dissabte, 6 de desembre del 2008

Caminar sin rumbo (XXI).

La playa.

(Viene de otra entrada anterior de la serie Caminar sin rumbo (XX) titulada El amor improbable).

El viaje de Madrid a Lisboa transcurrió en un santiamén o eso me pareció, pues iba pendiente de lo que Teresa decía, lo que a Teresa se antojaba, lo que Teresa miraba o de por qué callaba. Las relaciones entre edades muy separadas siempre se presentan en el mundo como si fueran, digamos, de las "normales" en el sentido de que son mayoritarias y que por ello sientan una "norma"; pero no lo son en modo alguno. Son relaciones con un fuerte elemento paterno (o materno) filial. El más joven mira al mayor con una mezcla de amor, deseo y reverencia que en mi caso se intensificaba porque la reverencia, además de su factor natural de caracter materno, llevaba otro artificial ligado a la condición religiosa. Para mí Teresa seguía siendo Teresa de los clavos de Cristo, sobre todo cuando estaba en mis brazos gimiendo por todas las razones incluida la de estar viviendo empecatadamente y acumulando una penitencia que habría que ver en qué consistía cuando se decretase y cómo se decretaba. Pero en la vida civil, por así decirlo, Teresa mostraba una aparente seguridad que me infundía confianza porque siempre sabía lo que había que hacer, jamás dudaba y no conocía qué fuera asesorarse o pedir consejo. En aquella ocasión ya lo tenía todo organizado. Su primo, que se llamaba Máximo estaría esperándonos en la estación, nos enseñaría Lisboa (ya que ella suponía -y no acertaba- que yo no la conocía) si queríamos y, si no, ya tenía alquilada un casita junto a la praia da Rainha en el centro de Cascais porque al fin y al cabo habíamos ido allí a ver el mar, a vivir en el mar, qué diablos.

La verdad es que Teresa era muy guapa o estaba muy guapa en aquella época. Llevaba en el rostro una especie de reflejo otoñal, de belleza que se sabe cumplida y está recibiendo los primeros estigmas del desgaste. El brillo de la mirada, por ejemplo, es muy característico porque sigue siendo intenso pero parece velado por una sombra de conformidad que refleja comprensión y ternura. Algo como para enloquecer a quien sepa verlo. Ya no llevaba moño ni coleta si no que se habá dejado el largo cabello liso suelto que era castaño irisado con algunas canas que no se molestaba en disimular. No se adornaba, su atuendo era sencillo, como antes, y nada provocativo. Seguía siendo un poco monja en su aspecto, había liberado algo la gesticulación y, por supuesto, el vocabulario Tenía una tez blanca con un gesto de cierta severidad pero reía fácilmente como con estallidos de alegría que la hacían aparecer como una diosa griega vestida con traje sastre.

El primo Máximo estaba en efecto esperando. Debía de tener algunos años menos que Teresa y era un hombrón huesudo, obeso, que se movía con dificultad y parecía que arrastrara los pies , quizá porque fueran planos. Era rubio, con el cabello rizado y sonrisa de querubín del quatrocentto que daban ganas de cruzarle la cara. Estaba encantado de recibirnos, sobre todo a su querida prima y muerto de curiosidad cómo era que había decidido abandonar su profesión e instalarse por su cuenta y qué pensaba hacer en el futuro. Después de presentarnos Teresa apenas lo escuchaba; sin contestarle a ninguna pregunta le dijo que habíamos ido allí a perdernos en la playa, mirando el mar y adorando al sol y, diciendo esto, me cogió la mano y se la llevó a los labios, en un gesto que no le había visto nunca y desconcertó al bueno de Máximo, que desvió la mirada. Dijo resignarse a que no nos quedáramos unos días en Lisboa pero insistió en que cuando menos aquella noche y el día siguiente los pasaríamos con él que se comprometía a llevarnos en coche a Cascais a la siguiente noche. Sospecho que se aburría pero tengo la impresión de que los diplomáticos no se aburren porque cuando no tienen algo útil que hacer lo hacen inútil, pero siempre están haciendo algo.

Así que estuvimos veinticuatro horas más o menos pegados al primo Máximo, recorriendo Lisboa de un sitio a otro con especial parada en la Fundación Gulbenkian que le fascinaba porque estaba muy intrigado con la vida del afamado financiero armenio, al que comparaba con el mallorquín Juan March aunque no paraba de recitar diferencias. En realidad los comparaba para poder diferenciarlos. Y se extasiaba delante de la estatua del magnate. Y lo que no era mostrarnos bellezas del lugar, puentes y fuentes, tanto que empecé a pensar si no sería agregado de turismo en la embajada pero pasado a la competencia, se le iba en charlar de asuntos de familia con Teresa. Así conocí de oídas a los padres de ambos; así me enteré de que, según Teresa, su padre había sido siempre un mujeriego y un faldero que había matado a disgutos a su madre que era muy piadosa y a través del primo Máximo trabé conocimiento con otro primo de ambos, el primo Ernesto, el que sobresalía de todos ellos, acaparaba la atención general, se llevaba detrás las miradas y de quien Máximo gastaba el chiste (supongo que ya estribillo en él) de La importancia de llamarse Ernesto. Luego dicen que viajando no se aprende. Se aprende, se conoce gente, aunque sea de oídas; gente que luego interfiere en el trato que tienes con quien compartes la vida. A partir de aquellos conocimientos veía a Teresa de forma distinta. Aprendí a verla de cría, de jovencita y me acabó de completar el cuadro.

Cuando Máximo nos dejó en la casita de Cascais, pasó a tomarse una copa de despedida, se puso romántico, nostágico, se tomó otra y otra, se emborrachó y hubo que dejarlo a dormir en el salón porque no estaba en condiciones de conducir de regreso a Lisboa. Yo le oí roncar y resoplar toda la noche desde nuestro dormitorio y eso me mantuvo en vela largo rato, muy preocupado por si al hombre se le ocurría presentarse allí pues había dado pruebas inequívocas de sentir atracción hacia su prima, ahora que la veía libre y en compañía de alguien a quien no pareció tomarse muy en serio porque podía ser su padre. Con ello me daba muestras de ser un faldero, como su tío, el padre de Teresa. A lo mejor era achaque de familia. Pero no se movió del salón. Durmió como un cachalote comparando con ello no el dormir en sí (pues ignoro cómo lo hace un cachalote) sino el animal.

Máximo se fue por fin barbotando excusas, muy azorado puesto que, al fin, era diplomático y nosotros comenzamos a vivir varios días a nuestra bola aprovechando un buen tiempo excepcional para ir de la casa a la playa, de la playa a la casa y andar de visitas por los alrededores. En una de estas caímos en Estoril y fuimos a contemplar el "Villa Giralda", un gracioso chalecito que entonces albergaba a la familia del pretendiente al trono de España, don Juan de Borbón. El residente pasaba entonces sus días navegando a vela por aguas de Portugal, recibiendo gente en la medida que sus medios se lo permitían, intrigando contra el correoso general que no le dejaba acceder al trono de sus antepasados, bebiendo wiskhy caro y visitando el casino pero jugando poco porque tenía escasas disponibilidades ya que vivía prácticamente de los donativos de sus seguidores, incluidos los de la Diputación de la Grandeza de España que, en su real opinión, jamás estuvo a la altura de la que se suponía a una antigua, gallarda y magnánima nación como era España.

También nosotros visitamos una noche el casino de Estoril, según Teresa para festejar que una revista de Madrid hubiera publicado un artículo mío sobre los Jardines del Buen Retiro. Acababa de leer el Manual de Madrid de Ramón de Mesonero Romanos así como las Memorias de un setentón, natural y vecino de Madrid y consideraba que yo no tenía por qué hacerlo peor. En realidad aquello era una excusa. Visitábamos el casino porque habíendose Teresa arrojado conscientemente al mundo y la carne, consideró que aquel sería el sitio más apropiado para encontrar al demonio y hacer pleno. Fue la primera y única vez que la vi vestirse un vestido de noche con un generoso escote y prácticamente nada en la espalda así como maquillarse. Bueno, lo cierto es que lo que salió del lavabo no era fácil de contemplar y menos con arrobo. Como carecía de experiencia, la pobre Teresa se había pintarrajeado como si fuera Drácula. Le cogí de la mano y la llevé a una boutique de belleza donde dije que la maquillaran.

- ¿Para qué?-, me preguntaron

- Para volver locos a los hombres.

Teresa lanzó una carcajada y se dejó maquillar. Más tarde, efectivamente, en el Casino causó estragos. Estuve a punto de pegarme dos veces con otros tantos galanes que se pusieron demasiado pesados. Por fin se le acercó un conocido noble español que no quería nada distinto de lo que buscaban los dos galanes pero tuvo la inteligencia de disimularlo y de admitirme como Teresa venía presentándome, como si fuera un pariente suyo vagamente situado entre un sobrino y un hijo, incluso un ahijado. En aquel medio de lujo y dispendio abundaban los ahijados. El noble, que se llamaba Ramiro y tenía un apellido compuesto y gruesos paquetes de acciones en varias importantes compañías, supo manejar la situación con la maestría necesaria. Yo pensé que en verdad era el diablo. No quería el cuerpo de Teresa al que evidentemente no tenía en mucho; quería su alma, quería llevársela. Y es lo que acabó haciendo. Visitamos un par de locales más canallas a beber y bailar y en el segundo de ellos, mientras yo dormitaba en la mesa los efectos de tanta bebida, la pareja desapareció por ensalmo.

Volver solo a la casa de Cascais iba a ser un problema. Pero no fue tal. La consumición estaba pagada y el camarero me miraba con cierta conmiseración; igual que la orquesta que seguía tocando aunque no había nadie en la pista y en la puerta me encontré un taxi pagado también de antemano con orden de conducirme a la casa de Cascais. Solo según iba llegando pensé que no tenía las llaves. Pero sí, sí las tenía. Me las había metido previsoramente en el bolsillo Teresa, según me contó después. De forma que llegué al dormitorio cansado, un poco bebido, solitario y abandonado por quien en ese mismo instante estaría poniéndome los cuernos en cualquier habitación de lujoso o no tan lujoso hotel o en el dormitorio de algún apartamento de soltero. No había nada que hacer así que me desplomé en la cama y me quedé dormido sin desvestir.

Me despertó Teresa a mi lado, todavía vestida de la noche anterior, con el maquillaje desecho, el cabello enredado, llorando a lágrima viva y pidiéndome que por favor la perdonase, que ya sabía que había hecho algo horrible, sin nombre, sin perdón...

Estaba liándose. Le dije:

- No pudiste evitarlo.

- No.

- Claro. Ibas buscando el demonio y lo encontraste..

- Veo que lo entiendes.

- Cómo no. ¿Qué podemos contra el diablo?

- No podía hacer nada.

- Con el diablo es difícil. Se resiste con más facilidad el bien que el mal.

- Lo entiendes, ¡qué alegría! Porque yo te amo con locura. Eso lo sabes, ¿verdad?

Más lo intuía o lo presumía porque oírselo no se lo había oído nunca. Pero hice un gesto de asentimiento, paladín de las siguientes falsedades en que incurriría.

- Por lo tanto me perdonas.

- Por supuesto.

Pero no era verdad. Mejor dicho, era y no era verdad. Era verdad en cuanto que la perdonaba. Es más, ni siquiera suponía que hubiera hecho algo por lo que hubiera de perdonarla. Irse con Ramiro anoche estaba tan dentro de su derecho como en mi caso irme con una o uno distinto. No lo era si por perdón se entendía lo que ella manifiestamente entendía que era restablecimiento de la relación exactamente como antes, ex ante facto. Pero eso no era posible ya para mí porque no podía verla, mirarla, como antes, como una amante/madre/monja puesto que una de las tres había resultado falsa. De las tres, las amantes traicionan, las monjas también, pero las madres nunca. Las madres nunca traicionan. Creo que los padres tampoco, pero de eso no estoy tan seguro ya que sólo puedo hablar por mí, mientras que en lo relativo a las madres lo hago por mí y por la mía y de ahí sé que las madres no traicionan. Teresa no era mi madre y, a partir de aquí, reconstruir la relación sería imposible.

Dije que sí supongo que por comodidad, por no tener una escena en un lugar tan poco apropiado, ya que Teresa era de carácter irascible y por buena voluntad, por tratar de poner algo de mi parte a lo que en el fondo de mi corazón sabía imposible y también, por qué no, por comodidad, por dejarme querer. Tanto en el viaje de regreso como en los primeros días de vuelta a la capital, Teresa se había convertido en una especie de animal erótico, casi lascivo; me acosaba y aprovechaba todas las ocasiones que la convivencia ofrecía, que son muchas, para llevarme a la cama con el ruego de "tú déjate hacer", como si quisiera mostrarme su refinada habilidad en una infinidad de posibilidades.

De todas formas tampoco me dio tiempo de tomar la decisión que había adoptado por mi cuenta. Mientras me dejaba querer un buen día Teresa se detuvo bruscamente en una de sus inagotables escenas de amor, se irguió, me miró a los ojos y me dijo que en cuarenta y ocho horas embarcaba en un vuelo a Somalia, que se había enrolado en una ONG de esas sin fronteras, enfermeros o médicos o veterinarios sin fronteras, que la habían admitido y que lo dejaba todo y se iba, que había descubierto por fin en dónde estaba su vocación, que era servir a los demás y hacerlo en lugar de peligro; nada de los viejecitos del barrio de La Latina, que era lo que quería y para lo que se había preparado. Era la penitencia que llevaba tiempo esperando por su vida de pecado, que se le había aparecido unos meses atrás, mirando un periódico en donde se hablaba de la noble y arriesgada misión que los miembros de la ONG llevaban a cabo en Somalia en una zona particularmente batida por la violencia llamada étnica. Lo nuestro había sido maravilloso, le había descubierto qué bella es la vida y qué gente maravillosa la habita, pero ella iba buscando la belleza del cielo, había hecho un alto en el camino y le tocaba reintegrarse a su vocación y devolverme a mí a la mía.

Lo que sucedía es que yo no tenía tan claro como ella en qué consistía mi vocación. De momento tendría que volver a mi viejo propósito de hacer oposiciones. Fue mi breve cuanto intenso encuentro con una semimonja, mi única experiencia a la que podría echar mano si, al final aceptaba la relación con Laura que Vlam me proponía, cosa que no acababa de decidir mientras caminaba a buen paso de regreso a la ciudad de X***, en busca de un lugar para comprar algo de ropa y una bolsa algo más cómoda y grande, con mayor capacidad, que la mochila y de otro en donde dormir. Finalmente me hice por un precio muy apañado con una mochila como dios manda, de montaña, con armazón de aluminio y sitio suficiente para llevar mudas en abundancia, una manta, etc. Alquilé una habitación en un hotelucho de dos estrellas a cierta distancia de la playa, en una especie de promontorio batido por la brisa, lo dejé todo y me encaminé a ver el mar, a sentarme en algún lugar perdido de la playa y a mirar el mar, mientras rumiaba mis circunstancias. Ya tenía claro que no volvería al club náutico que no haría nada por encontrarme con Laura y que seguiría mi camino. Las monjas, ex-monjas y resto del género sacro parecen tener un interés añadido pero luego resulta falso. Y en todo caso, el contexto criminal de la relación me impresionaba y me repelía al mismo tiempo. El descubrimiento de que Vlam era un criminal, el criminal perfecto, me había dejado perplejo y como tocado en alguna convicción profunda cuyo lugar no había averiguado y tendría que localizar. Pero era evidente que no podía y por tanto no tenía nada que hacer. No tenía ninguna posibilidad razonable de denunciarlo, pero sí podía poner tierra por medio con él. Si de verdad algún día escribía sus memorias o la novela o lo que fuera aquel libro, ya veríamos de qué iba la cosa. Entre tanto, tranquilidad. No ha llegado uno a bien avanzada la vida, en la perspectiva de pasar el resto en la quietud del retiro para mezclarla con la de quienes se la juegan permanentemente a uno y otro lado de la frontera de la ley, que diez veces te salvas pero una te cogen.

El Mediterráneo estaba rutilante. Ya tenía el sol a mi espalda de modo que el agua cabrilleaba casi como si chisporroteara; poco a poco, la luz iba haciéndose más densa, las sombras se alargaban. De algún chiringuito de los que milagrosamente estaban abiertos empezaron a llegar los primeros compases de Una furtiva lacrima. En las playas son muy aficionados al bel canto porque es estentóreo y se oye de lejos.

(La imagen es la 5ª Triunfo de la seríe Historia de un guante de Julius Klinger).