Está muy bien esta peli de Isabel Coixet. Es una versión de la novela de la serie de Kerpesh de Philip Roth que no he leído pero que pienso hacer en cuanto la reciba, pues ya la he pedido, porque, al explicar Coixet que ha hecho algunos cambios sobre el guión originario y que incluso llegó a rodar dos finales, aunque aquí obviamente sólo se visiona uno, entra la curiosidad por saber cómo se corresponden esos cambios con el espíritu y la trama y la historia de la novela. Porque al personaje central sí que no lo ha tocado: al mismísimo David Kepesh, ya envejeciendo y siempre obsesionado por la literatura y el sexo.
La historia retrata los intensos amores entre un hombre mayor y una hermosa joven con una diferencia entre ambos de treinta y tantos años. Se entiende que la historia me interese porque me toca de cerca pero es que, al margen de esto, está magníficamente bien contada. Hay mucho sexo. Claro, Kerpesh no piensa en otra cosa, hasta que descubre que se ha enamorado como un crío de la joven ex-alumna y ésta lo ha hecho de él como una cría; sólo que ella lo es... o quizá no tanto.
Es el caso que la descarnada se atraviesa en la historia un par de veces y ésta se convierte en una paseo por el amor y la muerte de mucha intensidad emocional. El amor aparece como lo que es (cuando es), como una pasión que enajena a los seres humanos y la muerte también, pero esto lo dejo aquí porque las críticas no deben destripar las tramas .
Penélope Cruz me parece una gran actriz con un rostro sobrio pero de gran patetismo, y es bellísima, con una belleza clásica de armonia de rasgos, ojos grandes y profundos y un cabello negro que encuadra un rostro de una extraña sensualidad. Tiene razón nuestro héroe el intelectual judío Kepesh al enamorarse de sus tetas: son soberbias. Pero, y ello debe de ser resultado de que la peli esté dirigida por una mujer, Kepesh también es un sexagenario muy atractivo: tiene la mirada brillante, se lo ve fibroso, no tiene grasa y los pliegues del rostro no son flácidos, de hecho se pasa un tiempo con el torso desnudo, luciendo vello gris, y su calva tersa y reluciente da la respuesta a la sensualidad del rostro de Cruz. Es como si ambos llevaran el sexo en la cabeza.
Yo hubiera rodado más escenas en exteriores al tratarse de Nueva York, lo que hubiera aligerado la carga de primeros planos en lánguidas escenas pre o postcoitales, aunque eso seguramente casa más con ese mundo densamente erótico en que habita Kepesh. Me hubiera paseado más por Central Park y, entre los numerosos guiños y referencias cultas de que está cuajada la historia (Goya, Velázquez, Shakespeare, Kafka, etc) hubiera ido a pasear junto a la estatua de Alicia en el país de las maravillas, subida a un hongo, a hablar con el Mad Hatter.
Los diálogos son muy buenos siendo densos, y la doble narración que oscila entre el relato directo y lo que Kelpesh cuenta a un amigo, otro viejo como él, laureado poeta con el que se reúne periódicamente a jugar al squash construye un contrapunto narrativo que sin duda en la novela se lleva a sus últimas consecuencias. Porque es una cesura que se presta a mucho: por un lado, el personaje vive y por otro reflexiona en voz alta con su amigo sobre ese vivir suyo. Esto es, al tiempo que construye la historia reflexiona sobre ella hasta que llega un momento en que toma una decisión (o una no decisión) que lo trastoca todo y no es capaz de explicársela.
Uno de los rasgos que distingue el tono suave de Coixet es que cualquier otro director no hubiera deperdiciado la ocasión de hacer algunas tomas con los personajes jugando, dando raquetazos, restando, cortando el saque, saltando de aquí para allá, como ardillas, como hay que hacer en el squash, lo que daría ritmo y movimiento a la historia. Ella no. Los hace hablar en la pista, en la sauna, pero nunca los pone a actuar. La acción es interior, de pasión.
(La imagen es una foto deWallyg, bajo licencia de Creative Commons).