dimecres, 16 de maig del 2007

El lindo don Diego.

¡Qué sacrificada vida la de los padres recientes! Con esto de la paternidad responsable no es posible andar por ahí de teatros tanto como fuera del gusto de uno. Ayer pillamos casi de casualidad la última representación de "El lindo don Diego", de don Agustín Moreto (el de "El desdén con el desdén"), que veislo ahí en vera efigie. No me hubiera perdonado perdérmela porque está muy bien.

Es una obra muy galana y lopesca de este autor del siglo de oro de origen italiano que parece lleve la commedia dell'arte en la sangre. Es rápida, ingeniosa, chispeante, en verso rimado corrido y lleno de juegos de palabras. Una vieja fábula, la del carácter afectado, vacío y necio que toma el ejemplo del "Narciso en su opinión", de Guillén de Castro al que le tienen buscado parentesco con el "El soldado fanfarrón" (Miles gloriosus), de Plauto que imita a su vez al alazon del teatro griego. No acaba de convencerme. El lindo no es tanto un fanfarrón como un vacuo pagado de sí mismo. La descendencia del "Narciso" de Castro, en cambio, es evidente. Alguno de los personajes llega incluso a comparar a don Diego con el personaje de la mitología griega. Pero, al margen de otras diferencias muy a favor de la obra frente a su modelo, medio siglo anterior, hay una digna de reseñar porque prueba a qué velocidad evolucionaba la mentalidad en aquellos años del siglo XVII en que los personajes hablaban de viajes transatlánticos con una soltura que muestra que el mundo era español. Ella es que mientras la obra del valenciano se concentra en la intriga de los planes del padre y el modo en que los personajes los frustran, en ésta la acción se fundamenta en una consideración importante de filosofía moral: ¿deben las hijas aceptar sin rechistar la decisión del padre a la hora de adquirir estado o pueden hacer valer sus inclinaciones y sentimientos personales cuando no coinciden con los designios paternos? Sólo el hecho de plantearlo en aquella sociedad tan cerradamente patriarcal es un adelanto y da a la obra de Moreto el carácter de eso que hoy aburre un poco pero antaño era revolucionario, esto es, ser una obra "con mensaje".

De aburrida la pieza no tiene nada. Sobre su carácter de ingenioso enredo, el montaje que ha hecho el director irlandés Denis Rafter y la interpretación de Fernando Conde y lxs demás, le añaden un ritmo trepidante que evita el riesgo de engolamiento que suelen tener las obras en verso rimado. La escenografía mínima e intemporal impide los anacronismos y deja el escenario diáfano, lo que permite al director tratar la obra como una especie de ballet. Para ello ha introducido un coro de tres doncellas a modo de duendes que no me convence gran cosa y ha pautado la representación con algunos breves cortes musicales que, en cambio, sí me parecen un acierto. Era un programa de música rusa fundamentalmente, reconocí "La noche en el monte pelado", las "Danzas polovtsianas", los "Cuadros en una exposición" y "Kalinka", de las otras tres piezas no ando tan seguro. En todo caso, encajaban perfectamente con el escenario diáfano, la magnífica iluminación y la elegancia de los figurines. O sea, un placer.

La interpretación, de altura. Si en la función de estreno los actores acusan el nerviosismo de cómo saldrá la obra, la de despedida se hace con la seguridad de la obra dominada y acabada, la nostalgia del adiós y las ganas de dejar buen recuerdo. Supongo, además, que el teatro esté lleno ayuda mucho. Conde borda el don Diego y la pareja de criadxs/graciosxs, Mosquito y Beatricilla, son el elemento esencial para añadir a la clásica comedia de enredo el elemento liviano de burla y farsa, al que también apoyan las dos primas casaderas.

Este Moreto, que no alcanzó gran éxito en su vida y del que no sabemos mucho, está en esta pieza a la altura de su estricto coetáneo Molière y muestra su misma agudeza y capacidad para retratar a un tipo humano eterno, y fustigar así los vicios de su tiempo y de todos.