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dimecres, 24 de novembre del 2010

Un poco de autobombo.

Quizá algún amable y desocupado lector recuerde que cuando un 29 de noviembre del año pasado, con gran dolor de mis entretelas, cerré Palinuro, decía que el blog me llevaba mucho tiempo, que estaba escribiendo dos libros y temía no poder terminarlos. Asimismo decía que "Ello no quiere decir que el cierre sea definitivo sino transitorio y durará el tiempo que tarde en acabar las dos obras en cuestión; pueden ser meses y pueden ser años.". Al final fueron meses; exactamente nueve meses y veintiún días. El cómputo exacto trasluce que, como buen bloguero, siento la lejanía del blog como una enajenación, un exilio de mi reino, de mi doble Palinuro, a quien tanto debo. Alejar a un bloguero de su blog es como separar dos amantes, esa tragedia que tan morbosa como lúcidamente analiza Igor Caruso; en el extremo, motivo de muerte. Por suerte o por desgracia ese rasgo de pasión y genio me ha sido negado así que en lugar de suicidarme aproveché para reflexionar sobre el bloguerío y dentro de poco emborronaré una entrada con mis últimas meditaciones sobre el susodicho.

Se cumplió por fin el propósito de la separación y escribí los dos libros, al tiempo que traduje otros dos. De los dos escritos por mí, uno de ellos está ya en la calle y es el de la imagen. Sus detalles pueden ir a verse en la güeb del editor, Tirant lo Blanch, en donde cabe leer algunas páginas de la edición que se encuentra disponible en papel y como descarga en la red. La obra trata de lo que dice el título y mi propósito ha sido sistemático: la incidencia de internet en las instituciones y actores de la política contemporánea; la relación entre la red y los demás medios de comunicación; y el replanteamiento de las grandes cuestiones políticas (la guerra, el feminismo, el ecologismo, el multiculturalismo y el individualismo) en el ciberespacio, que es un supraespacio público en el que lo colectivo se mezcla con lo particular y privado para dar una mezcla de incalculables consecuencias. Sería estúpido que hablara de la calidad de la obra, de forma que aquí dejo el asunto.

El otro libro, Memoria del franquismo, está en imprenta y tiene prevista salida en la editorial Ramón Akal en febrero de 2011. Ya hablaré más por entonces. Además de éste también se han publicado las dos traducciones, ambas asimismo en Tirant lo Blanch, Introducción a la Teoría Política, de Andrew Heywood y La transformación del Estado, de Georg Sorensen, dos muy apreciables textos de distintas materias que vienen muy bien en la Universidad. El baranda de Tirant, Salvador Vives, es el editor con el que sueña todo escribidor: toma decisiones, corre riesgos, es académico y expeditivo.


EL PAPA EN VALLEKAS

El otro día participé en el debut de un programa político de Tele K llamado La tuerka en formato tertulia. Pero no de esas tertulias de cadenas consagradas y TDTs de lujo en las que corre el vino y el verbo incendiario, sino más de tipo tele marginal con sillas de sky y mejor voluntad que comodidades. Por no tener no tienen ni maquillaje con lo que los cinco que intervinimos estuvimos al crudo natural. Menos mal que, como los focos tampoco eran muy potentes, la cosa no ofende. Aparte del presentador, Pablo Iglesias, un joven profesor de Políticas de fuerte espíritu fáustico, los participantes éramos Leo Bassi, el bufón al que quieren triturar en los



tribunales los sólitos furibundos defensores de Covadonga, Roncesvalles y el 18 de julio; Rosario Segura, representante de Europa laica; Alberto Hidalgo, de la Federación estatal de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales (FELGTB); y yo, que sólo me represento a mí mismo y no siempre con gran convicción.

El caso es que lo pasé muy bien. Desde que, al ganar las elecciones el PP en 1996, me echaron de todos los medios por abominable felipista, no había vuelto a pisar un plató, de esos desde los que ahora se lanzan procacidades. Y aunque el de Tele K es más plato que plató, fue un interesante reencuentro.

El programa era muy ágil, estaba muy bien cronometrado, Pablo lo llevaba como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, hubo vídeos simpatiquísimos, y mis contertulios dijeron cosas muy sensatas y verdaderas, de esas que no se escuchan por las teles al uso. Lástima que Tele K sea tan insignificante ante la gran tanga mediática como Joseph K ante su proceso. El programa debería llegar al Vaticano. El Papa debiera visionarlo. Tendría otra idea de su misión en la tierra. Respetuosa pero crítica.

dijous, 19 de novembre del 2009

La democracia lo aguanta todo.

Pocos conceptos tan polisémicos en el campo de la filosofía política como el de democracia. Admite todos los epítetos: puede ser directa, representativa, deliberativa, participativa, socialista, liberal, popular, orgánica/inorgánica, procedimental, elitista, mínima, madisoniana, etc; con independencia de que algún erudito nos recuerde que varias de éstas o quizá todas, no sean "verdaderas" democracias. Así que por qué no iba a ser inmunitaria cuenta habida de que Brossat lleva hablando de ella cerca de diez años, profundizando en el concepto que primero expusiera Roberto Esposito (Communauté, inmunité, démocratie) como atestigua en este su último librillo sobre la materia (Alain Brossat, La democracia inmunitaria, Palinodia, 2008, 102 págs) escrito en ese estilo insouciant, algo alambicado, en un encadenamiento como de fogonazos que nos va llevando como una sucesión de fuegos de artificios y nos deja al final algo aturdidos y con un intenso olor a chamusquina. La chamusquina de que ya nos ha colocado otro panfleto audaz con rabieta de enfant gaté contra el establecimiento cultural de cuya deconstrucción viven ristras de intelectuales que han cambiado la pluma por la alcotana creyendo que hacen mejor trabajo con la segunda que con la primera, cosa harto dudosa.

Encuadra Brossat este ensayo en ese tumultuoso, alegre y poco común río de la biopolítica foucaultiana que tanto juego da a condición de que veamos los toros desde la barrera y no queramos sobarle el morro al morlaco. Porque, si es así, las tornas cambian y nos encontramos, la verdad, un poco desasistidos conceptualmente. Resulta que el librete arranca con una propuesta aparentemente comprometida: la democracia "entendida como régimen de la política, pero, más ampliamente, como régimen general de la vida de los hombres, es fundamentalmente un sistema de inmunidad" (p. 8). La biopolítica está aquí dada por supuesta y queda algo oscurecida por el fulgor de esa joya del "sistema de inmunidad". Pero si no nos dejamos cegar por el fulgor y nos obstinamos en que nos expliquen qué diantres significa la democracia "como régimen general de la vida de los hombres", aparece algún que otro problema que ataca el fluido discurso del viejo lobo de la izquierda francesa. No quiero exagerar pero, la verdad, la cosa me suena a la "revolución cultural" (nada extraño, por lo demás en alguien que lleva lustros predicando en contra de la "cultura" sea ésta lo que sea): ¿hay democracia en el ejército? ¿en la policía? ¿en los consejos de administración de las empresas? ¿en las iglesias, los hospitales, los tanatorios, los equipos de futbol, los concursos de bellezas, las oposiciones a la administración, los servicios de vigilantes jurados? Si no es así, ¿qué significa democracia "como régimen general de vida de los hombres"?

En fin, no siendo picajosos quedémosnos con la idea de democracia inmunitaria que es esa situación en que los hombres, provistos del munus nos hemos hecho inmunes a base de construirnos protecciones, derechos, titularidades, garantías. En fin, el mundo feraz de los Estados de derecho que vienen a dar contenido a las normas procedimentales que son la democracia pero con las que no se confunde aunque, como vemos, sí puede mezclarse un poquito.

Este conjunto de nuevos privilegiados, cómodos ocupantes de la "nación", en su afán por blindarse e intensificar esa inmunidad acaba produciendo una dualización en la sociedad entre los incluidos (un "nosotros" hecho de un crítico y continuo rechazo) y no ya sólo los ex-cluidos sino incluso los "no incluidos", aquellos que, como se dice en inglés, don't have much of a chance. Y para exponerlos en todo su grafismo no se le ocurre nada mejor que traer los pobre cinco fantasmas de los cinco hijos de Rousseau a quien éste reconoce en sus Confesiones haber depositado en la inclusa para darles mejor vida. Todavía puede uno ir a buscar "no incluidos" más conmovedores. Dejad que monseñor Martínez Camino se dé cuenta de la potencialidad del análisis biopolítico y en su próxima diatriba invoca a Negri o Zizek.

No me estoy inventando nada. Lo dice Brossat negro sobre blanco para que quien tiene oídos oiga: "La democracia inmunitaria se asemeja a la sociedad de corte en el sentido que su primera vocación es privar de su reserva de violencia a una categoría social (en un caso a la aristocracia feudal, en el otro al elemento popular) garantizándole, en cambio, condiciones de existencia segurizadas..." (pp. 36-37). Y así podemos elegir cómodamente entre la fronda y la barricada entiendo que sólo si hay que ponerse serios y reaccionar ante algún atropello. Esa "sociedad de corte" remite directamente a Norbert Elías y su proceso civilizatorio que Brossat cita mucho para gran contento mío que lo traduje al castellano en el Fondo de Cultura Económica hace ya unos años. Quede claro no obstante que lo que hay entre nobles y chusma privilegiada ambos por la inmunidad y su biopolítica ampliación es la distancia que media entre intangibles e intocables y de la que no sabemos mucho más.

La segunda parte del libro es como un pendant de la inmunidad en el terreno de las cosas reales, tangibles, palpables: la anestesia como técnica (¿puedo llamarla "general"?) del "derecho a no sufrir" que invocamos como quintaesencia de la democracia inmunitaria. Como en el caso de ésta, busca Brossat una apoyatura filosófica y la encuentra en las disquisiciones de Cicerón en las Tusculanas sobre el carácter del sufrimiento del que ni Hércules puede librarse... pero nosotros sí y las consecuencias de este nuevo Olimpo democrático son los jirones de miseria que vamos dejando por ahí: la tortura como negación del mundo vivido (p. 67) y afirmación del saber de Hannah Arendt; los espantosos sufrimientos que presenciamos diariamente por doquier, desde Somalia a Bosnia (p. 70). Así que buscamos con gran intensidad la anestesia para no dejarnos apabullar por el "desastre del mundo" (p. 74).

Un inciso. Brossat es verdaderamente brillante y siembra su escrito de hallazgos lingüísticos de todo género que compensan con creces del deslavazamiento general de la argumentación. Ese "desastre del mundo" que corre paralelo con el "dolor del mundo" viene acompañado de una "fatiga del presente" que mal que bien nos da "acceso al rol de espectador perpetuo y total sin que estemos destinados a sucumbir a la melancolía, al furor, al pavor o al agobio" para que podamos decir con Victor Hugo "Lloramos menos" (p. 76) y poco a poco nos vemos instalados en, para decirlo así como a lo bestia, la biopolítica de la "democracia médico-pastoral" (p. 89) de la que Brossat dice que es un oxímoron igual que el de los "monstruos de insensbilidad" de los que tanto hemos oído hablar hace poco a raíz del famosísimo "monstruo de Amstetten"

Termina Brossat su ensayo con unas conclusiones que son atractivas pero no gardan mucha relación con el texto, o sea que, salvo la última, si concluyen algo, es otro discurso, pronunciado en otra parte. Pero, en sí mismas, tienen interés: el episodio de la sangre infectada de SIDA que sacudió a Francia hace un par de años le da pie para señalar el peligro que se cierne sobre nosotros con uno de esos conjuros que suenan como a fórmula de Bram Stoker: "el Estado envenenador" (p. 96). No sé si los "neocons" leen este tipo de ensayos pero seguro que no se les ha ocurrido algo tan contundente. Parejo a esto, aunque en un campo más pragmático, una pequeña profecía, ya desmentida según se seca la tinta en que está formulada: el día que el Estado se atreva a procesar a un presidente de la República en ejercicio (Chirac, para entendernos), ese día "ya no hay más quinta República" (p. 98). (Mínima digresión: la traducción al castellano es infame). Bueno a un presidente en ejercicio, no; pero a un ex-presidente, sí y ahí está la Cinquième tan Mariana, tan oronda y tan biopolítica.

Al final de este relato-fleuve aparece un fantasma común al castillo europeo: la sociedad del riesgo beckiana, aunque sólo para asegurarnos que nuestra vocación inmunitaria nos lleva a hacer mamola al gran sociólogo alemán porque nuestro anhelo de privilegiados ahítos de todo es instalarnos en una sociedad de riesgo cero (p. 106). ¿Alguien da más?


dilluns, 16 de novembre del 2009

Las formas de gobierno.

Llevo algo retrasadas las reseñas de revistas que se me han acumulado en el verano. Este número de la Revista de Estudios Políticos (nº 144, nueva época, Madrid, abril-junio de 2009, 235 págs) trae algunos trabajos muy interesantes como siempre en un amplio abanico de preocupaciones y métodos.

Abre un buen estudio de Jesús Astigarraga sobre El debate sobre las formas de gobierno en las 'Apuntaciones al Genovesi' de R. Salas en el que se da cumplida cuenta de la glosa que el profesor Ramón Salas de la Universidad de Salamanca hizo en los años ochenta del siglo XVIII de la entonces célebre obra del napolitano A. Genovesi Lezioni di commercio y que era uno de esos tratados de la cameralística de entonces y en los que se hablaba de todo, desde la teoría de las formas de gobierno hasta la Hacienda pública y otras consideraciones, esto es, la ciencia política de antaño. El autor aprovecha para señalar cómo en los comentarios de Salas alienta ese espíritu ilustrado que hubo en la España de la época aunque tan reducido y apagado que a veces ha podido sostenerse la tesis de que la Ilustración no dejó huella en nuestro país. Salas sigue la obra de Genovesi y muestra tener un conocimiento profundo de Montesquieu cuya doctrina del Espíritu de las leyes en materia de formas de gobierno, de virtud, etc aplica, así como también las de su contemporáneo Mably, tan plagiado como poco reconocido en la época. El autor sigue las consideraciones de Salas sobre los temas candentes del momento (y de hoy, por cierto) como la visión contractualista de las leyes criminales, educativas y religiosas, la cuestión de la igualdad y la propiedad. Señala también lo que llama los "silencios" de Salas, singularmente la cuestión de la participación política y el federalismo; algo que sigue sonando. Concluye Astigarraga señalando que los apuntes de Salas muestran la importancia que la Ilustración española, muy influida por la napolitana, concedía a la Economía Política.

El trabajo de Franz Xavier Barrios Suvelza, Conceptos alternativos para comprender las grandes reformas descentralizadoras contemporáneas en Europa Occidental es una investigación comparada de los grandes cambios que se han dado en la organización territorial del Estado en los últimos años en España, Italia, Francia, Alemania y Gran Bretaña. Su análisis se concentra en lo que llama los tres conceptos alternativos que se han propuesto frente a la crisis de los anteriores a raíz de tales reformas: la autonomía entendida como autolegislación, la cualidad gubernativa territorial y la macroestructuración también territorial del Estado (p. 48). El primer concepto hace referencia a la posibilidad de administrarse u organizarse de los entes territoriales; el segundo agrupa seis factores que considera imprescindibles para que quepa hablar de cualidad gubernativa en un ente territorial (complejidad, competencias, recursos financieros, etc); y en el tercero encaja en un nuevo molde lo que ha sido tradicionalmente la oposición entre centralismo y federalismo. Del análisis de los casos concretos en los países señalados extrae el autor una serie de conclusiones que matizan las relaciones actuales entre los niveles nacionales y subnacionales del poder con cuatro advertencias finales relativas a Francia, Italia, Alemania y España en donde se subraya como innovación el principio de "voluntariedad para diagramar arreglos territoriales" que posibilitaron las varias velocidades (p. 82).

En 'Cleavages' y sistemas electorales: una nueva aproximación, Marc Guinjoan replica el estudio de Amorim Neto y Cox en 1997 para explicar la fragmentación del sistema electoral recurriendo a una síntesis de las dos principales razones que hasta entonces se habían esgrimido por separado, la institucionalista y la social. En dicha réplica, especifica el autor, no se han conseguido replicar satisfactoriamente los resultados, lo cual pone de relieve la validez de los obtenidos en su momento por Amorim Neto y Cox. Para la reevaluación, Guinjoan ha utilizado una nueva base de datos más fiable y que incluye más del doble de países de los que ellos utilizaron (105/51). Asimismo ha introducido una nueva variable no considerada en este ámbito de estudio de fragmentación, el grado de descentralización de los Estados. Cuando se toman en consideración sólo los países que estudiaron Amorim Neto y Cox los coeficientes de las variables en ambos modelos son bastante parecidos (la réplica se produce); pero si se emplean todos los países del modelo del autor aparecen diferencias sustanciales que detalla, lo que hace pensar que la selección de países de aquellos autores no fue enteramente representativa y obliga a reevaluar el alcance de sus resultados. Asimismo, lo que parece bastante lógico, las arenas de competición multinivel tienen incidencia sobre el número de partidos electorales a nivel estatal de forma que por cada aumento de un punto en la escala de descentralización aumenta 0,5 el número efectivo de partidos electorales. Es decir, queda abierta la interesante cuestión de las razones de la fragmentación de los sistemas electorales y el número efectivo de partidos electorales.

Escepticismo y política es un interesantísimo y breve trabajo de John Christian Laursen que trata de aquilatar un uso válido del escepticismo en política tras una crítica de sus usos vulgares o imprecisos muchas veces contradictorios que oscurecen su significado. Laursen remite el concepto a sus orígenes en la filosofía helenística y de las dos escuelas clásicas que considera, la pirrónica (Pirrón de Elis) y la de los escépticos académicos, da preferencia a la primera porque entiende su formulación de la epoché, esto es, la suspensión del juicio en ausencia de un criterio satisfactorio de verdad, el compromiso con la idea de vivir en el mundo de las apariencias y los sentidos es lo más productivo al día de hoy en un quehacer tan peculiar y específico como la política. Su concepto de escepticismo es riguroso como se prueba por el hecho de que, contra una opinión convencional (pero siguiendo en ello a Pascal y a Kierkegaard) el escepticismo también puede ser fuente de ocupación religiosa y, por otro lado que el escepticismo también carga con su parte de culpa en la afición de los seres humanos al crimen y la barbarie, que no es cosa que quede al monopolio de los dogmáticos. Rechaza, sin embargo, con harta razón a mi juicio la idea evidentemente exagerada de Marta Nussbaum de que, por su naturaleza, el escepticismo no impediría que los escépticos colaboraran con Hitler. Y termina con una nota elegantemente escéptica: en lo tocante al principio de igualdad entre los sers humanos, dice, Kant sostuvo que no podemos tener un conocimiento científico de estas cuestiones (ni de prácticamente ninguna en territorio político, hay que añadir) por lo cual tenemos que tener fe en alguna ley moral, por ejemplo la que requiere igual respeto a todos los seres humanos. "¿Hemos ido más allá de Kant en esta materia?" (p. 139).

El trabajo de Javier Pérez Núñez Acerca del gobierno y administración territorial en el régimen constitucional gaditano es un magnífico ejemplo de estudio de historia política en un momento crucial para la formación de la nación española: el que va desde el comienzo de la rebelión contra el francés con la formación de las juntas provinciales y la Junta Central hasta el trienio constitucional de 1820 a 1823 pasando por el doceañismo y la restauración absolutista. Desde luego la organización que sale de las Cortes de Cádiz y que se recuperará después de la sublevación de Riego en 1820 es la de la soberanía nacional en un Estado unitario centralizado en el que acabará cuajando la "municipalización de la provincia" a través de la imposición del pouvoir municipal. Pero lo más interesante es que por su misma orientación en todo este proceso (incluida la imposibilidad del traslado del ejército de Riego a sofocar la sublevación transatlántica en el orden práctico) lo que se hace es sentar las bases para la justificación teórica de la emancipación americana. "De esta manera, enlazando con las propuestas e ideario defendido desde las Cortes de Cádiz por los diputados sudamericanos se acaba alumbrando la génesis de lo que los moderados (...) tildaban de una democracia civil y otra militar". (p. 165) Y esta será la situación que prevalezca cuando en 1836 se restaure el doceañismo hasta 1843.

Adela Cortina en La política deliberativa de Jürgen Habermas: virtualidades y límites hace una acertada síntesis de la concepción de Habermas de su doctrina de la Teoría del Discurso y su concreción en su idea de una "democracia radical" que camina sobre otros dos conceptos esenciales en la obra habermasiana del socialismo y la soberanía popular (p. 175). Analizando las etapas del proceso deliberativo, expone que éste se realiza en un contexto democrático que es representativo pero también participativo, deja claras cuáles son sus virtualidades y propone cuatro complementos a la política deliberativa muy convenientes: reconocimiento recíproco de la autonomía y necesidad de una democracia deliberativa, la sociedad civil como lugar de descubrimiento, justificación y decisión, fuerza legitimadora del poder comuncativo en el mundo económico y construcción del sujeto moral (p. 191). Dan ganas de repetir el clásico Q.E.D.

divendres, 13 de novembre del 2009

Crítica y diálogo.

Ya está en la calle el número 212 de Sistema, correspondiente a septiembre de este año (Sistema, número 212, Madrid, septiembre de 2009, 142 págs.) y trae una variedad de trabajos, algunos de gra interés. El que más tiene, a mi entender, el primero, de Antonio Enrique Pérez Luño, titulado El Estado totalitario contra el derecho subjetivo. La teoría jurídica de Karl Larenz es en realidad una reseña bibliográfica sobre un libro de Massimo La Torre, La lucha contra el derecho subjetivo. Karl Larenz y la teoría nacionalsocialista del Derecho pero escrita con tal rigor, conocimiento de causa y profundidad doctrinal que el director de la publicación lo ha colocado el primero con sobrada razón. Pérez Luño explica de forma sintética que sobre Karl Larenz cayó la nada grata tarea de justificar la filosofía jurídica nazi. No en Carl Schmitt, que era un ideólogo, sino en Karl Larenz. El elemento esencial del nazismo jurídico fue la destrucción de concepto de derecho subjetivo, derivado de la filosofía kantiana. No es el individuo abstracto kantiano el titular de derechos sino el individuo considerado como miembro, producto, de un todo orgánico, de una comunidad, de la Volksgemeinschaft. No hace falta decir que toda negación de subjetividad jurídica de este tipo presupone la prevalencia de un ente colectivo superior al individuo, lo que afecta al nazismo y a toda forma de nacionalismo. El resto de los juristas alemanes que aceptaron trabajar profesionalmente en un ordenamiento pervertido, injusto, lo hicieron en virtud del positivismo que se extendió como una mecanismo de justificación del III Reich: Gesetz ist Gesetz: la ley es la ley y hay que cumplirla. Es el momento en que Pérez Luño expone las diferencias entre el positivismo de Larenz que alimenta el nazismo y el de Hans Kelsen, de raíz netamente democrática y fundamentado en la idea moral kantiana de que hay que tratar a los individuos como fines y no como medios que deriva de la idea del filósofo de Konisberg de la dignidad del hombre, un discuso esencial que, antes de Kant se articula en el Renacimiento con Pico della Mirandola entre otros. No es menor el mérito del autor al identificar los vínculos de estos problemas con algunas de las cuestiones candentes dela filosofía política de nuestro tiempo : el comunitarismo, la posmodernidad, el "derecho penal del enemigo", etc.

El trabajo siguiente (Guillermo García, La gobernanza: el "buen gobierno" neoliberal) es un estudio crítico sobre el uso neoliberal del concepto de gobernanza que no es otra cosa que el nombre aparentemente técnico-científico para imposición de los programas neoliberales del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional de acuerdo con un modelo económico, político y social basado en el mercado t en el sistema productivo capitalista "que persigue la privatización y la mercantilización de todo lo humano y su entorno medioambiental" (p. 27).

El siguiente trabajo de Teodoro Hernández de Frutos (Crecimiento y crisis del sistema indutsrial español. De los planes de estabilización a los distritos marshalianos) es un repaso sintético al modelo de desarrollo industrial español a partir del fin del empeño autárquico de la dictadura durante los años de 1960 y financiado con los ingresos de las inversiones exteriores, las remesas de los emigrantes y los ingresos del turismo, identificando las principales etapas: la modernización y desarrollo del comienzo con los planes de estabilización, el período de la crisis de las materias primas y la respuesta a través del modelo de reindustrialización de los años de 1980, las privatizaciones de los años de 1990 y las reformas a raíz de la agenda de Lisboa, todas las cuales han acabado situando a la economía española en el mundo globalizado aunque, según vemos hoy por el impacto de la crisis, con unos específicos factores de debilidad.

En Partidos, elecciones, minorías. Finlandia: cien años de elecciones libres, 1907/2007, Alfredo Hidalgo Lavié, un especialista en este país nórdico, autor de un reciente libro sobre él (Finlandia: cien años de libertad) que está pendiente de reseña en Palinuro, analiza con detalle las variaciones en el sistema político y de partidos de Finlandia luego de las últimas elecciones de 2007 y concluye validando las conclusiones a que llegaba en su análisis de 1997 en cuanto a la consolidación y la estabilidad parlamentaria de los años ochenta, los componentes esenciales del sistema de partidos en Finlandia (el socialdemócrata, perdedor en 2007, el conservador, ganador en este año y el partido centrista con una concentración de casi el setenta por ciento del voto. Si se añade el partido de los hablantes en sueco y el comunista, se da un sistema de pentapartido con el ochenta por ciento de concentración del voto.

El trabajo de Enrique Herreras ("Antígona" y la democracia deliberativa) es un estupendo estudio filosófico-literario sobre las distintas interpretaciones del mito de Antígona, un tema que me es especialmente caro, y su influencia sobre la moderna teoría de la democracia deliberativa en las elaboraciones más recientes, de Habermas a Amy Gutman y Denis Thompson que enlazan con la tragedia griega a través de las cuatro fuentes de desacuerdo moral que identifican en las democracias contemporáneas: la escasez, la dificultad de anteponer los intereses públicos a los personales, la incompatibilidad de nuestros valores (un tema caro a Sir Isaiah Berlin) y los límites de nuestro entendimiento. Repasa luego la conocida interpretación del mito en la Fenomenología del espíritu de Hegel y se detiene en la de Marta Nussbaum que acaba admitiendo que en el conflicto moral entre Antígona y Creonte, la de Antígona es la posición de superioridad moral. Se remite luego al análisis de Pedro Talavera en una obra reciente (Derecho y literatura) que señala la virtud de Antígona en cuanto representación del principio de desobediencia civil y concluye que la tragedia contiene un principio dialógico que permite mantener la dualidad moral aunque siempre habrá que elegir la posición de una de las partes en función de las circunstancias. Una afirmación que suena un poco a manual imparcial de uso del conflicto por cuanto el autor acepta la idea de la superioridad moral de Antígona en una tragedia que, dice, "nos ayuda a redescubrir los pormenores de la complejidad de las deliberaciones en una sociedad pluralista". (p. 101).

dilluns, 26 d’octubre del 2009

La salud de los muertos.

Los intelectuales tienen vocación de sepultureros. Apenas se los deja a sus anchas en los campos que cada uno prefiere cultivar por razones vocacionales cuando empiezan a tocar a difuntos. Hegel decretó la muerte del arte; Nietzsche la de Dios; Adorno, en cierto modo, la de la poesía; los posmodernos la de la filosofía; y ni cuento los autores que han dado por difunta a la novela; era cuestión de (poco) tiempo para que la campana tañera por la ciencia política. Tiene su punto de hybris esto de decretar la muerte de algo inmortal. Sobre todo cuando esa muerte que proponen los intelectuales suele ser el prolegómeno de un renacimiento glorioso y ello no solamente porque la descarnada tenga condiciones demiúrgicas ya que Saramago le atribuye nada menos que haber creado a Dios, sino porque los intelectuales viven en mundos mitológicos en los que la muerte es únicamente la antesala de la nueva vida. La muerte de su objeto es como la de Osiris, el preludio de su renacimiento. No estoy muy seguro en el caso de Adorno pero sí, desde luego, en el de Hegel, los posmodernos y hasta el propio Nietszche. Es el momento de recordar la conocida y lapidaria sentencia de Oscar Wilde en la cárcel de Reading: "Todo el mundo mata lo que ama".

César Cansino es un reputado politólogo mexicano con importante obra en el campo de la teoría política y este libro (César Cansino, La muerte de la ciencia política. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2008, 348 págs.) en el que se repasa el estado actual de la ciencia política con especial hincapié en el de la teoría política en su increíble madeja de disputas, así lo prueba. En este terreno de las defunciones de actividades, géneros, estilos, artes, la muerte de la ciencia política se entiende como parte singular de una muerte colectiva de las ciencias sociales a las que les ocurre como a los seguidores de esas sectas suicidas, que mueren todos de golpe. El propio Cansino pone varias veces de manifiesto que los problemas de la ciencia política para legitimarse científicamente son los del conjunto de las ciencias sociales. Tiene sin embargo esta ciencia una facies cadaverica más acusada y no solamente porque siendo la más reciente, la última llegada, cuente con menos defensas sino porque en ella la maldición esencial de todas las ciencias sociales, la que las condena a tener una condición científica (en el sentido de las ciencias experimentales) problemática, esto es, la coincidencia del objeto de conocimiento con el sujeto cognoscente adquiere su forma más descarnada y brutal por cuanto un porcentaje altísimo de lo que pasa por ciencia política en el mundo es opinión interesada y entra más en el campo de la propaganda, cosa que sucede menos (aunque siempre suceda) con otras ciencias sociales.

Para sortear tan incómoda posición de no alcanzar pleno estatuto científico en una época de monopolio experimental de la legitimidad del conocimiento, los filósofos, sobre todo los neokantianos, hicieron la tradicional distinción entre ciencias del espíritu y ciencias de la naturaleza a fin de reservarse un lugar al sol. Lo cual no obsta para que los de la naturaleza sigan preguntando qué ciencias son esas del espíritu. Y éstas se ven obligadas a intentar justificarse perennemente ante el escueto tribunal de la razón experimental con lo cual lo ùnico que suelen conseguir, paradójicamente, es que la casi totalidad de su cuerpo de conocimiento sean cuestiones metodológicas sobre las que, para variar, suele no haber acuerdo.

Dentro de este ebullente mundo de querellas epistemológicas la ciencia política tiene una condición especialísima por ocuparse de un objeto, la política, cuyo estatuto cognitivo es mirífico. Muchos de quienes cultivan la práctica política, la conciben como un arte; otros, como una ciencia. Que algo pueda ser arte y ciencia al mismo tiempo, que son actividades que requieren facultades mentales opuestas demuestra que ese algo, aunque no se sepa bien qué es, es extraordinario. La negación de la condición científica de la ciencia política coexiste con la afirmación aristotélica de que la política es la ciencia más noble que hay por razón de lo que se ocupa. Entre la nada y el todo, el cero y el infinito, muchas veces la política y la ciencia política se volatilizan. Y Aristóteles mantiene cierta autoridad. En unos terrenos más que en otros. Sus ideas sobre la esclavitud o sobre las mujeres no son hoy sostenibles; en cambio, su clasificación de las formas de gobierno sigue siendo válida. El cometido de la ciencia política es casi milagroso por cuanto se espera que dé cuenta del comportamiento de un objeto, el ser humano, cuya característica esencial en este terreno cognitivo es que miente y no solamente que miente sino que, para complicar las cosas, se miente a sí mismo. Recuérdese que Maquiavelo recomienda al príncipe, entre otras lindezas, que mienta para conquistar el poder o mantenerlo. Y precisamente por hacer esta recomendación de valerse de la mentira para prevalecer Maquiavelo ostenta el título de padre de la ciencia política, sin duda como ciencia de la mentira. Pero ¿puede haber una ciencia de la mentira? ¿No es la ciencia la búsqueda desinteresada de la verdad? ¿Hay una verdad de la mentira?

Cansino arranca su investigación de una reflexión de Giovanni Sartori quien comprueba, irritado, lo que dentro de unos días y aunque parezca extraño se apresta a debatir el Senado de los Estados Unidos, esto es, la relevancia de la ciencia política que, según el politólogo italiano, a fuerza de abrazarse al método cuantitativo y lógico-deductivo ha acabado elaborando un discurso superficial e intrascendente. Es la situación paradójica en que se encuentra una disciplina que Cansino ve "rezagada" y en "busca de su identidad" (p. 21), que tiene que tiene que acudir al método empírico, científico pero, al hacerlo se encorseta en una hiperespecialización e hiperfactualidad que la llevan a la irrelevancia (p. 123).

Cansino divide su libro en dos grandes partes, una primera llamada "los límites de la ciencia política" y la segunda, "La ciencia política más allá de sus límites" (lo que se decía al principio: el ave Fénix) y corona el trabajo con un interesante capítulo sobre la ciencia política en Latinoamérica. La primera parte, es un repaso de las cuestiones sobre todo (¡cómo no!) metodológicas que dibujan el campo de la ciencia política contemporánea. Algo avanzamos: ya no nos detenemos a rumiar los problemas del paradigma funcionalista y la revolución conductista (primera y segunda oleada) sino que directamente pasamos a unos brillantes análisis de las perspectivas contemporáneas, singularmente la hoy hegemónica de la decisión racional o eleción pública y el análisis de sistemas, en donde retorna como un zombi el viejo paradigma funcionalista, a la espera de que Niklas Luhmann le clave en el corazón la estaca de los sistemas autopoyéticos. Se paga portazgo al limosnero mayor del enfoque, David Easton, y se penetra luego en el ámbito tecnocrático luhmaniano (pp. 68-70), de donde emergemos para habérnoslas con su contrario que, como quiere el poeta, es a su vez su complementario, Habermas. Cansino ilumina sagazmente los cuatro puntos oscuros en el razonamiento habermasiano de la teoría de la acción comunicativa y democracia discursiva (pp. 79/80) que a mi juicio se reducen a dos que todo lo abarcan: Habermas subestima los límites impuestos por las prácticas humanas a la racionalidad y sobrestima el dominio racional del ser humano sobre el medio. Cierto, cierto y, en favor de Habermas diremos: ¿quién no lo hace?

Esta primera parte se completa con un capítulo sobre las últimas elaboraciones teóricas del conocimiento empírico de lo político, singularmente cuestiones como la "calidad de la democracia" y los requisitos de la medición de la democracia asunto que puede oscilar entre los análisis categóricos de Morlino y las alegres clasificaciones de The Freedom House. Cierra el autor esta parte con un sonoro "¡Adiós a la ciencia política!" (p. 118), al juzgar que hay que buscar la sabiduría política en otra parte y ello después de coincidir en la diatriba de Sartori y de llamar insensato a Josep M. Colomer (de quien Palinuro tiene pendiente una reseña sobre su último libro acerca de la Ciencia de la política) por atreverse a discrepar del maestro sosteniendo que la ciencia política positiva, empírica, goza de muy buena salud, cosa que me parece cierta, y que los clásicos están para ir a la poubelle de l'histoire, cosa que no me lo parece.

De clásicos va la segunda parte del libro de Cansino que se lanza con conocimiento de causa, sólida argumentación teórica, abundancia de fuentes y razonamiento convincente a defender su visión de una teoría política ave Fénix renacida como actividad simbólica que, en su hiperrealización, alcanza a la metapolítica. En cuanto a la dimensión simbólica, el comienzo no puede ser más prometedor. Dice Cansino de modo apodíctico y siguiendo a Maestre, que "la contingencia es el supuesto de la libertad democrática" (p. 163). Cierto sin duda alguna y, a partir de aquí, la ciencia hace mutis por el foro y nos embarcamos en ese empeño simbólico, claramente performativo. Luego de dedicar unas refexiones al vaivén tradicional de lo político (no es una reminiscencia del bueno de Schmitt, a quien se visitará de inmediato; todo lo político, a fuer de humano, es un vaivén bipolar), entre la estatalización y la desestatalización de la política, Cansino sintetiza con acierto los tres debates de la teoría política contemporánea: a) democracia elitista frente a democracia participativa; b) liberalismo frente a comunitarismo; c) Estado social frente a neoconservadurismo (p. 177). No hace falta que se señale cuánto pueden complicarse las cosas si vamos buscando híbridos.

A partir de aquí, Cansino se agarra a los clásicos. Pero no en primera vuelta, sino en un bucle de gran interés: el modo en que dos clásicos, Carl Schmitt y Hannah Arendt han leído a su vez a los otros clásicos, Hobbes y Donoso en el caso de Scmitt y los antiguos y modernos en el de Arendt hasta el punto de que cabe preguntarse con legitimidad si la ciencia política no será una subdisciplina de la historia de la filosofía (p. 214) El capítulo programático trascendental, el de la metapolítica, comparte glorias y miserias con la política sin más. La normal es el muy esperable hecho de que tampoco hay acuerdo acerca del significado de la metapolítica y Cansino la considere como pospolítica, metafísica, macroteoría, debate público y metateoría (pp. 247-256). La recomendación final del autor es una reverberación del sapere aude kantiano: transdisciplinariedad y firme decisión de desbordar los límites de las ciencias sociales.

El colofón es un sistemático capítulo sobre la ciencia política en América Latina en el que aparecen convenientemente clasificados los politólogos más relevantes actuales en la dicotomía izquierda/derecha (con otras subdivisiones internas) y los dos apéndices discursivos que, obviamente, el autor considera más allá o más acá de la dicotomía izquierda/derecha: el de la posmodernidad y el del desarrollo.

En definitiva, un libro brillante, bien informado, con ideas sugestivas y que, aun tratando un territorio sobre el que pisa el buey, mantiene el interés hasta el final. ¡Ah! y con un buen discurso

divendres, 29 de maig del 2009

El origen del poder político.

El autor de este libro (Arte, mito y ritual. El camino a la autoridad política en la China antigua, Madrid, Katz, 2009, 196 págs), K. C. Chang, un reconocido sinólogo, se hace una pregunta: ¿cómo surgieron en la China antigua la civilización y las dinastías políticas que la acompañaron? No estará de más recordar que, para Chang, organización política y civilización son lo mismo puesto que sólo los civilizados están organizados políticamente y sólo las organizaciones políticas pueden civilizarse. La respuesta a la pregunta es: mediante la interrelación de varios factores como la jerarquía, el parentesco, la autoridad moral del gobernante, el poder militar, el acceso exclusivo a los dioses y antepasados (a través de los rituales, el arte y el uso de la escritura) y el acceso a la riqueza (p. 16). Se observará que esta concepción de la política no es solamente sistemática sino también, en cierto modo, biográfica, narrativa. Esto es, cabría hacer así el relato: la política surge de la jerarquía basada en el parentesco que rodea de autoridad moral al gobernante el cual está en posesión del poder militar y se garantiza el acceso a los dioses y antepasados (valiéndose para ello de su dominio de los ritos, el arte y la escritura) y a la misma riqueza. Nada que no hubiera suscrito Aristóteles.

El resto del libro es una indagación más o menos pormenorizada de los elementos de esta concepción inicial. Por "China antigua" el autor comprende los dos milenios a.d.C. en que se formó la civilización histórica china bajo las llamadas Tres Dinastías: la Xia (2205 - 1766 a.d.C.), la Shang (1766 - 1122 a.d.C.) y la Zhou (1122 - 256 a.d.C.). Para la reconstrucción de la prehistoria china nos valemos de dos tipos de testimonios: los mitos y leyendas de un periodo anterior a 2200 a.d.C.: sabios y héroes mitológicos y aceptados como personajes históricos aunque luego se dice que en muchos casos se trata de figuras históricas religiosas evemerizadas. El segundo tipo de datos para el conocimiento de aquella prehistoria es el de los datos de la arqueología.

En el origen de la organización política china se encuentran las tres dinastías que fueron fundadas por tres clanes: el Si, el Zi y el Ji. Desecha la idea de que en los remotos orígenes la organización política china fuera un matriarcado porque no hay un sola prueba en su favor., en lo que parece estar en sitonía con otros estudiosos en otros lugares: la tesis matriarcal, de momento, pertenece al mismo reino fabuloso que las amazonas. Por eso siempre me ha parecido extraño y poco sostenible el empeño de Graves de construir una mitología griega sobre el supuesto de que ésta no es otra cosa que una racionalización de la destrucción del matriarcado primitivo. El núcleo político fue el antiguo poblado chino. Al tiempo, la China antigua no era más que centenares de miles de poblados habitados por miembros de clanes y linajes independientes que se reunieron en jerarquías políticas según relaciones de parentesco e interacciones de los habitantes (p. 44).

Estas jerarquías de parentesco, que no parecen ser otra cosa que las familias de siempre como origen del poder en la teoría política clásica, se organizaban en función de los méritos de cada cual, basados en el juicio de Dios o el mandato del cielo (p. 46). La legitimación de la monarquía era utilitaria. El Rey caía cuando hacía algo mal. El substituto lo era porque tenía algún mérito que le permitía acercarse al cielo con un cambio de fortuna en el ejercicio de una profesión. Etimológicamente la palabra wang (Rey) deriva de la pictografía de un hacha de verdugo (p. 49). El dominio se basaba en el conocimiento de los li (ritos) de forma que, para vencer un Estado a otro y a su sistema de gobierno tenía que destruir los templos ancestrales y saquear los tesoros simbólicos (p. 54).

El cielo es el lugar en el que reside la sabiduría de los asuntos humanos; de ahí que el chamanismo sea crucial para entender la antigua política china (p. 60). Los fundadores de las tres dinastías vivieron en el origen hechos mágicos, sobrenaturales porque al comienzo el Rey era el chamán, aunque no el único (p. 63). Este dúo de reyes y sacerdotes también parece ser típico de las organizaciones políticas antiguas. Las pruebas del chamanismo en la China antigua son artefactos: inscripciones en huesos de oráculo y representaciones artísticas de animales (p. 66)

Es el arte el que pavimenta el camino hacia la autoridad. Los dibujos de animales son rasgos muy conocidos del arte decorativo de los bronces Shang y Zhou occidentales primitivos (p. 73). Se representan animales reales y fantásticos. Estos son: 1) el taotie; 2) el feiyi; 3) el kui; 4) el long; y 5) el Qiu (pp. 74-76), todos ellos figuras compuestas, muy significativas porque eran las imágenes de los distintos animales que sirvieron a los chamanes y chamanesas en su tarea de comunicación entre el cielo y la tierra o entre los vivos y los muertos (p. 85). Serpientes y dragones son duales porque son agentes de Dios que unen su mundo con el de los hombres (p. 87). La serpiente es muy importante. En un idioma común en arte religioso viene a ser agua e hibernación. En parte debe de venir de aquí su sugerencia de que la mezcla de hombre y bestia es un motivo esencial que comparten las artes antiguas de China y Mesoamérica.

El camino a la constitución de la autoridad política se da con la escritura. Según la leyenda, la invención de la escritura por Cangjie (de cuya existencia histórica no hay prueba alguna) vino acompañada de grandes portentos: llovieron granos de mijo del cielo, hubo un temblor de tierra y los fantasmas se lamentaron toda la noche (p. 105). Los antigos historiógrafos estaban revestidos de una gran autoridad moral porque, pudiendo leer, conocían el pasado. (p. 114).

La propiedad es esencial, especialmente la propiedad de vasijas y utensilios de bronce sirvió para legitimar el poder del Rey (p. 127). Los bronces de la China antigua eran muy caros y muy difíciles de obtener (p. 130). El agotamiento de las minas de cobre y estaño es uno de los factores que provocaron el nomadismo de las capitales en los Xia y los Shang (p. 133).

Por último, el poder político se concentra en una élite dominante por los factores siguientes: 1) el estatus individual; 2) la red de políticas regionales interactivas; 3) el aparato militar; 4) los hechos misteriosos (mitológicos y reales); 5) la escritura; 6) el acceso exclusivo al cielo y otros factores como los rituales chamánicos; 7) la riqueza y su aura (p. 137). Se crea así el poder político por tres medios prácticos: a) la autoridad moral; b) la fuerza coactiva; c) la sabiduría exclusiva derivada del monopolio de acceso al mundo espiritual (religión y ceremonialismo). "La civilización", dice el autor, "es la manifestación de la riqueza concentrada" (154)

El cuadro trazado por Chang resiste en su opinión la comparación con el concepto de "sociedad oriental" que, habiendo nacido en el pensamiento del siglo XVIII, reaparece luego en Marx, en Max Weber y en Wittfogel y siempre con una explicación insatisfactoria. Ni siquiera lo es la idea de Weber del "Estado patrimonial", aunque se acerca y menos aun la del "despotismo hidráulico" de Wittfogel (p. 160). Salvado, pues, de la adscripción a este modelo "desviado" del llamado modo de producción asiático, Chang sostiene que su estudio del origen del poder político en la antigua china es extrapolable a otras regiones del planeta.

dijous, 14 de maig del 2009

ETA y Carrero Blanco.

El domingo pasado, en unas declaraciones en Granada, el novelista inglés Martin Amis afirmó que habría que agradecer a ETA que atentara contra Carrero Blanco. Desde ese día estoy esperando a ver qué reacciones suscita una afirmación tan provocativa, tan sin ambages, tan directa y patente. Pues bien: ninguna; al menos ninguna que yo haya visto. Silencio denso y profundo. Los gacetilleros, plumillas y columnistas que tachonan los medios con la densidad de las estrellas el cielo, de ordinario vocingleros y parlanchines, han dado la callada por respuesta. Creen, probablemente, que es lo más prudente.

Sin embargo, la observación de Amis plantea una cuestión que afecta al modo en que el saber convencional de historiadores y cronistas entiende la transición. Viene a decir que si ETA no hubiera asesinado al Almirante, a saber lo que hubiera sido la ejemplar transición democrática española. De entrada cualquiera que conozca el paño se malicia que a Carrero presidente del Gobierno, el muy demócrata Rey Juan Carlos no le hubiera tosido y mucho menos se hubiera atrevido a ponerlo en la calle como hizo con Arias Navarro, Carnicerito de Málaga. Es decir, ETA eliminó uno de los principales obstáculos al restablecimiento de la democracia en España. En consecuencia tiene razón Amis y a fuer de nobles hemos de agradecérselo.

Ante algo tan trascendental el silencio de los opinion makers resulta incomprensible. Podría entenderse, en efecto, como una reacción prudente ante lo que cabe considerar como una injerencia intolerable de un extranjero en los asuntos internos patrios. Pero algo así es muy improbable en un país acostumbrado a conocerse en buena parte por lo que los afuereños le cuentan de sí mismo.

Entonces, ¿qué? En realidad no se dice nada por canguelo o, si se quiere, por cautela que es lo mismo pero en fino. Los comentaristas y analistas de derecha, verdadera turbamulta, creen que el asesinato del Almirante fue un acto execrable, penalmente perseguible y condenable como se debe con todo el peso de la ley, tanto como los asesinatos posteriores de guardias civiles y policías durante la democracia, pero no quieren criticar directamente a Amis para que no se los confunda con nostálgicos del franquismo.

A su vez los de izquierda, también abundantes, para quienes, en efecto, ETA posibilitó en buena medida la democracia española al asesinar a Carrero, tampoco quieren reconocerlo en público por temor a que se los acuse de simpatías con ETA, una organización terrorista, una acusación que les cayó con frecuencia en el pasado, dado que esas simpatías eran reales en tiempo del franquismo. Por ello, prefieren mantener un incómodo silencio antes que verse en la obligación de explicar sus liaisons dangereuses o de que alguien les pida que condenen la violencia etarra de hace treinta y cinco años como ellos piden que se condene la actual.

Sin embargo el asunto es bien sencillo y fácil de entender. Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno español en los últimos tiempos de Franco, formaba parte de un régimen ilegal, ilegítimo, compuesto por rebeldes y delincuentes que oprimió a los españoles durante cerca de cuarenta años, hasta octubre de 1975. En realidad hasta más tarde, hasta diciembre de 1978, fecha de promulgación de la Constitución, pero la de 1975 es buena porque permite visualizar el fin de un régimen en el de su fundador. Asesinar a Carrero entra dentro de la acrisolada doctrina occidental del derecho de resistencia contra la tiranía, hoy recogido expresamente en la vigente Constitución alemana, cuya manifestación más expresa, práctica y directa es el tiranicidio, defendido, entre otros, por el jesuita español Juan de Mariana en el siglo XVI en De Rege et regis institutione.

El asesinato de Carrero Blanco fue un acto de tiranicidio del que personalmente -y supongo que conmigo muchos, muchísimos más- me felicito y por el que felicito a la ETA de entonces por lo que afirmo que el señor Amis tiene razón. Gustará más, gustará menos pero gracias a que ETA eliminó físicamente al incondicional de Franco y en quien éste confiaba para que el atado y bien atado funcionase, en buena medida fue posible la democracia en España. Astucias de la razón o ironías de la historia; pero así fue.

Esto no quiere decir que apoye o defienda en modo alguno a ETA en su actuación posterior, durante la democracia. Bien al contrario: la tengo por una execrable organización terrorista compuesta por asesinos bastante estúpidos cuya existencia carece de todo sentido y justificación a partir de la entrada en vigor de la Constitución de 1978.

dimarts, 5 de maig del 2009

Las máscaras de la democracia.

Quien quiera tener una idea del estado de la filosofía política contemporánea, brillantemente expuesto y actualizado, así como acceder a sus puntos neurálgicos de debate, deberá hacerse con este libro de Félix Ovejero, Incluso un pueblo de demonios: democracia, liberalismo, republicanismo, Madrid, Katz, 2008, 357 pags. Al mismo tiempo hará bien en transitar por él con precaución porque, aunque el título haría pensar en otra cosa, el contenido no está estructurado en una unidad discursiva con un desarrollo coherente sino que se compone de partes separadas, muy bien ensambladas (tanto que casi parece una obra unitaria) pero que no soslayan del todo los inconvenientes de este tipo de empeños que, al mismo tiempo, son los testigos de su verdadera naturaleza, en concreto, las reiteraciones o simples repeticiones que no son aquí muy abundantes pero sí muy llamativas. Asimismo, al tratarse de un ensamblamiento de textos autónomos escritos en distintos momentos del desarrollo intelectual del autor, hay alguna inconsistencia que puede inducir a error, por ejemplo, el distinto peso atribuido a la deliberación como arquitectura misma de la democracia que si, al principio del libro, aparece como una variante de la democracia liberal, con sólo un mínimo de virtud como necesidad (p. 56) se muestra al final firmemente anclada en la democracia republicana y como epítome mismo casi demiúrgico de la virtud (p. 334). A este cuidado debe añadir el lector algo de paciencia para enfrentarse a un texto complejo, a veces abstruso y no muy felizmente organizado sobre todo por lo que hace a la relación entre el cuerpo principal del relato y el discurso agazapado en las notas a pie de página que, muchas veces, se convierte en un segundo texto por necesidad fragmentario pero que asimismo fragmenta el relato principal hasta la exasperación porque no siempre esas notas están justificadas.

El título remite al famoso pasaje de Kant en su Proyecto de paz perpetua en que afirma que hasta un pueblo de demonios, siempre que sean inteligentes, será capaz de dotarse de un sistema de normas, un Estado, para garantizar su convivencia. Por cierto que este es aspecto nada desdeñable en la obra. Ovejero la adorna con un abanico de citas todas muy pertinentes y de amplio espectro, testimonio de la gran cultura y el buen gusto del autor.

La obra arranca levantando constancia de una situación poco satisfactoria en la teoría política contemporánea. Se asiste a un evidente deterioro de la cultura cívica cuya causa y síntoma más evidentes son el individualismo y la abstención y ante el cual lo único que se escucha son lamentaciones (p. 23). La calidad misma de los ciudadanos deja mucho que desear pues son ignorantes, inconsistentes (inconsistencia que el autor tipifica por referencia al teorema de Arrow y la paradoja de Condorcet), egoístas e irracionales ya que tienen evidentes sesgos y hacen inferencias frecuentemente erróneas (pp. 28/35). Resumiendo (y simplificando bastante) diríamos que el problema es que el liberalismo nunca ha confiado mucho en los ciudadanos, que hay una tensión entre democracia y liberalismo (p. 39).

A la citada tensión consagra Ovejero la primera parte de su admirable obra, esto es, al estudio de la "democracia liberal", construcción muy extendida y nada exenta de problemas. Supone el autor que el meollo del liberalismo (del político, se entiende; en ningún momento hace Ovejero la habitual distinción entre liberalismo político y económico, pues los considera juntos) es la protección de la libertad negativa que queda garantizada en la dicha democracia liberal a través de tres provisiones: 1) la profesionalización de la actividad política; 2) la neutralidad del Estado; 3) un catálogo de derechos que impone límites a lo que los ciudadanos pueden votar, o sea, a la democracia (p. 50). Esta última provisión, en cuyo enunciado se encierra la típica tensión entre liberalismo y democracia o, para expresarlo en términos más clarificadores, entre Estado de derecho y democracia tiene, obviamente, una importancia capital. Por ello es uno de los temas más reiterados a lo largo de la obra, pero sólo en su mero enunciado, sin que el autor haya profundizado en él, salvo alguna pasajera referencia a la obra de Dworkin. Para los constitucionalistas (obviamente), como para Kelsen, que fue quien introdujo en Europa la jurisdicción constitucional, ésta es la clave del arco del problema de la defensa de la democracia y, por ende, de la democracia misma. Para los demócratas, como muy acertadamente señala Ovejero, ese por así decirlo encroachment de la jurisdicción constitucional (no representativa) sobre el legislativo representativo está lejos de ser enteramente compatible con un sentido pleno de la democracia como soberanía popular. El problema es que tenemos ejemplos para los dos casos y ejemplos no teóricos sino bien prácticos: es difícil negar que los EEUU, patria de la jurisdicción constitucional, sea una democracia; pero no menos lo son aquellos países en que tal jurisdicción no existe (por ejemplo, Gran Bretaña y su descendencia, Australia, Canadá, Nueva Zelanda o los países nórdicos) o incluso en donde está expresamente prohibida, como en los Países Bajos. Lo que puede querer decir que quizá el problema, si es que hay uno, no esté ahí.

La democracia liberal, sigue diciendo Ovejero, no requiere virtud ciudadana para funcionar y en eso se parece al mercado (p. 51) Y aquí entramos en un mundo de consideraciones del autor algunas francamente brillantes por moverse en un terreno económico que domina especialmente; pero no todas son convincentes por igual. Empieza por advertir que nos encontramos con dos tipos de democracia liberal: la democracia liberal de mercado y la de deliberación. La primera funciona sin virtud y la segunda sólo requiere un mínimo de ésta (p. 56). La democracia liberal de mercado se entiende a través de la venerable teoría económica de la democracia que parte de cuatro principios que se toman como guías heurísticas: 1) el individualismo metodológico; 2) la racionalidad individual; c) la presunción del equilibrio; y 4) el egoísmo humano (p. 60). Para complementar: de acuerdo con el teorema de la imposibilidad de la función única del bienestar social de Arrow no hay ningún sistema de decisión que pueda satisfacer a la vez los cinco razonables requisitos siguientes: a) racionalidad (consistencia y transitividad); b) ausencia de dictadura; c) soberanía individual o ciudadana; d) unanimidad; e) independencia de las alternativas irrelevantes (pp. 63/64). Las implicaciones de esto para la teoría de la democracia son: 1ª) la inestabilidad; 2ª) la injusticia; 3ª) la arbitrariedad de los resultados; 4ª) la manipulación de la voluntad general (pp. 65/66). Añade el autor la consideración del mercado político a través de la teoría espacial (p. 69) y las distintas reglas de elección, incluido el logrolling (p. 73). Algunos teóricos sostienen que esta teoría (económica) es falsa y no explica nada y otros que es verdadera pero insatisfactoria y conviene sustituirla por algún tipo de democracia deliberativa (p. 76), entre ellos, presumo, el propio Ovejero.

La fundamentación de esta última por medio del liberalismo no es aceptable ya que el liberalismo no es una teoría normativa y no puede fundamentar nada. Es el propio autor quien realiza una brillante tarea de distintas fundamentaciones según tres criterios: a) grado de autogobierno; b) de participación; y c) mecanismo de toma de decisiones. Emerge así con ocho posibilidades (p. 83), según se ve en el cuadro de la derecha, de las cuales escoge dos específicas, las ya consabidas democracia liberal de mercado y democracia liberal deliberativa (la que él quiere construir) según se ve a su vez en el cuadro de la izquierda en el que se evidencian sus respectivos caracteres.

Luego, la tesis de la bondad de la democracia liberal deliberativa se apoya en varias premisas: a) epistémica (la consecución de las decisiones más justas); b) pragmática (compromiso con los intereses públicos); c) aristocrático-antropológica (división entre ciudadanos virtuosos y los otros); d) identificación de la virtud (p. 95).

Hay un interesante apartado a continuación dedicado a las relaciones entre democracia liberal y mercado que es donde encuentro mis discrepancias con el autor que probablemente sean más de forma que de fondo y desde luego debidas a mi falta de comprensión cabal de la materia. Estas relaciones son curiosamente asimétricas. Es decir, que lejos de postular el famoso: "No hay socialismo sin democracia ni democracia sin socialismo", de Oskar Negt, Ovejero sostiene que así como el mercado necesita de la democracia, a la democracia no le conviene el mercado. Concretamente: el mercado precisa de la democracia pero tiende a socavarla y más aun en aquellas democracias que requieren mayor compromiso cívico (p. 111). Pero esto es dudoso y no se deduce de la definición ni de la realidad de ambos (democracia y mercado). La afirmación de que el mercado es incapaz de generar las normas que precisa para su supervivencia, aparte de identificar a estas normas con la democracia -que está lejos de ser el caso y también podrían identicarse con el Estado de derecho o aquella parte de la democracia menos "democrática") contradice la experiencia histórica antigua, media y moderna desde Babilonia hasta el Chile de Pinochet y la China contemporánea que prueban que el mercado es compatible con todas las formas posibles de organización política excepto, obviamente, con aquella que esté basada en una abolición expresa del mercado, que, por cierto, bien puede ser el resultado de una deliberación democrática. El razonamiento de que nadie en el mercado está interesado en la producción de bienes públicos (y la ley es el primero de ellos) ya que no hay modo de cobrar a los individuos que los consumen suena a escolástico y contradice la experiencia histórica y una de las más palpables realidades contemporáneas a través de internet. El ejemplo que pone (p. 113), que es un caso de juego bipersonal de suma no cero, variante del dilema del prisionero, en el que hay dos empresas A y B, ambas interesadas en la financión de un faro pero cada una de ellas obviamente más interesada en que sea la otra la que lo financie y cuya matriz de pagos aparece en el cuadro de la derecha solamente es válido para sostener su punto de vista en el caso de que, como en el dilema del prisionero, sólo se juegue una vez e incomunicado; si existe comunicación, como es de suponer al tratarse de una decisión que afecta a ambas empresas en un contexto de publicidad, lo más normal es que el mismo mercado genere la norma de la cooperación y maximice los beneficios de ambas empresas. Supongo, aunque puedo estar equivocado. Añade Ovejero que a la democracia no le conviene el mercado (p. 116) hasta el punto de que funcionamiento se ve erosionado por ese mercado dado que la democracia no funciona sino hay una trama de normas que el mercado no produce (p. 117) . No me parece convincente por un motivo que es doble: porque todos los órdenes políticos en cuyo seno ha vivido el mercado a lo largo de la historia han producido las normas precisas para el funcionamiento de ambos entes, orden y mercado, incluido el orden político democrático que no sería verdaderamente tal (de acuerdo con la propia teoría del autor) si no fuera autónomo y sólo fuera heterónomo. Podría admitirse (y no necesariamente) que el mercado erosione las tales normas (por ejemplo, todo mercado tratará siempre de soslayar la legislación antimopolio) pero no que éstas no puedan ser producidas por el orden político. El resto de las consideraciones sobre esta supuestamente difícil relación entre el mercado y la democracia como que las desigualdades generadas en el mercado dificultan el reconocimiento de la voluntad general (p. 118) o que el mercado hace improbable la igualdad política a través de la siempre posible compra-venta de voluntades (p. 121) me parecen variantes de la famosa correlación entre democracia y desarrollo económico (más que propiamente mercado) que ya planteara en su día Seymour M. Lipset y a la que ha contestado no solamente el comportamiento teórico de la democracia sino el práctico a través de ejemplos que no cabe soslayar como los casos de Irlanda o la India. Entiendo el punto de vista del autor cuando afirma que "una sociedad donde la distribución (se entiende, la económica) no se percibe como, en algún sentido, justa, no favorece el compromiso entre los ciudadanos", lo entiendo y me parece plausible; pero ya no me lo parece tanto que el autor concluya diciendo que "...sin éste (sin el mencionado compromiso) los derechos son papel mojado" (p. 122). Es más, me parece un non sequitur puesto que esos derechos pueden servir como cauce e instrumento para articular una protesta (voz) de los ciudadanos descontentos que, unas veces más otras menos, pueden acabar resolviendo problemas como se prueba considerando, por ejemplo, la lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos en los años sesenta del siglo pasado.

La segunda parte del libro versa sobre el republicanismo, una construcción teórica o tradición política, como él la llama, por la que el autor siente mayor simpatía que por el liberalismo. El enfrentamiento entre liberalismo y republicanismo puede sintetizarse en una feliz fórmula triádica al contraponerse delegación a participación, derechos a mayorías y negociación a deliberación (p. 130). No hace falta decir que los primeros términos de los binomios son los correspondientes al liberalismo. Frente a la hipóstasis liberal de la libertad negativa el republicanismo postula la igualdad de poder, el autogobierno y la libertad como no dominación (p. 131) y se recurre de nuevo a acentuar la discrepancia entre mayorías y derechos amparados en los tribunales constitucionales que ya se trató más arriba. En varias partes de la obra Ovejero tiene la honradez de reconocer que, a veces, los puntos de vista de liberales y republcanos se entreveran (muy claramente en el caso de Rawls, al que dedica un par de capítulos), cosa que ya empieza por suceder incluso con los criterios distintivos reseñados, singularmente el de autogobierno.

La parte más señera del republicanismo es la deliberación. No puede haber en el mundo, dice el autor, ley justa ni por ende libertad, sin deliberación (p. 157). He aquí un ejemplo claro del paso del tiempo en las convicciones morales (a ejemplo de las variaciones en las científicas) desde que ya en épocas pasadas se haya venido especulando sobre la ley justa e injusta sin tomar en cuenta deliberación alguna. Trae a cuento Ovejero una interesante contraposición entre negociación (liberal) y deliberación (republicana) que abre el camino a una definición de esta última como "un procedimiento de toma de decisiones basado en una discusión pública en la que priman criterios de racionalidad e imparcialidad" (p. 163). Cuando la vena de realismo político que llevamos muchos de los que nos dedicamos a esto está a punto de sublevarse, reconoce el autor que está enunciando un tipo ideal (p. 166). Ancha es Castilla. Los valores que aduce en defensa de su tipo ideal son la autonomía, el potencial humano, la legitimidad y el consenso (pp. 167/169). Parece razonable. A la deliberación ayuda mucho la participación (un término este con una connotación orondamente positiva que habría que cuestionar con intensidad y rigor a mi modesto entender pero no necesariamente ahora) consiguiendo algunas ventajas como la corrección de los sesgos cognitivos, la disminución de la asimetría informativa y el incremento de la "producción" de virtud (pp. 177/178). Opina que la deliberación requiere la honestidad de las opiniones, cosa que se consigue (p. 179). Nada que objetar, ya que estamos en un territorio de tipos ideales.

La tercera parte de la obra es un agudo diálogo con John Rawls (en la Teoría y el Liberalismo político) que, por extraño que parezca aporta puntos de vista frescos y nuevos al tratar con el autor al que más ha manoseado la filosofía política contemporánea. Interroga al gran filósofo sobre las motivaciones de los ciudadanos desde el punto de vista liberal (motivaciones que, según Rawls, pueden ser abstractas, egoístas y comprometidas normativamente, funcionales para reproducir las condiciones de producción (p. 216) y detecta una contradicción en el autor de Teoría de la justicia entre su liberalismo y su admisión de cierto republicanismo al aceptar que sólo podemos disfrutar de la máxima libertad individual si no la anteponemos a la búsqueda del bien común (p. 223). Tras repasar la confrontación entre republicanismo y liberalismo en el tratamiento del bien público por excelencia, la libertad , sin olvidarnos de los free riders (p. 224) establece cuatro modelos de relación entre la participación y la democracia que vienen de la clasificacón de la primera parte: 1) el liberal puro; 2) el republicanismo comunitario; 3) el republicanismo autorrealizador; y 4) el republicanismo virtuoso (pp. 230/232).

La cuarta parte, dedicada a las fundamentaciones de las democracias, tiene un carácter todavía más abstracto y filosófico, como el mismo autor avisa y, de hecho, aunque el único capitulo de que consta se titula Tres miradas sobre tres democracias, no se trata de tres democracias en el sentido de realidades materiales sino de tres concepciones de la democracia. Contrapone así tres enfoques de fundamentación, que son el instrumental, el histórico y el epistémico (p. 282) que es el que él favorece. La fundamentación instrumental le parece insuficiente porque: a) relaciona tautológicamente la democracia con el valor que sirve para fundamentarla; b) debilita la fuerza de la democracia al considerar la posibilidad de su superación; c) desprovee a las decisiones políticas de calidad normativa y recala en un "relativismo incondicional que deja sin razones a las decisiones" (p. 299). Como buen partidario de la concepción instrumental de la democracia, estas objeciones no me parecen satisfactorias. Un instrumentalista honrado huiría horrorizado de toda acusación de tautología (sospechando, además que esa se encuentra en otra parte) al recordar que lo que el instrumento democracia persigue no es que se tomen unas u otras decisiones sino que se tomen decisiones a secas ya que, ciertamente, despoja a las decisiones políticas de toda "calidad normativa" e incurre gustosamente en ese "relativismo incondicional" contra el que últimamente cargan todas las fuerzas del cielo y de la tierra. La crítica que aquí enuncia Ovejero recuerda mucho a la de los comunitaristas que, entiendo, tiene rancia prosapia pero no me resulta convincente en un mundo ancho y ajeno al que no renuncio a comprender y querer en toda su abigarrada y contradictoria complejidad, aunque sea al precio de quedarme sin cuadrilla. La segunda objeción no reza en modo alguno para quienes hemos hecho del instrumento democracia puro un fin en sí mismo que nos permite relativizar alegremente todo lo demás. Somos los relativizadores quienes sospechamos de los no relativizadores (por no llamarlos esencialistas) la proclividad a encontrar algo en cuya ara pueda sacrificarse la democracia como Agamenón hizo con Ifigenia.

Ciertamente, la fundamentación de carácter histórico no es aceptable sin más y Ovejero muy atinadamente entiende que si la democracia es modo de vida, la tarea intelectualmente correcta es descriptiva (p. 304) y que los límites fundamentales de la fundamentación histórica son: 1) la historia explica, pero no justifica; 2) no hay vinculación fuerte entre democracia y moralidad; 3) la confianza en los valores no arranca de una consideración rezonada que juzga imposible, sino del cobijo afectivo y referencial que proporcionan (p. 309).

Por último, la brillante explicitación del punto de vista del autor en defensa de la superioridad de la fundamentación epistémica sobre las otras dos. La argumentación epistémica, razona, parte de la idea de que sin democracia no podríamos concebir la idea de elegir sobre la vida colectiva (p. 319). Estoy de acuerdo con esto, pero no veo cómo puede el autor evitar en esta perspectiva el defecto que señaló al comiezo de su capítulo al afirmar que para fundamentar la democracia necesitamos saber qué sea una democracia y, por lo tanto, una teoría de la democracia (p. 295) pero ¿cómo se puede tener una teoría de la democracia sin su correspondiente fundamentación? Para aclarar esta cuestión, el autor indaga por detrás (y, es de suponer, "antes") de las razones epistémicas y ahí encuentra un "núcleo compartido que equipara -las condiciones de- la democracia a la buena formación de los juicios morales" (p. 320). Es decir, no hay un "antes" ni un "después" pues son coincidentes, simultáneas, en el fondo la misma cosa: democracia y formacion de juicios morales; esto es, la deliberación, que era lo que se quería demostrar. "Sencillamente, no hay un modo independiente de determinar la voluntad general que la voluntad de todos formada desde las buenas razones" (p. 323). Si alguien empieza sentirse incómodo en este territorio rousseauniano y algo inefable que se haga cargo de que la fundamentación epistémica "hace de la democracia la gramática colectiva del ejercicio de la racionalidad práctica" (p. 324). Entiendo aquí el término gramática no metafóricamente sino en el sentido de la gramática generativa, lo que no está mal si se tiene en cuenta que seguimos sin saber qué sea la democracia como se deriva del hecho de que el autor considera inadmisibles formas de fundamentación de ésta que otros autores tienen por plausibles.

En resumen, un gran libro, minuciosa y rigurosamente argumentado de esa materia viva y palpitante que es la teoría política que otros daban por muerta hace ya años. El mejor de la materia que yo haya leído en los últimos tiempos.

divendres, 17 d’abril del 2009

El imperio contra la democracia.

Sheldon Wolin es uno de los politólogos de izquierda más importantes y prestigiosos de los Estados Unidos y esta obra (Democracia S.A. La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido, Madrid, Katz, 2008, 404 págs), un libro de madurez en el que el autor vierte lo mejor y lo último de su buen hacer con su peculiar visión que conjuga una perspectiva filosófica con una atención minuciosa a los hechos concretos no desde una perspectiva empírica sino con una consistencia teórica muy de agradecer. En síntesis lo que el celebrado autor nos presenta en este libro, publicado en los Estados Unidos el año pasado es un juicio completo sobre la política interior y exterior de los EEUU en la era del Presidente Bush (al que él llama irónicamente George II) y, por encima de ella, una valoración general del pensamiento conservador y neoconservador en los últimos cincuenta años en los EEUU y allende los EEUU. Es interesante leerlo porque en él se encuentran las claves de gran parte de las necedades que va por ahí soltando engoladamente el señor Aznar pero, claro está, mucho mejor fundamentadas y justificadas, lo que las hace tanto más peligrosas. Ese imperio del conservadurismo es en buena medida el responsable de que el pensamiento de izquierda lleve la mayor parte de este tiempo también batiéndose en retirada. No es el menor de los méritos del libro que el autor exponga la panoplia neoconservadora contra el trasfondo de la historia de la teoría política, deteniéndose en especial en cuatro momentos en diversas ocasiones: la Grecia clásica (la práctica política en Atenas y el pensamiento político de Platón), Maquiavelo y la razón de Estado, el debate político de la revolución inglesa del siglo XVII y el debate constitucional de los propios Estados Unidos, en especial lo referente a El federalista. Por supuesto, los primeros ocho años del siglo XXI, que son el objeto específico del libro, la presidencia del señor Bush aparecen proyectados sobre el fondo de su gran conocimiento de la historía política del siglo XX en los EEUU, lo que le da a mi entender una particular utilidad. Democracia S.A. está escrito y publicado antes de la llegada del señor Obama a la Presidencia Es pues una especie de resumen teórico del neoconservadurismo y, vistas las cosas, un epitafio.

La idea del autor, que ya se expresa en el título, es que la presidencia del señor Bush ha convertido a los EEUU a una especie de Estado totalitario y en ella culmina también un proceso de degeneración de la democracia que ya comenzó en tiempo de los padres fundadores y da lugar ahora a lo que llama la "democracia dirigida". Aunque Wolin perfila estos conceptos en varias ocasiones a lo largo del libro, ya al comienzo de éste adelanta que considera el totalitarismo invertido como la madurez política del poder corporativo (en lo esencial, las empresas) y la desmovilización política de la ciudadanía (p. 12) De hecho, la democracia nunca estuvo consolidada en el país pero es a partir de la segunda guerra mundial cuando comienza el maridaje entre las corporaciones y el Estado que es la base misma de esa corrupción de la democracia que llama la "democracia dirigida" (p. 18). Toda la extensa obra posterior está destinada a justificar teórica y prácticamente estos juicios aparentemente radicales (en varias ocasiones reconoce que comparar a los EEUU con el totalitarismo puede resultar chocante) pero que no suenan tanto así en el continente europeo, en donde hace tiempo que viene hablándose del friendly Fascism para definir políticamente al país del que trata el libro.

Este proceso de perversión de la política estadounidense se acelera tras el 11 de septiembre de 2001, que da al presidente Bush la excusa para poner en marcha las doctrinas neocon de la guerra preventiva en medio de la inacción de la población del país, embrutecida por la propaganda presidencial con consignas como "el eje del mal", el combate "de la civilización contra la barbarie", etc (pp. 32/33). Cuando Weber habló del desencantamiento del mundo no pensó en la credulidad de la gente que, mediante la propaganda y la publicidad modernas puede acabar convencida de que Sadam Husein tenía armas de destrucción masiva o de que Dios ha elegido a su país para establecer la justicia sobre la tierra (p. 39). En clave hispánica, parece que se esté hablando del señor Aznar: su mentira de las armas de destrucción masiva y su melopea sobre las raices cristianas de Europa.

Sostiene el autor y, con él muchos otros críticos que ciertos actos del gobierno de los EEUU como la negación de las garantías procesales, el espionaje, la tortura, los excesos del poder ejecutivo, son prácticas totalitarias. Siguiendo la famosa obra de Edward Corwin Total War and the Constitution referida al impacto de la segunda guerra sobre el ordenamiento constitucional estadounidense, analiza Wolin los dos imaginarios de aquel: a) el imaginario del poder y b) el imaginario de la Constitución que, lógicamente, son excluyentes. Hace luego un repaso canónico de la historia de los EEUU desde el New Deal. Éste aumentó mucho los poderes de la presidencia pero no chocó con la Constitución. Esto empezó a cambiar con el fin de la guerra, con Truman, la guerra fría, la manía de la "seguridad nacional" y el macartismo. El totalitarismo invertido no tiene fecha de nacimiento ni referencia única como Mein Kampf sino que es un conjunto de prácticas de la presidencia que van abriéndose paso poco a poco (p. 75).

Comparar a Bush con Hitler puede parecer exagerado pero no lo es. Asistimos hoy a un ascenso de un estatismo especial que es hostil al gasto social pero quiere intervenir en todas las relaciones sociales, en las personales, en las sexuales, en los matrimonios o en las decisiones particulares sobre la vida o la muerte (p. 82) que es claro síntoma de totalitarismo. El totalitarismo invertido dice ser lo contrario de lo que es mientras que la democracia dirigida se centra en contener la democracia electoral y es hostil a toda democracia social que vaya más allá de la alfabetización, la capacitación laboral y lo imprescindible económico (p. 85). La doctrina del Lebensraum nazi es muy parecida a la de la guerra preventiva de Bush. Los EEUU tienen la tasa de encarcelamiento más alta del mundo en un sistema penitenciario embrutecedor en buena medida privatizado y poblado básicamente por afroamericanos (p. 97). Los grupos de interés son todopoderosos, al extremo de que cabe hablar de un gobierno "clientelista" (p. 99). Los EEUU constituyen lo que el autor llama un "Superpoder" que implica la conjunción de una tecnologia del poder totalizadora y una ideología concomitante que estimule las aspiraciones al dominio mundial (p. 103).

El presidente Bush montó una invasión no provocada de un país, exigió el apoyo de sus aliados y proclamó el derecho de los EEUU a no respetar los tratados internacionales (p. 118). Y la única protesta en contra de esta guerra no vino de los otros poderes del estado ni de los partidos sino que vino, y débil, de la calle. Tomando pie en Hobbes y Tocqueville concluye Wolin que este poder total, excesivo, es imposible sin el apoyo de una ciudadanía cómplice que firme el pacto y lo consienta (p. 126). La justificación de estos excesos se dio en función del famoso documento National Security Strategy que los neocons dieron a conocer apenas llegados al poder y que colgaron de inmediato en internet: un relato mítico y maniqueo de lucha del bien contra el mal, de la "lucha contra el terrorismo" que ha de justificarlo todo. Concluye Wolin, sin embargo, que el Superpoder acabó fracasando en el Irak puesto que ahora hay más terrorismo que antes y se ha revelado como lo que es, como un poder ilegítimo cuya ilegitimidad se fraguó en el episodio bochornoso del recuento de votos en Florida en las presidenciales de 2000, que se resolvió con una especie de golpe judicial que adjudicó la presidencia al señor Bush quien, en realidad, había perdido las elecciones (p. 142). Ese es el punto crucial del totalitarismo invertido, esto es, lo que en teoría política conocemos con "ilegitimidad de origen" a la que se añade luego la de ejercicio. La verdad es que no puedo estar más de acuerdo en el diagnóstico sobre la era Bush: ocho años de gobierno ilegítimo que no ha hecho más que atrocidades. Lo interesante del libro de Wolin es que fundamenta a satisfacción este duro juicio.

El Superpoder es un poder no basado en el mandato constitucional y que excede la habilidad política y la sensibilidad moral de los gobernantes (p. 148). Su condición es el debilitamiento y la irrelevancia de la democracia. Nadie, ni los poderes del Estado, ni los partidos, ni la gente en la calle se opuso al golpe de Estado de Florida y así se inició el gobierno neocon en los EEUU. De inmediato comenzaron las grandes rebajas de impuestos a los ricos que, entre otras cosas, quieren empobrecer al Estado para que no haya dinero para los programas sociales. En paralelo se agita el fantasma de la quiebra de la seguridad social con el fin de privatizarla y llevarla a la bolsa (p. 161). Se observará que el discurso neocon es igual en todas partes, en los EEUU o en España, ya que esas son asimismo las pretensiones del gobernador del Banco de España. La "guerra al terrorismo" es la justificación del estado de excepción permanente del totalitarismo invertido (p. 165).

En los EEUU, como se sabe, hay una mayoría de personas religiosas y son muy importantes los fundamentalistas evangélicos. La línea común a este pensamiento ultrarreaccionario, en el que destaca el patrono neocon Leo Strauss es el arcaísmo, esto es, la pretensión de atenerse al sentido literal de la Constitución de 1789, entendida como una contrapartida de la Biblia. En síntesis el arcaísmo como idelogía neocon aúna la lucha contra el tamaño del Estado (de la época de Reagan) con un destronamiento de la ciencia (que permite predicar supersticiones como el creacionismo) y se opone a las prácticas mayoritarias de la democracia (p. 187).

El Superpoder no es otra cosa que la conjunción entre el Imperio y el reinado de la Corporación (las empresas). La privatización es parte esencial de la democracia dirigida (p. 196). Las elecciones son un arraigado sistema de sobornos y corrupción que no precisa de la violencia física. Y la época es la del predominio gerencial. Sostiene Wolin y lo considero profético que no es infrecuente que los gerentes se enriquezcan llevando a la ruina a sus empresas (p. 208). Conviene no obstante recordar que esta democracia dirigida echa sus raices en la intensa desconfianza que los artífices de la Constitución sentían hacia la democracia.

Esa práctica del Partido Republicano que muchos autores han señalado de acumular déficit astronómicos tiene como finalidad, según Wolin, que futuros gobiernos socialdemócratas no puedan realizar programas sociales (p. 224). A su vez, este predominio neocon descansa sobre una deliberada estrategia en materia de lucha por la ideas: las privatizaciones tratan de privilegiar a las instituciones educativas privadas para fabricar élites que además pueblen unos Think tanks que sirvan para legitimar la política neocon (p. 234). Somete aquí el autor a crítica muy dura a Leo Strauss, del que resalta sus concomitancias nazis y a Samuel P. Huntington, frecuente figurante en Palinuro. Lo que Wolin le reprocha es la obsesión del autor de La tercera ola por la identidad nacional de los EEUU que implica, entre otras cosas una actitud agresiva hacia todo multiculturalismo y lo que considera el peligro de la inmigración. Todo ello temas preferidos de los neocons.

Este predominio neocon tiene unas manifestaciones evidentes en política interior de los EEUU. El Partido Republicano no es meramente conservador, como asegura, sino oligárquico y su interés es conservar las desigualdades y los privilegios (p. 267) Y la búsqueda del dominio republicano permanente está basada en unas medidas de manual: gastos militares, subsidios a corporaciones globalizadoras, déficit crecientes, desmantelamiento de los programas sociales y de protección del medio ambiente, eliminación de las garantías procesales, corrupción, lobbismo (p. 275) El recetario de la derecha allí donde gobierna. Se espera que el "ciudadano patriótico" apoye a los militares, que los inmigrantes (que son los nuevos metecos) no se hagan mucho de notar y que el Partido Demócrata se resigne a ser una "falsa oposición" que trata de cortejar a los "indecisos" mientras se resigna a la desaparición de la vieja política social al estilo del siglo XX, como el New Deal, el Fair Deal y la Great Society (p. 287). A la vista de este diagnóstico será interesante estudiar lo que haga el señor Obama.

Con el cuento de la "guerra al terrorismo" se coordinan todas las agencias oficiales relevantes, es decir una especie de Gleichschaltung (p. 302) y se produce un control del espacio público mientras los intelectuales conservadores atacan el espíritu de los años sesenta entre vacilaciones de los liberales y en el que aquellos ven el origen de todos los males de hoy en especial debido al "relativismo" y la "falta de disciplina" (p. 314), un discurso que repiten como loros el Papa, el señor sarkozy y el señor Aznar entre otros. Sobre todo eso del relativismo lo llevan muy mal los partidarios del absolutismo mental. Según Wolin el éxito de la política neocon se basa en la conjunción de elementos progresistas como la ciencia, la tecnología y el capital de riesgo y retrógrados, como el fundamentalismo, el creacionismo, el originalismo, etc (p. 315) No estoy muy seguro de que el concepto de ciencia que aquí se maneja sea de universal aceptación, pero este reparo afecta poco a la salud del argumento. Remacha el autor su idea de que los EEUU no nacieron como una democracia sino como una sociedad en lucha en contra de la democracia (p. 319), cosa que se hizo a lo largo de la famosa teoría de Frederick Jackson Turner acerca de la "frontera". Los EEUU son una sociedad de "Frontera" y encuentro brillante en el libro de Wolin que éste sostenga que la frontera actual es internet (p. 325). Todo lo cual desemboca en estos poderes especiales que el Presidente se arroga en el marco del totalitarismo invertido (p. 330).

Es característico de los neocons promover el miedo general en nuestras sociedades; miedo al terrorismo, a perder el puesto de trabajo, a perder la jubilación (p. 334). Es aquí en donde encaja una observación de gran interés que hace el autor en una nota a pie de la página 85, cuando recuerda que los neocons, especialmente el señor David Horowitz, piden que se acabe por ley con la seguridad en el empleo (tenure) de los profesores universitarios. Efectivamente, los neocons saben bien que el miedo y la incertidumbre doblegan los carateres y si nadie tuviera seguridad en el empleo en la sociedad habría mucho menos crítica y la gente sería mucho más sumisa. El Imperio quiere ciudadanos patrióticos y sumisos (p. 335).

Al día de hoy está en juego una elección entre el Superpoder y la democracia. La democracia requiere la verdad (porque es comunicativa) mientras que el Superpoder está basado en la mentira que el autor define como "la tergiversación deliberada de la realidad y su reemplazo por una "realidad" construida" (p. 364). Supongo que todo el mundo se acuerda aquí de la mentira del Gobierno del señor Aznar a raíz del 11-M. Hay a continuación unas brillantes reflexiones sobre el mito de la caverna de Platón y el debate de los levellers en la Inglaterra del siglo XVII a raíz de los "cercamientos de tierras" para concluir que los fundamentos mismos del sistema que ha venido criticando son: "El rol político del poder corporativo, la corrupción de los procesos políticos y representativos por parte de la industria del lobby, la expansión del poder ejecutivo a expensas de los controles constitucionales y la degradación del diálogo político que promueven los medios." (p. 397). Entiendo que esta descripción encaja perfectamente en la España de la derecha.

Wollin no es un hombre optimista de forma que el antídoto que propone a esta situación es modesto, no parece muy ambicioso y no creo que sea practicable salvo en las pequeñas comunidades de la Nueva Inglaterra. Sostiene el autor que el "pueblo" debe operar un cambio en su esencia, que se desprenda de su pasividad política y se convierta en un "demos", pero no en un demos nacional, que no es posible, sino en una ciudadanía democrática y un demos de raíz local, el único lugar en que es practicable la democracia, en el orden provinciano en el que hay espíritu cívico (pp. 400/401). La acción política de resistencia a Superpoder es la pequeña escala, auxiliada con una contraelite de funcionarios públicos cívicos como los que ya están dándose con las ONGs (p. 403).

El libro de Wolin es una requisitoria contundente (y convincente) en contra de la deriva totalitaria de los Estados Unidos y su ausencia de democracia, una crítica hecha desde dentro y mucho más radical que las que se pueden leer desde fuera. Tengo la impresión de que el autor minusvalora la potencialidad regeneradora de la democracia que hay en la sociedad estadounidense y de que la elección del señor Obama ha sido una muestra. Pero eso es algo que el tiempo dirimirá.