diumenge, 1 de març del 2009

Peregrino de la memoria (XLVI)

Una visita de Estado.

(Viene de una entrada anterior de Peregrino de la memoria (XLV), titulada Gratos recuerdos).

Aprovecho el momento en que estoy inspirado y sin sueño para contarte una historia que tengo muy presente de aquellos tiempos. Andaba yo por los dieciséis años recién cumplidos y se había anunciado la visita a España del presidente de los Estados Unidos, Eisenhower, el héroe de la Segunda Guerra Mundial acerca de la cual mis conocimientos eran por entonces un batiburrillo de datos de historia de bachillerato, cosas que me habían contado en casa (los canallas de los alemanes, lo heroicos maquisards franceses, con los que habían colaborado mis padres) y tebeos de Hazañas bélicas en los que las jerarquías eran claras y acentuadas: en la cúspide estaban los estadounidenses, que representaban el bien en todas su formas. Por debajo de ellos se encontraban los nazis alemanes (los fascistas italianos no salían nunca), que representaban el mal, pero no el mal absoluto, como se ha llegado a decir después, sino el mal relativo ya que el absoluto era un honor que quedaba reservado a los soviéticos y a los japoneses, aunque no necesariamente por ese orden. Así veía las cosas entonces. Aquella visita era para mí era una noticia emocionante. Podría ver en carne y hueso a Franco, de quien sólo había oído barbaridades en casa y a Eisenhower, acerca del cual los juicios de mi familia, sin ser encomiásticos, eran más benévolos. El régimen había hecho una gran despliegue propagandístico y tiempo después pude comprender todo el alcance de aquella visita que venía a ser como un espaldarazo internacional del llamado "mundo libre" a la zarrapastrosa dictadura militar en España, a la que Europa y los Estados Unidos habían tratado como apestada desde el fin de la guerra hasta 1953 o 1955.

Para garantizar la seguridad, el Gobierno había ordenado la detención preventiva de todos los rojos y elementos desafectos. Tiene gracia: recuerdo ahora una novela de Manuel Rico que se llama Los días de Eisenhower en que se relata esta visita del mandatario estadounidense con la mirada de un adolescente que podía ser perfectamente yo, que fui a verlo. En la novela de Rico se habla de una conjura de los comunistas para aprovechar la ocasión y matar a Franco. Eso era lo que la policía había pensado mucho antes de que Manolo naciera y, por supuesto, escribiera su magnífica novela. Formaba parte rutinaria del protocolo de preparación de los viajes de Franco a cualquier ciudad. ¿Que se anunciaba la visita del Caudillo a, digamos, Jaén? Los rojos que estuvieran en libertad condicional (lo cual es una forma de decir porque en aquellos años todo el mundo en España estaba en libertad condicional) ya tenían preparado su petate dos días antes porque estaban seguros de que la policía vendría a llevárselos para alejar de ellos cualquier tentación que sólo años después tomaría forma en la imaginación de Manolo Rico. Así vinieron por mi padre y se llevaron una sorpresa cuando les dijimos que se había marchado al extranjero y que vivía en Colombia. Uno de aquellos sujetos, un tipo malencarado con el típico bigotito fascista masculló que ojalá todos los rojos hijos de puta se fueran a freír puñetas al extranjero, mejor que nada a Rusia; y se marcharon por donde habían venido, no sin dejar dicho que volverían cualquier día menos pensado a hacernos una visita. La redada de republicanos, comunistas, socialistas, anarquistas fue bastante completa, según nos contó un viejo militante del PSUC que se había trasladado hacía poco a vivir a Madrid y como la policía no lo sabía no fue a detenerlo.

La visita tuvo lugar los días 21 y 22 de diciembre de 1959 y duró menos de veinticuatro horas, casi una escala técnica para resolver un mal trago diplomático: el dirigente del "mundo libre" abrazando a la criatura de Hitler y Mussolini. Ike aterrizó en la base de Torrejón a donde acudió Franco a recibirlo vestido de militar mientras que el estadounidense llegaba de civil. De allí fueron a Madrid en un helicóptero estadounidense y después se organizó una cabalgata de coches desde la Puerta de Alcalá, pasando por la Gran Vía, subiendo por Princesa y terminando en La Moncloa. Además de escenificar el ascenso internacional del "paria" España, para acallar las críticas nacionales e internacionales, Eisenhower trató de entrevistarse con "la oposición", cosa que no fue posible porque no la había, como le explicó amablemente el ministro de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella. El general gringo traía asimismo otra petición que repitió a Franco un par de veces: que el régimen aligerara la represión de los protestantes españoles, sin conseguir otra cosa que sonrisas del Caudillo, católico tridentino de remate, y un par de vagas promesas que jamás se cumplirían. Elló irritó sobremanera al estadounidense e hizo que la visita no diera otro fruto que aquella consagración internacional de España como correveidile y mucama de de los Estados Unidos en relaciones bilaterales, puesto que el resto de Europa seguía sin querer saber nada de Franco.

Estábamos de vacaciones por Navidad. El día 22 los niños de San Ildefonso cantaban los números coincidiendo con la marcha de Ike, quien dijo algo sobre la aportación de España a la defensa del mundo libre pero se negó a una declaración conjunta porque estaba irritado con la resistencia cazurra de Franco a abrir la mano en relación con los protestantes españoles. Poco podía suponer el vencedor de la Segunda Guerra Mundial que, en su fuero interno, el caudillo lo consideraba un repugnante masón. El gordo de la lotería, recuerdo, cayó en Valencia. El 21, cuando estaba prevista la cabalgata, hacía mucho frío. Mi madre me hizo ponerme un abrigo larguísimo, que casi me llegaba a los tobillos, de solapas muy anchas que me hacía parecer el judío Suss, y una bufanda a cuadros con la que nunca sabía qué hacer y que acababa metiendo en un bolsillo. Vino a recogerme mi amigo Ernesto del colegio, al que tú también conoces, igual que conoces a sus hijos y nos fuimos andando para instalarnos con tiempo en el parapeto de la plaza de Cristino Martos que da sobre la calle Princesa, justo pegando al Palacio de Liria y desde el que tendríamos una vista inmejorable. Ernesto llevaba una cámara fotográfica que había comprado su padre de contrabando pero, por algún motivo que no entendimos, las fotos no salieron. Yo me había hecho con unos prismáticos de campaña que habían pertenecido al mío y que nos dieron excelente resultado

Tienes que hacer un esfuerzo para imaginarte el Madrid de 1959 que era todavía una ciudad bastante cochambrosa. En concreto, el trayecto desde San Bernardo a Cristino Martos, yendo por Noviciado, que tenía un mercado churretoso, cruzando Amaniel, una calle estrecha, tortuosa y empinada para ir luego por San Bernardino hasta enlazar con la Travesía del Conde Duque, en donde terminaba un cuartel enorme de ese nombre (Conde Duque) que todavía albergaba por entonces un regimiento de remonta y hoy es un centro cultural de la Villa, era como un trayecto por las secuelas de la guerra civil, pero veinte años más tarde. El tiempo se había congelado en los adoquines de la calle y el forjado polvoriento de las ventanas del cuartel. La Plaza de Cristino Martos era una especie de descampado. Cuando llegamos había ya muchísima gente en los bordes de la calzada, abajo, esperando, pero pudimos coger muy buen sitio en la balaustrada de la plaza. Se oían vivas a Franco, cantos, un rumor poderoso de muchedumbre compuesta sobre todo por gente de paisano detrás de dos filas de soldados en uniforme de gala, una a cada lado de la calle. Se hacía raro no ver el azul de las camisas y el rojo de las boinas de los falangistas. Allí nos apostamos, preparando la cámara, que era un Kodak con estuche de cuero marrón oscuro y que luego nos dejó tirados probablemente por nuestra falta de pericia. Al cabo de una media hora, los sonidos lejanos de los aplausos que iban aproximándose nos indicaron que la comitiva se acercaba. Unos minutos más tarde irrumpían los motoristas formados en triángulo sobre sus máquinas relucientes, detrás venía un par de autos, creo recordar, aunque no estoy muy seguro y, luego, flanqueado por la guardia mora, el Cadillac descapotable en el que iban de pie los dos Jefes de Estado, Ike a la derecha de Franco que caía de nuestro lado, saludaba muy ufano en su uniforme y sonreía con mirada complacida. Estaba muy intrigado por ver sus rasgos de cerca y, gracias a los prismáticos, pude contemplarlo con bastante nitidez. Tenía exactamente el mismo rostro que estaba harto de ver en los sellos de correos y las pesetas llamadas "rubias". Me pareció anodino, sin expresión, con el pelo ralo peinado hacia atrás, el sempiterno bigotito y el belfo algo caído que, no sé por qué, supongo que por prejuicios, siempre identifiqué como de médico de pueblo. Imagino que si lo viera hoy por primera vez tendría una impresión distinta. Pero puedo asegurarte que para un chaval de dieciséis años fue algo emocionante. Ernesto hizo unas ocho o diez fotos a toda velocidad y luego me quitó los prismáticos para mirar a Eisenhower pero después me dijo que sólo pudo verle el cogote. Algo vio, desde luego porque el Presidente iba descubierto, con el sombrero en una mano mientras que Franco llevaba calada su gorra de plato.

Cuando quisimos darnos cuenta, la comitiva iba ya Princesa arriba y se llevaba con ella, como si los arrastrara, los aplausos, vítores y el inevitable ¡Franco, Franco, Franco! que los de mi generación y tres o cuatro anteriores y posteriores oiremos ya en nuestras pesadillas hasta el fin de nuestros días. Supongo que Franco estaría convencido de haber demostrado al yankee cuánto lo amaba su pueblo. A saber cómo se las habían arreglado la autoridades para concentrar aquel gentío; supongo que trayéndolo en autobuses.

Yo me quedé algo desconcertado porque la emoción, tan intensa unos segundos antes, se desvaneció en un santiamén. Se suponía que acaba de asistir a un acontecimiento histórico de primer orden, pero ya no tenía esa sensación. Mientras volvíamos a casa le pregunté a Ernesto qué creía él que había venido a hacer Eisenhower a Madrid y él me contestó que no tenía ni idea pero que su padre decía que los americanos admiraban a Franco porque había derrotado al comunismo y la verdad es que los dos nos reímos. Luego he de confesarte que habíamos quedado con dos chicas con las que salíamos juntos, dos muchachas que estudiaban en el Instituto femenino Lope de Vega que estaba enfrente de mi ventana en la calle San Bernardo. Todavía me acuerdo de cómo se llamaban y hasta podría describírtelas, pero no es de eso de lo que trata este correo, sino de cómo era el país, la capital, Madrid, la cutrez de la época, las bostas de caballo en la calle del Conde Duque y los tranvias destartalados que bajaban como si fueran a estrellarse por la calle de San Bernardo y la subían renqueando. Madrid en los años cincuenta. Un pueblo polvoriento.