dimarts, 18 de setembre del 2007

La unidad de la izquierda (I).

Pensaba escribir algo sobre la festividad del comienzo del año judicial, que tiene aspectos para sacarle tema: el Rey, en cuyo nombre se administra la justicia (lo que nos pone de los nervios a los republicanos) allí presidiendo; el señor Fiscal General del Estado, dibujando la patología penal nacional, el panorama de los delitos que se cometen en España, con lo que eso da para la demagogia política; el señor presidente del Tribunal Supremo y por ello mismo del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), un señor que es prácticamente un becario del PP, partido que se niega hace diez meses a renovar el CGPJ para no perder la mayoría que ostenta en él, correspondiente a otra composición parlamentaria y en un alarde de concepción política de la justicia.

Pero es un asunto aburrido. Esa oposición que ejerce el PP y que desborda el ámbito político y se lleva a los demás órdenes de la vida politizándolo todo puede sacar de quicio al santo Job, huelga decir a quienes no lo somos. Porque además es una práctica deliberada de instrumentalización partidista de las instituciones al grito de que eso es lo que hacen los demás. Morro, vamos.

Por eso pensé abrir una reflexión sobre esa posibilidad que ha emergido hace poco de una unidad de la izquierda, que es un tema de mucho interés sobre al que la izquierda le gusta discutir y discutir. Y con razón porque es muy sorprendente que, siendo el sistema electoral como es, que premia la unidad y castiga la fragmentación, la izquierda se presente siempre dividida. Y con el ejemplo de la derecha bien a la vista pues reúne en un solo partido desde el centro-derecha a la extrema derecha. En la derecha no se habla de unidad sino que se hace, en la izquierda se habla mucho porque no se hace.

Y la cuestión es si buenamente se puede. La división entre una izquierda templada, reformista y otra radical y revolucionaria se ha dado siempre. El comunismo nació como una escisión izquierdista en el seno del movimiento socialista y enfrentado a éste y así ha seguido hasta nuestros días, con algunos momentos excepcionales, como los de los Frentes Populares en los años treinta, la Unidad Popular de Allende o el programa común de la izquierda en Francia en los años setenta. El resto ha sido enfrentamiento y no parece que vaya a cambiar en un futuro próximo. Para la izquierda radical y revolucionaria, el socialismo, la socialdemocracia no es izquierda, sino una de las dos patas sobre las que camina el capitalismo. Esto es bastante cierto pues ningún partido socialdemócrata aspira a una transformación completa, revolucionaria, del orden socioeconómico. Lo que sorprende es que la izquierda radical se niegue a reconocer que hay dos patas, una la izquierda y otra la derecha y que no son iguales.

Uno de los argumentos de los partidarios de la unidad de la izquierda llama la atención sobre el hecho de que en muchos municipios haya gobiernos de unidad de la izquierda. Eso es verdad y suele explicarse apuntando a la naturaleza de la política local, de carácter más patrimonial que la nacional y donde la incidencia personal de las medidas adoptadas es más evidente, pero no sirve para hacer deseable la unidad de la izquierda en el orden nacional.

Como socialdemócrata partidario del reformismo más descarado que no cree sea posible ni conveniente el hundimiento revolucionario del mercado, que es el corazón mismo del capitalismo, me pregunto cómo prueba la izquierda revolucionaria su creencia en la revolución siendo así que su sujeto y protagonista tradicional, el proletariado, ha ido mermando en lugar de ir aumentando, como sostenía la visión marxista, hasta el extremo de que apenas alcanza el treinta por ciento de la población activa. En cuanto al auxiliar, cuya importancia se descubrió en la praxis revolucionaria del siglo XX, esto es, el campesinado, su destino ha sido peor que el del proletariado. Entre el dos y el cinco por ciento de la población activa trabaja el campo. Con un treinta y cinco por ciento de la población activa no puede darse movimiento revolucionario alguno. Sí puede darse un golpe de Estado siempre que se cuente con un partido disciplinado y unido, dirigido por un político con mentalidad de estratega, como era Lenin. En esa imagen se ha quedado anclada la visión de la izquierda revolucionaria y por eso añora la existencia de un único partido que funcione como un pequeño pero decidido ejército revolucionario. Es el momento dorado de los comunistas del que sacaron un espíritu que llamaron "bolchevización del comunismo occidental" y que de inmediato hubieron de acallar y guardar en el baúl de los recuerdos.

Desde entonces hasta hoy, esa izquierda revolucionaria ha puesto sus esperanzas de transformación radical del orden social no en la conciencia revolucionaria de su sujeto ni en el funcionamiento inexorable de las leyes de la historia, sino en la aparición afortunada y excepcional de algún dirigente carismático. Esa esperanza es difícil de articular con una alianza programática con otra fuerza o corriente política nada interesada en su realización.