dijous, 22 de febrer del 2007

El patriotismo de la derecha (II).

En el post de ayer me quedé en la importancia de los símbolos en la transición. Antes de seguir adelante, me gustaría subrayar un aspecto de la visión que los franquistas tenían de España y que ayudará a entender lo que ha pasado después. Dije que los fascistas gobernaron el país como si fuera tierra conquistada y trataron a la gente como población sometida. Lxs españolxs no tenían derechos. Es más, si eran "rojxs", ni se lxs consideraba españolxs. "Rojxs" era término que abarcaba a todxs aquellxs, republicanxs, socialistas, anarquistas, comunistas o nacionalistas que se hubieran mantenido leales al Gobierno de la República. España eran ellxs, envueltxs en la bandera excluyente; lxs demás no sólo no eran "españolxs", sino que constituían la "anti-España". Eso de la anti-España era una típica estupidez de los fascismos de la época ("nunca extrañéis que un bruto se descuerne luchando por su idea", decía Antonio Machado) , que repiten sus herederxs intelectuales probablemente pensando que innovan algo. Quien quiera comprobarlo, que vaya al artículo de hoy de Isabel Durán en Libertad Digital, titulado, precisamente, Aritmética de la anti España. Donde se lee lo siguiente: "Esta es la balumba del Gabinete ZP, un Gobierno anticlerical, antiamericano y antiespañol". ¿Cómo van a condenar el el franquismo el PP y sus partidarios si siguen en su universo conceptual?

Pero volvamos a la narrativa. El punto neurálgico de la transición fue la legalización del Partido Comunista de España. Ésta se hizo posible mediante una negociación especial en que el PCE reconocía la monarquía borbónica y sus emblemas. Ese viraje de 180º que Santiago Carrillo impuso a su partido le costó dos escisiones y, en opinión de muchxs, fue el comienzo del final de la histórica formación. No comparto este punto de vista ya que creo que, por muchas otras razones, el PCE estaba condenado a la irrelevancia política. En todo caso, desde entonces, los comunistas han ido perdiendo terreno, sus símbolos distintivos han desaparecido de la escena pública, hasta llegar al momento en que, a raíz de la movilización contra la OTAN en 1986, el PCE vio la posibilidad de crear una organización de masas que dirigir desde dentro y así nació Izquierda Unida, con una imagen predominante frente a la cual la tradicional iconografía comunista se ha hecho casi invisible.

La izquierda, pues, perdió sus referentes simbólicos. El puño y la rosa, que los socialistas copiaron a sus compañeros franceses nunca ha pasado de ser una especie de logo. Y esa pérdida se hizo en provecho de otros referentes de los que la izquierda había estado excluida por la violencia y de los que seguiría estándolo pues la derecha, en cuanto pudo, volvió a utilizar sus símbolos como ariete de confrontación, separación y persecución.

Asi lo hizo con su habitual arrogancia y prepotencia el señor Aznar cuando, siendo presidente del Gobierno y habiendo visitado la ciudad de México, vino tan impresionado de la bandera que ondea en la plaza del Zócalo en México D.F. que decidió imitarla, plantando otra de iguales dimensiones en la Plaza de Colón, como una provocación que la izquierda no se ha atrevido a quitar.

¿Por qué provocación? ¿Por qué señalar que la izquierda no se ha atrevido a quitarla? Porque esa bandera (como el himno) siguen siendo los elementos simbólicos vertebradores de un régimen tiránico, que expulsó, torturó, encarceló y fusiló a media españa sin que, como decía más arriba, sus patrocinadores pidieran jamás perdón y sin que sus herederos políticos e intelectuales lo hayan condenado; pero, eso sí, piden que Batasuna condene la violencia de ETA.

Es la derecha la que ha roto el pacto tácito de la transición en casi todos sus puntos especialmente en lo atingente a los símbolos. La permanente acusación a la izquierda de haber roto el consenso de la transición no es más que otra muestra de la estrategia del espejo: rompen y acusan a lxs demás de romper; avasallan e insultan y acusan a lxs demás de hacerlo; atacan las normas de convivencia y sostienen que son lxs otrxs lxs que lo hacen.

En este asunto de los símbolos piensa la derecha haber encontrado un punto débil de la izquierda, viene dispuesta a explotarlo, y es obvio que tiene razón. Como está el país de sensibilizado en relación a este asunto, mostrarse relativista en cuanto a los símbolos sacrosantos puede costar muy caro a la izquierda en el plano electoral.

Este cálculo no influye al redactor de este blog, razón por la cual, acatando lo que dice la Constitución sobre la bandera, sigue teniendo por suya la tricolor, que es inclusiva y no la rojigualda, que es exclusiva. Así debiera suceder con la izquierda política. El miedo a perder las elecciones, al admitir que el tema nacional es crucial en el debate, hace que la izquierda no tenga discurso alternativo al de la derecha. Y, sin embargo, debiera tenerlo. Debiera ser capaz de decir que, diga lo que diga la Constitución (que, por cierto, se puede reformar) su bandera no puede ser la rojigualda en tanto no haya una condena explícita del franquismo en el Parlamento español y por todos los grupos. Y esa condena debe ir acompañada de una Ley de Memoria Histórica que merezca nombre de tal y no esa chapuza timorata que el Gobierno ha presentado como proyecto. Es el appeasement, que tanto cita y tanto desconoce el señor Aznar. Más vale ponerse una vez amarillo que veinte colorado.

Mi decisión está clara: mi bandera es la tricolor, y no por ello soy menos español que los de la rojigualda. En cuanto a patriotismo, está claro que no se pueden comparar la muy española tricolor y esa rojigualda que prevaleció en la guerra con la ayuda de italianos, alemanes y moros y cuyos exhibidores hoy día se sienten orgullosxs de estar al servicio de los Estados Unidos. Véase, si no, cómo para la señora Durán es tan vituperable ser "antiespañol/a" como ser "antiamericanx", mamita mía. Por supuesto, quiere decir "antiestadounidense".

Cuando algún presidente del Gobierno de izquierdas de mi país renuncie a su puesto en el Consejo de Estado de España para ser empleado de un magnate australiano de la Comunicación y vocal de un consejo de asesores de otros magnates o políticos estadounidenses (en el muy improbable caso de que se distingan) que vengan a hablarme de patriotismo.