Quique Salgado me escribe precisando un par de datos de su biografía que yo tenía mal en mi post: no es argentino sino nacido, casi por casualidad, en Caracas y residente desde siempre en Madrid.
Le dije que con mucho gusto rectificaría el dato porque eso me daría pie para colgar aquí otros dos de sus soberbios óleos.
El de más arriba, un puente en el que la combinación cromática produce un juego de espejos, con un cielo que se baja al río y un río que nos lleva al vanishing point de la ciudad apenas columbrada, representa en el arco superior y su porción refleja algo así como un misterioso huevo primigenio que hay que atravesar para llegar a la realidad. Si tengo el permiso del autor, quisiera utilizar la imagen para ilustrar un ensayo que estoy escribiendo sobre los puentes, el arte y la vanguardia. Me gustaría cerrar con él un periplo que va desde el Pons Milvius, de Piranesi hasta el puente Langlois, de Van Gogh.
En esta otra imagen hay tanta tensión concentrada en los desperfectos que parece como si estos tuvieran vida propia y en cierto modo se desprendieran de los elementos que los sujetan. La obra de Quique Salgado tiene fuerza y se impone por su destreza, su elegancia y su seguridad. Me dirán que soy parcial. Pero es que el arte es eso: pura parcialidad.