Se me pasó dar cuenta de la feria de otoño del libro viejo y antiguo del madrileño paso de Recoletos, de los agustinos recoletos, que tenían su convento aquí, hoy desaparecido. Aunque a destiempo, pongo el cartel de Mingote que es al que todos los años se lo encomiendan los organizadores. La feria estuvo muy bien y sirvió para comprobar que los libros antiguos han pegado un subidón como si fueran petróleo. Conste que no me parece mal. Si un diamante vale una pasta, justo es que la valga también una edición príncipe de Juan de Timoneda o una Summa Theologica de mediados del XIX. Son más preciosos que un diamante.
Pero es que también están carísimos los libros viejos de cierto respeto, la diversas colecciones de Aguilar en papel biblia, las ediciones técnicas de Labor o los libros modernistas de Montaner y Simón. Carísimos para lo que solían valer antes de la feliz llegada del euro. De todas formas, es un placer mirarlos, aunque no pueda uno permitírselos. Antaño a veces compraba los Emilios Salgaris de Calleja cuando, infeliz padre primerizo, pensaba que mis hijos sentirían por ellos lo mismo que yo. Vana ilusión porque los sentimientos no pueden reproducirse como si fueran un DVD.
De todos modos, este año compré por el módico precio de seis euros una cartilla de racionamiento correspondiente al segundo semestre de 1951. Esas cartillas, que yo llegué a ver y manejar de niño, cuando acompañaba a la chacha a comprar algo a la tienda, tenían dentro unos cupones que daban derecho a adquirir cantidades racionadas (la época se llamó del racionamiento) de pan, aceite, legumbres, etc. Es decir, doce años después del fin de la guerra civil la alimentación de la población seguía siendo un problema y había gente que pasaba hambre. Por decisión de la ONU, todos los países del mundo excepto la Argentina y Portugal rompieron relaciones con el régimen de Franco y lo sometieron a aislamiento. Franco se quedó tan pancho, movilizando a sus partidarios. Prueba del interesante sentido falangista de la política: Si ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos. Pero la población lo pasó fatal. No había de nada y lo que se necesitaba había que procurarlo mediante el estraperlo y el contrabando.
Traigo esto a colación como excusa para poner la imagen de la cartilla de racionamiento, con esa póliza de veinticinco céntimos con el rostro de José Antonio y en la que se advierte que carece de "valor postal". Es una imagen de mi niñez y me ha conmovido verla a seis euros. No es únicamente cutre sino iconográficamente absurda pues amalgama en una sola propuesta con el águila de San Juan, símbolo del orgullo nacional español la idea de la escasez y el racionamiento. El imperio y la miseria, como el príncipe y el mendigo; el hidalgo hambriento. O sea, España.
Hablamos mucho ahora de la memoria histórica y por tal nos referimos a las víctimas directas de la dictadura, los perseguidos, torturados, encarcelados, enjuiciados en tribunales militares que fueran de risa de no estar formados por delincuentes y cómplices de delincuentes, responsables del asesinato y atropello de cientos, miles de seres humanos, los ejecutados en las "sacas" y "paseos" y los exiliados. Esa es la Memoria Grande, por así decirlo; luego, está la Memoria Chica, la de los acontecimientos cotidianos, las relaciones sociales, el sucederse de fechas y estaciones de una sociedad oprimida, cerrada, sin perspectivas, explotada, aterrorizada. Tengo una imagen que no se me despinta: bajábamos a jugar a la calle, preferiblemente en algún jardín, por ejemplo, la plaza del Dos de Mayo, para nosotros "el dosde", pero si acertaba a pasar un cura por allí (y estaban en todas partes porque para eso habían entrado en Madrid con las tropas del ejército faccioso) los chicos dejaban sus juegos y acudían en tropel a besarle la mano; incluso los que tenían a sus padres en la cárcel.