé tanto de ti y por qué te he perseguido?
- Ya me lo has dicho; porque estás enamorada de mí.
- Exactamente -dice con esa sonrisa que muestra su blanca dentadura de dientes grandes como todo lo suyo.- Exactamente. Como tú lo estás de mí.
No siento necesidad de responder. Creo que es cierto. Parece absurdo que uno pueda enamorarse una recién llegada a la que no ha visto en la vida y de la que lleva tres semanas huyendo. Pero se da. No he querido llamarlo amor, pero no tengo inconveniente en hacerlo. Es una prueba más de lo enamorado que estoy que la dejo definir la situación. Ella se ha puesto a hablar de cómo se había enamorado de mí de una forma completamente tonta, al escuchar a Vlam contando una anécdota de cuando éramos jóvenes, luego había buscado información sobre mi persona, las fotos, todo eso ya me lo había contado pero tenía que decirme cómo disfrutaba pensando en mí, que había hecho una ampliación de una foto que tenía en su dormitorio y se masturbaba pensando en mí. Yo no estoy seguro de escucharla porque disfruto mucho mirándola y oyéndola, aun sin enterarme de lo que dice. Qué extraña locura es esta es algo que resuena dentro de mí, qué extraña y hermosa locura.
- Vamos -me dice al cabo de un momento, seguramente al darse cuenta de que no la escucho - Vamos a esa cama.
Le digo que no tengo seguridad de estar en condiciones de repetir con ella tan pronto. Se ríe sujetándome el pene con la mano y diciendo que la vejez no perdona y que los hombres ya no son lo que eran pero que no me preocupe, que ella tiene de todo, incluidas pastillas que me pondrán en forma sin sentirlo, algo mejor que la viagra. Cuando por fin conciliamos el sueño, el dormitorio parece una leonera, ninguno de los dos puede más, ha amanecido y ella me dice que nos espera un día complicado.
(Continuará).
(La imagen es una viñeta de Aubrey Beardsley, de 1894).