dimarts, 20 de maig del 2008

Nadie quiere a los inmigrantes.

Los emigrantes lo tienen crudo en todas partes. Por si el hecho de la emigración por razones políticas, económicas, o las dos al tiempo, no fuera suficientemente angustioso y si los trayectos que los emigrantes han de hacer no estuvieran sembrados de riesgos y peligros, la acogida que los países receptores suelen brindarles todavía es peor. El hecho de que, en un momento u otro de sus historias todos los países hayan tenido que pasar por el amargo trance de la emigración no hace a sus poblaciones más sensibles, acogedoras o receptivas a los afuereños. Al contrario, parece como si el haber sido víctima de alguna injusticia en el pasado predispusiera a los pueblos que la sufrieron a infligírsela ahora a otros. El ejemplo canónico hoy día son los israelíes: los decendientes de quienes sobrevivieron a los campos de exterminio son quienes hoy abanderan el exterminio de los palestinos.

En Sudáfrica llevamos ya cerca de dos semanas de disturbios en los arrabales de Johannesburg en los que la población nativa (negra) en multitud persigue por las calles a los extranjeros (también negros, pero de Zimbabwe, de Mozambique, de Malawi, etc), los apalean, ocasionalmente los descuartizan, los queman vivos, violan a sus mujeres, derriban sus casas y roban sus pertenencias porque, dicen, ellos, los extranjeros, roban sus tierras, sus trabajos y hasta sus mujeres.

Pequeño interludio: los blancos somos racistas pero los negros también, tanto como los blancos o más, si cabe. Que cabe. Al día de hoy ningún extranjero que no hable alguna de las lenguas sudafricanas (y tampoco sirven las minoritarias) puede circular con seguridad por las calles de las townships de Alexandra, Cleveland, etc porque las patrullas armadas vigilan y cuando se tropiezan un viandante le piden que recite un pequeño párrafo en una lengua sudafricana y si no es capaz o no quiere, puede morir asesinado allí mismo. Eso es racismo, no de razas, puesto que no se distinguen, ni de religiones que son indiferentes; es racismo de lenguas. Pero racismo: identificar al "otro", al "extranjero", para masacrarlo ya que representa un peligro para nuestra seguridad, nuestro trabajo, nuestras familias, etc. Los negros pobres de los arrabales de Johannesburg creen que los tres millones de gentes venidas de Zimbawe, expulsadas por la guerra y la crisis económica, representan una competencia peligrosa por las oportunidades vitales y, por lo tanto, tratan de acabar con ellos.

Así que ya puede decir el obispo Desmond Tutu que los sudafricanos deben acordarse del Apartheid que no está tan alejado o la señora Winnie Mandela pedir perdón a "nuestros hermanos africanos". Todo eso es inútil. El Gobierno tiene que intervenir e impedir esta masacre. Pero lo que hará será salvar a los extranjeros expulsándolos de la República Sudafricana.

Que es exactamente lo que quiere hacer Italia con los rumanos gitanos que tiene en su territorio (unos 120.000), algunos concentrados en campos, como el de Castel Romano (900 personas) y Castilino (1400) cerca de Roma, o los de Nápoles. Los de Nápoles ya han sido objeto de ataques de napolitanos. Por supuesto, no tan bestias como los de la Unión Sudafricana pues ya se sabe que los europeos somos civilizados, a diferencia de los negros, y en vez de quemar viva a la gente, la apaleamos o la colgamos. Pero el hecho es que el gobierno del señor Berlusconi está preparando medidas de expulsión y de consideración de la inmigración ilegal como delito, para poder ser más expeditivo en la expulsión. El ministro del Interior, signore Maroni, insiste en que pedirá al Consejo de Ministros que se considere delito la inmigración ilegal y que, además, ello se haga por vía de decreto-ley, es decir, a toda pastilla. Ese Gobierno que ha dicho "basta" al Gobierno español por boca de su ministro de Exteriores, signore Frattini, argumentando que el Gobierno español todavía es más duro. No lo sé, quizá sí. Pero vaya argumento.

En Italia se está siendo consecuente con el contenido de la nueva directiva de la Unión Europea sobre inmigración, cuya votación está aplazada, que también endurece las medidas represivas de la inmigración en Europa con plazos de internamiento tan generosos que parecen de campos de concentración. Pero los italianos, especialmente los de Nápoles, Sicilia y el Mezzogiorno en general han olvidado ya los tiempos en que eran ellos quienes emigraban en busca de una vida mejor, como hacen ahora los africanos, y esperaban una recepción humana y no una persecución. Entonces la emigración les parecía un derecho; ahora les parece un abuso.

No es la hora de inmigración en ninguna parte. Hasta en la civilizadísima Suecia pintan bastos para los desplazamientos masivos. En el país nórdico los que "amenazan" a los autóctonos son los bálticos. Una reciente encuesta pronostica que el partido de extrema derecha, Sverigedemokraterna (SD, demócratas de Secia) puede llegar al 4% del voto (barrera legal para entrar en el Parlamento) en las próxima elecciones, esto es, el partido que pide terminar con la inmigración. Y si todavía nadie sabe en Italia de qué qué país vienen muchos gitanos porque algunos tienen pasaporte de la hoy extinta Federación de Yugoslavia, en el caso de los bálticos, los tres países son tan miembros de la Unión Europea como Suecia, por tanto tienen derecho a quedarse en el país escandinavo. Pero también van a empezar a tenerlo crudo.

La emigración es un fenómeno global. El mundo está en marcha. Pararlo es imposible.


(La imagen es una foto de Carles Ríos, bajo licencia de Creative Commons).