Si se mira desde un punto de vista alegórico, esta ley, cualquiera que sea su alcance, viene a ser como una especie de Ley de Responsabilidades Políticas con treinta años de retraso y sin responsables. La democracia, que ha tenido orígenes guerreros, se ha hecho amante de la paz. En los comienzos de la transición, ya se sabe, la oposición renunció a exigir una ley de responsabilidades de la Dictadura entre otras cosas, sin duda, porque no tenía fuerza para imponerla frente a la amenaza de los "poderes fácticos" de provocar una involución. A eso unos lo llaman "el espíritu de la transición" y otros el "fracaso de la transición" si no su "traición" (¡ah, Carrillo, Carrillo rojigualdo!); dualidad de puntos de vista inevitable en todos los asuntos humanos.
Guste o no, con aquella renuncia se hizo posible la transición pacífica. A costa de hacer invisibles los crímenes del franquismo. No se procedió a depurar los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. No se procesó a los miembros de la Brigada Político Social del franquismo, conocidos torturadores, ni se expedientó a los jueces y fiscales del Tribunal de Orden Público o a los de los Consejos de Guerra en instrucción sumarísima, o los del Tribunal Especial para la represión del Comunismo y la Masonería, que uno de los rasgos típicos de la Dictadura fue su garrulería. Jueces y fiscales todos ellos indignos de la toga que vistieron.
Pero han pasado treinta años, más de setenta desde el comienzo de la Guerra Civil y parece llegada la hora de que las víctimas de aquellos crímenes vuelvan a ser visibles. No por nada, no por fastidiar, sino en aplicación de la idea de que el derecho de habeas corpus es imprescriptible y retroactivo. Esta ley pretende recuperar esos cuerpos, no para devolverles la dignidad que nunca perdieron, como dice El País de hoy, sino para reponerlos en sus derechos, aunque sea a título póstumo, cosa nada baladí cuando se trate de restitución en el derechos de propiedad para bienes confiscados o indebidamente apropiados por los vencedores en la contienda.
En efecto han pasado treinta años, más de setenta desde el comienzo de la Guerra Civil y ya no se trata de revancha ni hay que temer una resurrección del odio cainita...salvo que alguien esté interesado en azuzarlo. Esa oposición frontal del PP a esta bienintencionada cuanto timorata norma demuestra un ánimo belicoso, una firme determinación de conservar el enfrentamiento, pues ni siquiera concede el derecho que todo contendiente reconoce al adversario, esto es, el derecho a recoger a sus muertos en el campo de batalla. Que es lo que viene a posibilitar esta Ley de la Memoria Histórica: que los rojos y republicanos en general recuperen a sus muertos más de medio siglo después. No es mucho. Conocí a una señora mayor que yo con la que me carteé por e-mail porque, aun siendo de edad avanzada lo era más de pensamiento, a cuyo padre, alcalde socialista de un pueblo de Toledo fusilaron los fascistas nada más entrar en el lugar y sin que su familia llegara a saber en dónde lo habían enterrado. Le dejaron escribir dos cartas, una a su madre y otra a su esposa. La señora con la que me carteé hasta su fallecimiento había enmarcado una de estas dos cartas y la tenía colgada de la pared. En lugar del retrato del padre fusilado. Claro que esos cuerpos tienen que aparecer. Todos. Hasta el último. Hasta el de Nin, representante de las víctimas dobles que, como sabe el lector, es asunto que me concierne especialmente. (La imagen es un cuadro de Caspar David Friedrich, Paisaje al atardecer con dos figuras, de 1830-35, que se exhibe en el Museo de l'Hermitage, en San Petersburgo).