El Papa Ratzinger, Benedicto XVI, acaba de publicar un libro sobre Jesús, primera parte, según dice, de una obra más ambiciosa que queda pendiente. El Papa Ratzinger, que es un estudioso, un intelectual, un teólogo, un vigilante de la recta doctrina católica, tiene ahora poco tiempo para sus estudios y temeroso probablemente de no culminar su gran obra sobre Jesús, se apresura a publicar esta primera parte. Pruritos, pequeñas vanidades de autor de las que ni los Papas están libres.
Un libro más sobre el fundador del cristianismo, sobre el que han escrito teólogos, poetas, místicos, historiadores, filósofos, ensayistas, novelistas (El evangelio según Jesucristo, de Saramago) y, por supuesto Papas. Estos aportan además una condición, la de ser los vicarios del biografiado sobre la tierra, que da más carácter oficial a sus escritos, aunque no necesariamente mayor interés, profundidad u originalidad.
Como se ve en esta obra de Benedicto XVI que no solamente no trae novedad específica alguna acerca de la figura del Galileo sino que ni siquiera ofrece una visión o interpretación propia, personal que haga el Papa. Su Cristo es un Cristo exegético, distante, sólo preocupado por ser intelectualmente coherente; debe de ser probablemente fiel trasunto del propio Papa. Ello es claro cuando se observa que la calificación que más veces ocurre en el libro para referirse a su objeto Cristo es la de "misterio". Hay un elemento patético, de orgullo, en la tarea de explicar algo a lo que continuamente se llama "misterio". Misterio es para mí el empeño del autor por presentar un Cristo preocupado por encajar en la tradición mesiánica y cercano al tiempo a la gente sencilla. De hecho sólo la explicación de las bienaventuranzas, sobre todo la de los "pobres de espíritu", le lleva a Su Santidad varias páginas de retorcidos razonamientos.
Por lo demás todo esto es lo que cabe esperar razonablemente de un libro sobre Jesús escrito por el Papa, por cualquier Papa. Que tiene a veces visos de misal. Junto a profundas consideraciones sobre la historicidad de Cristo y su naturaleza desde el punto de vista teológico como hombre y como Dios, de pronto, como quien no quiere la cosa, nos enteramos de que se trata de alguien que ha muerto y resucitado a los tres días (pág. 320), milagro que el autor, obviamente, no pone en duda. Quienes ponemos eso en duda nos situamos fuera de la comunión eclesial del libro. De todas formas, tiene interés leer qué explicación da el Papa sobre el uso de las parábolas o los diferentes símbolos de Cristo en la obra joánica, el Evangelio y el Apocalipsis.
Además de sus consideraciones sobre la figura de Jesús, el libro contiene numerosos juicios sobre la época, la condición humana, la política y la historia que son muy interesantes porque a través de ellos entendemos mejor qué tiene en la cabeza el jefe de la Iglesia católica, cuál es su mentalidad, que es tremendamente reaccionaria. El mundo está dejado de la mano de Dios, reina el materialismo, la inseguridad, las drogas (pág. 202) y la corrupción (p. 239). De hecho, el resultado de ese mundo sin Dios es Chernóbil (p. 52), para qué vamos a engañarnos.
La condición humana, a tono con nuestra desgraciada época, no puede ser más infeliz, pues habiendo prescindido de Dios, el hombre incurre en el pecado de la soberbia, de no creer más que en sí mismo, pensándose igual a Él, creyendo que puede hacerlo todo (ps. 303/304) cuando, en realidad, vive bajo el capitalismo que es un sistema que, según el Papa, "degrada" a los seres humanos, convirtiéndolos en... ¡mercancías! (p. 128). (Estos alemanes acaban siempre razonando como Karl Marx). Así son presa fácil de los "ideólogos y los dictadores" que "poseen" a los hombres (p. 330).
La solución, no es difícil de adivinar, está en la Iglesia, que no solamente no "posee" a los hombres como el que tiene un jumento sino que, considerándolos en su muy respetable individualidad, los pastorea porque son sus corderos (Ibíd.). Esta garantía la da la Iglesia porque, al igual que le sucedía al Hijo del Hombre, también ella choca con el poder del Imperio, choca en realidad con cualquier tipo de poder político (p. 393). Un poco difícil de tragar a la vista de la historia de la Iglesia en la que ella ha sido poder político de primera magnitud o se ha aliado con el que lo fuera. Pero eso no importa. Está hablando un hombre que dice que otro hombre (al que él llama su Dios) murió hace muchos años pero resucitó tres días después.
Pues con el mismo grado de verosimilitud sostiene el Papa que la Iglesia dispone de libertad política y que no depende de los poderes del Estado (p. 65) o bien da por supuesto que la Iglesia de hoy incorpora el prístino sentido cristiano de la pobreza y de la justicia social (p. 105).