Ayer, el señor Simancas decidió escuchar la voz del sentido común y presentó su dimisión como secretario general del PSM. Cuando renunció a ser de nuevo candidato en las elecciones autonómicas, este modesto bloguero escribió: "Eso de que no volverá a ser candidato en las siguientes autonómicas es muy razonable, pero ¿para qué quiere quedarse enredando en el PSM? No soy yo quién para decir a los socialistas lo que tienen que hacer, pero desde que el mundo es mundo jamás los beneficiados de lo antiguo han sido heraldos de lo nuevo, jamás han traído cambio genuino aquellos que proceden del régimen anterior." O sea que ahora me corresponde aplaudir su actitud en el entendimiento de que lo de menos es si la dimisión ha sido cosa suya, que parece poco probable, o inducida por el señor Rodríguez Zapatero, como se malician bastantes. El caso es que se ha ido uno de los mayores obstáculos a la pendiente renovación del PSM. Corresponde agradecerle los servicios prestado y seguir adelante.
El PSM lleva veinte años perdiendo elecciones en la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid. Ha fundido diversos candidatos (Leguina, Almeida, Simancas a la Comunidad; Barranco, Morán, Jiménez, Sebastián al Ayuntamiento) sin que ninguno de ellos haya conseguido nada. En el interín, el PSOE ha estado, dejado de estar y vuelto a estar en el gobierno del Estado. O sea, que algo pasa en el PSM. El señor José Blanco reconocía hace unos días que los socialistas tienen "un problema en Madrid". Sí, en efecto, ese problema se llama PSM y antes FSM.
Un problema porque ese partido está dividido en dos o tres corrientes sólo distinguibles por sus respectivos intereses, corrientes que viven de espaldas a la realidad de la Comunidad y del municipio más importante de España, que sólo atienden a sus pactos, equilibrios, compromisos para repartirse cargos, escaños, sueldos, compuestas en buena medida por burócratas adocenados y gentes del aparato sin otro horizonte que mantener sus respectivos chiringuitos, si es cum imperium, como decían los romanos, estupendo, pero si ha de ser sine imperium, también les vale mientras no los muevan de las sillas.
Esta permanente discordia interna, apenas contenida a través de pactos más o menos elegantes, configura un partido sin ideas, sin iniciativas, sin líderes de peso, sin pulso, sin horizonte. Un partido de ugly losers, resignados a esta condición mientras sigan beneficiándose de las rentas que trae la ley de hierro de la oligarquía que en Madrid se aplica hasta el paroxismo.