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dilluns, 2 de setembre del 2013

Claro de tierra.

Muchas gracias al lector que me ha resuelto el problema de cómo desplazar el título a la derecha para que deje ver el cuadro de David. Se apreciará que el maestro ha sido excelente y el discípulo, aplicado.


Para grandes y chic@s, niñ@s y adult@s, hij@s, padres, madres  y abuel@s. Si tienen un momento, pasen a ver la exposición que CaixaForum Madrid hace de la obra del genio Georges Méliès con los inmensos fondos de la cinemateca francesa. Es completísima y, además de gozar de la obra del mago de Montreuil, asistirán a los comienzos del cine, el arte más completa y representativa del siglo XX. Y XXI. La peli de 2011 en 3D de Martin Scorsese, Hugo es un extraordinario homenaje a Méliès. El arte que, de haberla conocido, Wagner consideraría, seguramente, más integral que la ópera.
 
La exposición consta de una gran cantidad de máquinas que se fabricaron, a veces en condiciones pintorescas, a lo largo del siglo XIX, testimonio de la incesante búsqueda por conseguir el sueño de la humanidad, esto es, recrear, reproducir, la vida, la naturaleza en movimiento. No en quietud, pues eso ya lo hacían la pintura y la escultura; y no en abstracto (cosa de la música), ni en relato escrito u oral, dominio de la literatura y, lo más cercano, el teatro. Se trataba de reproducir la realidad (la real o la imaginaria) de forma que pareciera viva. Un empeño que ya apuntaba en las cámaras oscuras del siglo XVII y luego se acelera con las sombras chinescas y la linterna mágica en el XVIII y XIX. Decenas de complicados aparatos, todos muy bien conservados y algunos que se pueden manejar directamente que muestran la carrera de los inventores de la época por conseguir su objetivo. Sus nombres largos y complicados abundan, compiten, confunden, hasta que, por fin,  aparece el kinematograph de Edison, consolidado en el cinematógrafo, de los hermanos Lumière. Así que, si nunca han visto la mítica Salida de la fábrica Lumière en Lyon (1895) o Llegada del tren a la estación de La ciotat (1895) (esa en que algunos espectadores salían corriendo porque creían que el tren iba a arrollarlos), y otras también curiosas, como el regador regado, esta es la ocasión.

Méliès no era un inventor, ni un comerciante o negociante. Su padre, rico fabricante de zapatos, lo hubiera querido así y así educó a los dos hermanos mayores de Georges; pero este se torció. Fascinado por el espectáculo y, en concreto, por la magia y la prestidigitación, a ello se dedicó. Compró el teatro del gran Robert Houdin en el centro de París cuando aquel se retiró y prosiguió la tradición de los trucos en escena: cabezas parlantes, mujeres que desaparecen, esqueletos que se mueven, muertos que se levantan de las tumbas, puro romanticismo que mezclaba el mundo de las hadas, el mundo fèerique, con la tradición gótica, desde El castillo de Otranto a El monje, de Matthew Lewis. Pero todo en el escenario, en el teatro.

Por eso, cuando Méliès vio por primera vez el cinematógrafo de Lumière, quiso comprarlo de inmediato porque comprendió el partido que podía sacar de aquella máquina prodigiosa. Lumière no se la vendió y, además, pretendió desanimarlo profetizando que el cinematógrafo, no tenía ningún futuro y quedaría olvidado en unos años. En lugar de escuchar tamaños dislates, Méliès se fue a Londres y se hizo con una cámara de la competencia. Es una metáfora de cómo, en verdad, Méliès es el padre del cine. No lo quería con fines científicos (como Marey) ni con fines documentales (como Lumière) ni de negocios (como Edison). Él lo quería para hacer magia, para suspender el ánimo, cautivar audiencias, contarles historias fantásticas. O sea, el cine. Por si queda alguna duda, David A. Griffith confesó en cierta ocasión que él lo debía todo a Méliès. Era honrado porque es verdad. Lo único que Griffith añade al legado de Méliès (aparte de mejor técnica) es el travelling y aun este, estuvo a punto de hacerlo el francés, pero no le dio tiempo. Él venía del teatro y la cámara estaba fija a la altura de la mirada del espectador.

Méliès alcanzó la fama, fundó un emporio, hizo más de 500 películas (duración en minutos, desde luego, 10', 15', a veces 20' o algo más las "superproducciones"), se conservan un par de cientos y algunas son objeto de culto, como El viaje a la luna (íntegra en la exposición). Y él lo hacía todo: era director, guionista, intérprete, dibujante, tramoyista, todo. El hombre orquesta. Y todo lo hacía meticulosamente bien. Estaba entregado a su público de niños y grandes y el público le estaba entregado y se dejó contar todas las historias que  se le pasaron por la cabeza: Juana de Arco, las mil y una noches, Robinson Crusoe, Gulliver, Rin Van Winkle, todo lo quiso y él mismo llegaba a colorear a mano los fotogramas uno a uno. El visitante en la exposición se empapa de lo que fue una vida dedicada al arte de contar historias fantástiscas y, al menos Palinuro, ya muy partidario de ellas, sale fascinado.

Un hombre en el espíritu de su tiempo. Los sabios que se reúnen para hacer el viaje a la luna pertenecen a un Instituto de Astonomía Incoherente, primo hermano, claro es, de la patafísica de Jarry, contemporáneo. Igual que sus temas proceden del catálogo de Le chat noir. Los nombres de los sabios que alunizan y contemplan nuestro planeta en un Claro de tierra ya son un catálogo de  de viejos conocidos : Barbenfouillis (él mismo), Nostradamus, Alcofrisbas, Omega, Micromegas, Parafaragamus. Alcofrisbas, a sobra de la primera ese, es el Alcofribas Nasier tras el que prudentemente se ocultaba François Rabelais. U otro de sus papeles favoritos, Mefistófeles. ¿Qué actor rechazaría intepretar un Mefistófeles? Menos, sospecho, que los que se negarían a un Hamlet.

Ya solo por El viaje fantástico la luna, Méliès se hubiera ganado la Legión de Honor que el gobierno francés, extrañamente cicatero en esto, le negó. Porque ese viaje sitúa al mago del Teatro Houdin en una gloriosa estirpe que empieza con Luciano de Samosata, sigue con el Astolfo de Ludovico Ariosto, o el inglés Francis Godwin, que envía a la luna a un español, Domigo Gonzales a quien se encuentra más tarde Cyrano de Bergerac cuando, para probar la hipótesis heliocéntrica, emprende viaje a nuestro satélite. Pero ninguno lo había mostrado a los ojos de los atónitos públicos de 1902. Hoy la luna no es casi tan familiar como una zona residencial pero, con todo, esa imagen del proyectil en el asombrado ojo del satélite conserva toda su fuerza.

Méliès, un artista, un genio, un creador. No supo -o no quiso- adaptarse a las leyes del mercado y se arruinó, muriendo en la pobreza, aunque no en el olvido.

Vayan a ver la exposición. Vayan con sus niños. Y, si no los tienen, vayan igual y verán que los llevan dentro.

Parte de la información de esta entrada la he sacado del estupendo catálogo Georges Méliès, casi todo él escrito por Laurent Mannoni.

diumenge, 24 de març del 2013

No hay amor feliz.

Hay unas gentes aquí, en la capital, que han decidido abrir una sala de teatro bajo el provocativo nombre de El Sol de York, de resonancias shakesperianas y la guerra de las dos rosas. Son los bajos de un edificio de Arapiles y allí han montado una sala de teatro de lo que antes se llamaba "de cámara". El teatro ahora trae pocos personajes, poco cambio de decorado y ninguna máquina. Así se hace más fácil de representar, más convincente por más cercano. Casi concebida para estos efectos parece la pieza que representan y fuimos ayer a ver, Cuando fuimos dos, una historia de una pareja en el momento de la ruptura. Esta les cuesta un mes pues ninguno de los dos quiere dejarlo en el fondo si bien la separación es inevitable.

La obra es un repaso de la situación de crisis en las relaciones amorosas. Los celos de una parte que tanto fastidian a la otra y la promiscuidad de esta otra que da origen a aquellos celos. Y en esa falta de concordancia se da la ruptura, sobre todo porque el resto de la convivencia se tiñe de ella. Las rupturas van siempre acompañadas de infinidad de recriminaciones.

En el caso de esta pareja, que viene a ser un  eco de La bella y la bestia, relata la historia del autor novel que quiere reconocimiento por una obra rupturista pero que acaba cediendo hasta convertirla en una obra adocenada para consumo de públicos cautivos. El asunto es un poco inverosímil, pues no se cambian los personajes de una novela de dos a tres así como así, pero se entiende la intención: el hecho de que Eloy (Dios, el cielo) acceda a modificar de medio a medio para servir el gusto del público una obra de la que César (el Emperador, la tierra) le ha hecho prometer que no cambiará ni una coma señala el momento de la ruptura, cuando César comprende que el Dios le falló. Es César, la bestia, el que rompe cuando descubre que adoraba a un Dios falso. La relación ya solo se basa en el sexo y eso no le parece suficiente precisamente al encargado de ponerlo. 

Por cierto, parte de la historia sucede en internet, en las redes sociales, bajo la tiranía de los smartphones. Está bien eso de que Eloy reproche a César su exhibicionismo en Facebook, en donde cambia con frecuencia de perfil. Menos mal que no hablaron del muro. En el fondo es la vieja manía de los celosos de fisgar por doquier en busca de razones para sus celos. Pero elevada a la enésima potencia a través de las nuevas tecnologías.

La obra está muy bien y es tremendamente dinámica. Los dos actores lo bordan. Sus apartes y confidencias al público, muy logrados. El director crea un espacio mágico, un escenario en movimiento en el que los personajes sortean las cajas de embalaje y, en el centro, una enorme cama de matrimonio, símbolo glorioso de los amores de antaño que ya no son, y que reducida ahora al sexo, ya no puede retenerlos.

No. "No hay amor feliz./No hay amor que no viva del llanto" (Aragon)..

En fin, que buena suerte a la gente de El Sol de York..

dissabte, 26 de gener del 2013

No, gracias,


La compañía de Paloma Mejía Martí lleva tres meses representando el Cyrano de Bergerac, de Rostand, en el teatro Victoria de Madrid. La he pillado por los pelos, pues son las últimas actuaciones. Paloma Mejía hace una adaptación muy fiel al texto de Rostand y dirige con maravillosa soltura una obra muy movida, con muchos personajes para un espacio reducido, casi minimalista. La escasez de medios ha obligado a suprimir todas las escenas de gran aparato, como la pelea en el puente de Nesle o los episodios de la batalla contra los españoles en el sitio de Arras (guerra de los Teinta Años), en donde muere el bello Christian y, en la realidad histórica, Cyrano recibió una de las dos graves heridas que le obligarían a dejar el servicio militar. Se substituyen por unas danzas y pantomimas, así como otros efectos coreográficos que, sin estar mal en sí mismos, no encajan del todo con el espíritu cyranesco y tampoco con el rostandiano. La calidad de las interpretaciones es alta y Nelson Javier borda a Cyrano.

Pero temo no ser imparcial. Podría representar la obra una compañía de marcianos y me daría por contento con tal de escuchar a Cyrano. Si Palinuro no fuera Palinuro, querría ser Cyrano. Para mostrar que no es pasión reciente, remito a la traducción que hice de la obra principal del genial poeta y filósofo, El otro mundo. Los estados e imperios de la Luna. Los estados e imperios del Sol con un estudio introductorio. Pero, claro, ese es el verdadero Cyrano, el histórico. El idealizado en la obra de Rostand -el que se representa en teatros y se ha llevado dos o tres veces al cine- no coincide con el personaje real en el plano histórico. Es una creación libre, un Cyrano visto con ojos románticos. Ni una mención a Descartes, Gassendi, la filosofía del siglo XVII, las utopías cyranescas, la polémica sobre el heliocentrismo, el combate contra la censura, la lucha contra la Iglesia.

Sí recoge Rostand los datos biográficos más conocidos y vistosos como la expulsión del actor Montfleury (también presente en la versión de Paloma Mejía), la lucha contra cien enemigos, el sitio de Arras, etc pero es para utilizarlos como contexto del ideal caballeresco del romanticismo, de carácter purificador, en el fondo, casi místico. Cierto, Cyrano es el héroe desgraciado, poeta y espadachín. No está mal, pero es empobrecedor. Cyrano fue, sí, poeta y espadachín; y filósofo, novelista, dramaturgo, bebedor, duelista, jugador, putañero, libelista y casi seguro amante carnal de alguno de sus amigos, luego tornados enemigos. En resumen, un ejemplo acabado de filósofo libertino en todos los sentidos del término. Una premonición del marqués de Sade, pero mejor persona, a mi parecer.

Hay, pues, dos Cyranos. El real y el héroe de Rostand. El personaje de ficción se ha comido al real y, de paso, al autor Rostand que, si hoy es conocido, es, precisamente por su Cyrano. E, insisto, no tiene nada que ver con el otro. Sin embargo, Rostand ha captado su espíritu, en un monólogo, uno de los más conocidos del teatro mundial, de esos que conmueven. El monólogo No, gracias. Quien quiera leerlo en la versión castellana del doblaje de la película de Depardieu, lo tiene en este estupendo blog. En él puede encontrar también el recitado de Depardieu en doblaje español. Quien quiera y pueda leer los versos en francés de Rostand bastante más largos y ardientes, los tiene aquí. Y quien quiera escucharlo en la voz del propio Depardieu, aquí. Ese monólogo refleja a la perfección el espíritu de Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac, nacido en 1619 y muerto en 1655, a los treinta y seis años, probablemente asesinado por los jesuitas.

¿Cambiar de camisa para obtener posición? ¿Dedicar si viene al caso versos a los banqueros? ¿Adular el talento de los canelos? ¿Sentir temor a los anatemas? 
 
NO, GRACIAS.

Señoras, señores: Cyrano de Bergerac, que fue todo y no fue nada.

dissabte, 24 de març del 2012

Luces de España

Casi me pierdo la magnífica versión de Luces de Bohemia que Lluís Homar ha traido al María Guerrero desde el 20 de enero hasta mañana. No me lo hubiera perdonado, pero conseguí entradas y contribuí muy gozosamente al lleno de espectadores, entregados a una compañía que hace una interpretación espléndida de esta rapidísima obra tan audaz, tan incisiva, tan rotunda, tan única y tan actual. Me descubro ante la pareja de Gonzalo de Castro (Max Estrella) y Enric Benavent (Don Latino de Hispalis), que aguantan dos horas sin abandonar el escenario en una acción trepidante y perfectamente llevada por la dirección. Quince escenas distintas que, en realidad, son actos breves con escenarios muy diferentes se resuelven ágilmente jugando con espacios e iluminaciones sin que el telón caiga una sola vez. Y todo ello sin restar protagonismo a lo esencial de la obra, el discurso sobre la España esperpéntica que es lo que realmente cautiva al espectador y le hace comprender, a la cárdena luz del genio, las esencias nacionales.

Luces de Bohemia puede ser una de las piezas más importantes, si no la más importante, del teatro español del siglo XX. Quizá por eso tuvo tan significativo destino: escrita en 1920 y 1924 no se estrenó en España hasta 1970. Se representó antes en París que en su propio país. Una especie de ratificación del contenido y mensaje de la obra: la falta de reconocimiento del genio en España. Max Estrella, el mayor vate hispánico, gloria de las letras, vive ciego y desamparado sus últimos tiempos y muere oscuramente casi como un perro. Por aquel entonces, ya en la cincuentena, Valle estaba hablando de un amigo suyo pero, en realidad, también de él mismo.

La obra es el primer ejemplo del esperpento, definido por Max Estrella como la realidad deformada en un espejo cóncavo y ampliada después a la filosofía nacional en la conclusión de que España es la deformación esperpéntica de Europa. El debate sobre si Valle es o no noventayochista se zanja con dicha conclusión que hace lo que todo el 98, relacionar a España con Europa; pero lo hace a su inimitable e inclasificable modo.

El punto central del relato es el modernismo, concebido como vanguardia pura de la poesía en lucha contra la hipocresía, la ramplonería, la zafiedad y la ignorancia de la vida nacional en todos sus aspectos. De un lado los burgueses, los ministros, los directores generales, los periodistas afines al gobierno y del otro el lumpen, los obreros anarquistas y en medio la juventud modernista que viene cumpliendo aquí, en esta obra tan clásica a pesar de su carácter vanguardista, la función del coro en las tragedias griegas. Lucha que se extiende a los literatos consagrados, los que Dalí y Lorca llamarían algo después los putrefactos: don Benito Pérez Galdós (don Benito "el garbancero"), Ibsen y casi todos los contemporáneos (a los que Dorio de Gádex se jacta de "no leer") excepción hecha de Rubén Darío, a quien embroma cariñosamente.

Max Estrella (el propio Valle) se presenta al ser detenido diciendo que tiene la honra de "no pertenecer a la Academia", la docta casa, de la que se ríe abiertamente, con lo que no se ganó su favor desde luego. Llegado el momento en que se propuso su ingreso hubo una especie de cierre de filas de los académicos más conservadores que no le dejaron entrar. Entre ellos mi abuelo Armando y mi bisabuelo Emilio, uno académico de número y el otro Secretario Perpetuo. Emilio sostenía que era un "mal escritor" porque desfiguraba el lenguaje. No se lució entonces mi antepasado, aunque tampoco llegó a la estulticia de Astrana Marín, quien sostenía que Valle era un "trastornado mental". En fin, don Ramón María, a quien estas quisicosas traían al fresco, ya había dedicado unos versos a su censor que debieron de sentar a este a cuerno quemado: "Cotarelo la sien se rasca/pensando si el diablo lo añasca".

Luces de Bohemia es un fresco genial, un retablo de la España del fin de la Restauración y el comienzo de la dictadura de Primo y por ello mismo, de la España de hoy, la del fin de la dictadura de Franco y la segunda Restauración con algunos ajustes temporales. El gobierno, los ministros, la policía, los altos cargos son los de hoy. Hasta el periódico progubernamental (pagado por García Prieto, presidente del Consejo de Ministros) tiene un nombre muy actual: El Popular. Solo varía el sentido de la época. La obra es muy política al estilo del teatro de cabaret alemán contemporáneo; son tiempos de agitación y lucha obrera, se vive en la resaca de la revolución bolchevique, se habla de Lenin, hay movimiento anarquista, se ataca la "ley de fugas", propia de la dictadura, todo ello como trasfondo de la trágica peripecia de Max Estrella. La época actual, en cambio, es más conformista.

A toda esta abundancia, esta desbordante riqueza de aspectos, situaciones, apuntalados con un torrente de hallazgos lingüísticos (dijera lo que dijera mi bisabuelo) se añade que la obra es también un depósito de referencias cultas, de joyas literarias entre las que aparecen el jardín de Armida del Orlando Furioso, la historia de Artemisia y Mausoleo y ese esperpento dentro del esperpento, ese último refinamiento exquisito del autor al representar la escena de Hamlet y Horacio en el cementerio con Max Estrella como un nuevo Yorick, sustituyendo a los dos primeros por su doble, el Marqués de Bradomín, y el admirable Rubén Darío. Al fin y al cabo, si Yorick era un bufón, el propio Estrella se califica a sí mismo de canalla cuando acepta el dinero del fondo de reptiles que le da su amigo Paco, ministro de la Gobernación. El dinero fue siempre el problema de Valle y así Luces se cierra en el momento en que el Marqués anuncia al nicaragüense que piensa vender sus memorias para salir de pobre como el que vende su esqueleto porque se publicarán después de su muerte. En realidad, son las Sonatas que había publicado el Marqués siendo ya viejo en el exilio y en cuyo frontispicio da su famosa descripción de "feo, católico y sentimental".

dijous, 1 de març del 2012

Fausto y Mefistófeles de paso por Madrid.

Los teatros del Canal han tenido el atrevimiento de montar una obra de un autor que, por lo escaso de su producción, su injusto semiolvido, su lejanía en el tiempo y en el espacio, raramente llega a los escenarios españoles. Christopher Marlowe, siempre ensombrecido por el brillo de su contemporáneo Shakespeare, alguna de cuyas obras pudiera él haber escrito, según dicen los sempiternos chismosos, es poco más que una leyenda por estas tierras, cosa que se aprecia en la escasa asistencia a las representaciones. Ayer casi la mitad del aforo estaba vacía. Lo cual es injusto porque Marlowe es la prueba viva de que el teatro isabelino es mucho más rico y variado de lo que parece. Su Tamerlán el grande es una obra revolucionaria. Y, en otro sentido, aunque paralelo, el Dr. Faustus, también.

La leyenda de Fausto, una historia alemana de comienzos de XVI basada, al parecer, en la vida de un personaje real, es universalmente famosa. Se ha reproducido en teatro (Marlowe, Lessing -aunque inconcluso-, Goethe), en novela (Thomas Mann), en cine (Richard Burton), en ópera (Gounod) que yo recuerde. Pero habrá más reproducciones porque es un relato de fortísimo impacto: el de la soberbia del hombre que vende su alma al diablo a cambio de conocimiento y poder. Sobre este núcleo se han acumulado especulaciones filosóficas, hasta se ha acuñado un tipo humano, el del hombre fáustico, consumido por su afán de transformación y dominación. Es un tema que plantea problemas metafísicos de todo orden y un par de ellos específicamente cristianos: el del pecado de orgullo de los seres humanos de querer ser como Dios y el de su libre albedrío.

El primero, si bien se mira (aunque no he visto que se mencione por ahí) coincide con el tema del pecado original mismo: ya Adán es castigado por querer ser como Dios. A ello lo incita el diablo por intermedio de la mujer. El diablo, el alter ego de Dios, ya había sido castigado por eso mismo cuando Lucifer se rebeló. Por eso está Lucifer en la aventura de Fausto, valiéndose de Mefistófeles y de nuevo de la mujer, Margarita, Gretchen, para destruir al hombre. La leyenda es eterna: el hombre quiere alcanzar el conocimiento para cambiar el mundo, recrearlo. Lo nuevo en las versiones tardomedievales o prerrenacentistas, como el Faustbuch alemán y la obra de Marlowe es que la rebelión se haga mediante un contrato, un instrumento típicamente burgués. En cierto modo, Fausto es la versión metafísica del contrato social.

Del Faustus de Marlowe hay dos versiones, llamadas A y B. La primera es más breve; la segunda tiene varias interpolaciones de autores desconocidos. Simón Brede, director, y David de Sola, adaptador, se han decidido por la breve y la compañía Rakatá ha hecho una escenificación con elementos de acrobacias que no están mal y rompen la inevitable monotonía lineal de estas piezas de carácter edificante. Porque Dr. Faustus tiene un aire de moralidad medieval mezclado con elementos renacentistas muy hábilmente equilibrados por el autor, un genio del teatro con una profundidad de análisis psicológico de los personajes que no desmerece nada del de Stratford.

Pero la adaptación hace algo más que atenerse a la versión B. También se toma libertades. Recorta otras escenas (el famoso episodio de la venta del caballo) o las reduce a forma narrativa y cambia algunas radicalmente de contenido. Esto no es necesariamente malo. Las versiones teatrales son libres. La cuestión es acertar. Pero cuando esas versiones afectan al argumento mismo de la obra, la cosa es más peliaguda. Veamos. La época isabelina es anticatólica y antipapista y Marlowe (de cuya confesión o no confesión religiosa no sabemos mucho y que podía estar al servicio de la Corona como espía) consideró oportuno reírse, burlarse del Papa de Roma. La versión española respeta ese deseo pero cambia su contenido. La escena burlesca con el pontífice gira en torno a la tortura de Galileo por defender la hipótesis heliocéntrica. Sin embargo, lo que Marlowe había escenificado es una burla acerca de la guerra de las investiduras entre el Papa y el Emperador alemán. Probablemente los adaptadores han pensado que este episodio no sería fácil de entender en España hoy y han recurrido al más habitual de Galileo. Nada que objetar tampoco, salvo que, además de ser bastante más basto que el de Marlowe, es anacrónico porque, cuando se produce el proceso de Galileo, Marlowe llevaba cuarenta años muerto.

Este chocante anacronismo da a entender que Marlowe tenía hacia 1590 las ideas tan claras como nosotros acerca del heliocentrismo copernicano. Y eso no es cierto. Si no recuerdo mal, en la obra el asunto no está nada claro. Se habla mucho de astros, de universo, de mundos pero, salvo que me traicione la memoria, de darse algo por supuesto más bien se da la hipótesis geocéntrica, que era la dominante todavía 50 años después de la publicación de la obra de Copérnico. Precisamente por eso se tortura a Galileo en 1630 y unos años antes aún se quemaba a la gente viva por sostener la hipótesis heliocéntrica.

Los anacronismos aparecen más veces: las referencias directas o implícitas al Quijote mueven a risa y dan pena al tiempo. ¿Por qué? Porque Marlowe tenía sus recursos, que dominaba magistralmente y no necesita pegadizos. Sobre todo porque estos se imponen sobre los propios del autor y los defiguran. La aparición de Helena de Troya que es como la contrapartida de la primera aparición de Alejandro Magno trasmiten al Dr. Faustus un halo clásico que aquí desaparece.

El Fausto de Marlowe, a diferencia del anterior y de los posteriores, sobre todo del de Goethe, se condena. Eso plantea el problema de hasta qué punto Marlowe había escrito una obra de ejemplificación cristiana. En la eterna lucha entre el bien y el mal, aquí gana el mal, Mefistófeles, Lucifer. Es un final revolucionario que los poderes de la tierra no están dispuestos a tolerar. Por eso Marlowe es un precedente de los autores malditos y por eso, probablemente murió tan joven, treintañero y de tan violenta forma. Si hubiera llegado a octogenario y a morirse de viejo como Goethe, con el Fausto a cuestas, a lo mejor lo salvaba. Porque, con la edad, los hombres se hacen conservadores.

diumenge, 19 de febrer del 2012

Solo se ve de verdad con el corazón.

Ayer se estrenó en el Nuevo Teatro Alcalá (que, en realidad, es muy clásico de structura) una adaptación de El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, con Noelia Marló como Principito y Didier Otaola como el piloto. Muy bien, muy buena idea. Agarramos a los críos y nos fuimos a verla, seguros de que disfrutarían de lo lindo con la preciosa historia del autor de Vuelo de noche, que sublima su propia aventura de un accidente de aviación en el desierto. Y así es, aunque la versión es un musical, cosa que no me parece un acierto porque no encaja con el espíritu de la obra. No porque El principito no pueda llevar música, que puede tranquilamente, sino porque las canciones sobran ya que todo él es un diálogo. La versión musical pretende, en cierto modo, "aniñar" la historia, cuando esta es en realidad para niños y para grandes porque gran parte del diálogo es sobre el mundo de los mayores. Y ¡qué diálogo tan sencillo, tan claro, tan profundo! Un diálogo que nos atrapa en la magia del autor al conseguir que lo vivamos en nuestro interior, que seamos al mismo tiempo el niño que habla y el adulto del que se habla.

No es un acierto el modo en que los intérpretes resuelven el curioso dibujo de la boa que se ha comido un elefante y que es el emblema del conjunto de la obra, Y tampoco me gustó la caracterización de Noelia que sobreactúa. Pero todo lo demás estuvo muy bien

Por cierto, hablando ayer de Palinuro, he aquí otro caso palinúrico. Creo recordar que Saint-Exupéry se perdió en un vuelo de reconocimiento sobre el Mediterráneo durante la segunda guerra mundial. Se recuperó y enterró un cuerpo anónimo, pero nadie sabe de cierto qué le sucedió ni en dónde cayó ni, por tanto, en dónde está. Hace poco un marinero encontró una pulsera de identificación del piloto y su esposa y, luego, se localizó el avión en el fondo del mar, frente a Marsella. Pero él estará en todas partes del mundo en que alguien coincida con el Principito en que lo que importa no se ve con los ojos sino con el corazón.

dimecres, 1 de febrer del 2012

Una de sicarios.

En el Matadero están poniendo El montaplatos, una pieza de Harold Pinter de los años cincuenta, de cuando estaba empezando y su teatro pertenecía al llamado teatro del absurdo. Este estaba capitaneado entonces por Beckett y Ionesco. Esperando a Godot es el modelo sobre el que está calcado El montaplatos: dos personajes en un espacio indefinido esperan algo o a alguien que no saben si se producirá o vendrá. Mientras tanto, hablan, se comunican en la espera. La pieza consiste en ese diálogo que por lo minucioso, superficial, absurdo, vulgar, reiterativo, reproduce la forma y contenido de la comunicación cotidiana. En esto consiste el efecto del absurdo. Los personajes de Pinter son dos pistoleros que aguardan la orden de matar a alguien. A diferencia de los de Beckett, tienen un cometido y sabemos cuál es. Hay una determinación que en Godot no existe, ni en Final de partida, otra obra muy característica de este tipo de teatro. Pero esa es la mayor diferencia. Esa y que los personajes de Pinter, a contrario de los de Beckett, no paran quietos. Creo que Guillermo Toledo, incluso, sobreactúa porque no deja de moverse y de medir el escenario de un lado al otro a largos y sonoros pasos, lo que llega a fatigar.

La obra está bien montada, con criterio minimalista: todo forrado de plástico negro y dos camas en las que al comienzo están durmiendo los dos sicarios. El diálogo es muy rápido y tiene buenos momentos en que el choque entre lo anómalo de la situación y la trivialidad de lo que se dice, mueve a risa y el público rió de buena gana en dos o tres ocasiones. Porque, en efecto, el absurdo da risa. El problema es si solo da risa. Porque aquel teatro, como todo el teatro, por lo demás, estaba pensado como una denuncia, como una crítica de un tiempo tan anodino, falso y convencional, que era preciso ponerlo delante de su caricatura: la vaciedad de un tiempo satisfecho de sí mismo. Pero ese tiempo ha pasado hace muchos años. El presente no tiene nada de autosatisfecho, al contrario: no hace falta mostrarle su esencia absurda; ya se ve todos los días.

Dos sicarios esperando recibir la orden de matar a alguien. En México los sicarios matan a la gente por docenas, le cortan la cabeza y largan los cuerpos desde los camiones. En Afganistán los soldados del Imperio orinan sobre los cadáveres de enemigos muertos en combate y todo el mundo lo ve. El teatro del absurdo ya no es nada porque no ataca una realidad aparentemente sensata y racional ya que la que es absurda es la realidad. Por eso probablemente, en su obra posterior, Pinter hizo un teatro más político y menos metafísico. En él ya no hay problemas trascendentales de la condición humana sino problemas del capitalismo, del imperialismo, del militarismo, problemas tangibles como los de la catástrofe financiera actual que acongoja a la ciudadanía en una situación absurda en la que los ricos son cada vez menos y más ricos y los pobres cada vez más y más pobres.

El grupo Animalario merece aplauso porque tiene un forma de actuar asamblearia, deliberante y la dirección es colectiva. Pero tiene que actualizar el repertorio.

Por cierto, creía haber leído que las naves del Matadero exhiben el yate de Franco, el "Azor" y así es, es un paralelepípedo hecho de pacas de metal prensado, de esas que comprimen las máquinas en los parques de desguaces que salen tanto en las pelis. El "Azor" convertido en chatarra, para que se sepa en qué acaban las glorias del mundo. Podían ponerlo junto a la tumba del Invicto para que siga pescando cachalotes en el más allá.

dilluns, 5 de desembre del 2011

Una Medea de risa.

El mito de Medea es uno de los más trágicos, de los más profundos y misteriosos. No solamente porque trate temas como la venganza, la muerte, la culpa, la locura, el amor y el odio más devastador sino porque también se enfrenta a algo tenido como sacrosanta ley de la naturaleza: que las madres no asesinan a sus hijos. Interpretarlo es tarea de enorme dificultad y muy pocos trágicos de renombre lo han intentado. Cuando lo han hecho, absorbidos por la fascinación que ejerce un personaje tan extraordinario, una ménade alucinada e irracional que actúa impulsada por fuerzas diríase telúricas, han intentado encontrarle alguna explicación, en cierto modo racionalizarla, aunque siempre tratando de atender a la fuerza de unos sentimientos que hunden sus raíces en lo más profundo de la especie. Medea no sólo asesina a sus hijos sino que atrae el resto de la acción y lo abrasa en el fuego de sus pasiones quedando ella sola como símbolo de un misterio insondable.

Shakespeare, Racine, el conjunto del teatro romántico soslayaron el tema. Sólo recuerdo un Vellocino de oro, de Grillparzer, un tema mucho más frecuente en el arte, igual que el de Jasón y la expedición de los argonautas; y en el siglo XX sé de la película de Pasolini, Medea, sobre la tragedia de Eurípides. Éste, Séneca y Corneille fueron los únicos que escribieron tragedias, dando versiones diferentes de Medea, de sus motivaciones y otras circunstancias. Pero en todas ellas (quizá algo menos en Corneille) se hace justicia a la extraordinaria complejidad de la maga de la Cólquide, atormentada por sus pasiones, víctima de sí misma.

Recuérdese que en el Caixaforum de Madrid hay una exposición de Delacroix, sobre la que ya habló Palinuro (La belleza de la violencia), en la que puede admirarse su maravillosa Medea, pintada en pleno arrebato, a punto de cometer su crimen. Tampoco son muchos los pintores que se han atrevido con la escena. Un par de dibujos de Poussin, una Medea de Frederick Sandys, un prerrafaelita que sólo ve en ella a la hechicera y otra de Anselm Feuerbach, que omite toda la tragedia y la fía a la imaginación del espectador. Medea es un personaje maldito.

Parecería imposible trivializarlo y convertirlo en una pieza más de una trama artificiosa, sobrecargada de pretensiones, algunas bastante lamentables, pero Ariel Dorfman lo ha conseguido en el Purgatorio que se representa en el Matadero de Madrid con interpretación de Viggo Mortensen y Carme Elías bajo la dirección de Josep María Mestres.

Dorfman sitúa la acción no en el crimen sino en las consecuencias del crimen en el más allá, lo que desvía la atención hacia un aspecto metafísico, una especie de pegote que viene a ser la prueba de que el autor está desbordado por la dimensión del personaje. El más allá, ubicado en el purgatorio, da a la obra un toque cristiano de expiación y salvación/condenación casi al borde del absurdo. La situación se parece mucho al Huis clos sartriano en la creación de un espacio vacío habitado por unos personajes que no entienden porqué ni para qué están allí y, en este caso, sin reconocerse, pero condenados a repetir su sufrimiento por los siglos de los siglos.

Buena porción de la historia se remite al tema mundano de la dificultad y la angustia de las relaciones de pareja mal avenida que, a fuerza de no entenderse, provoca su destrucción. Ambas partes de la relación, Medea y Jasón son tratadas por igual en una especie de ejercicio de justa neutralidad subrayado por el hecho de que la acción transcurre simulando ser sesiones de un tratamiento psiquiátrico. Ahorro al lector chistes fáciles y me limito a señalar que cualquier paralelismo entre el argonauta y la princesa hechicera es un lamentable desatino. Añádase a ello una esquinada referencia a la Malinche y el desatino se hace completo. Quizá quepa equiparar a Cortés con Jasón pues ambos van buscando oro, aunque con motivos distintos y consecuencias muy diferentes ya que Jasón no pretende conquistar la Cólquide. Pero la distancia entre Medea y la Malinche es abismal. Y, por si fuera poco, la sombra de la culpa y la expiación en los crímenes de la dictadura pinochetista también hace acto de presencia. Es mucho, demasiado para guardar algún tipo de equilibrio.

Ciertamente el acervo clásico está ahí para servirse de él, reinterpretarlo, adaptarlo, valerse de su carácter perenne a fin de iluminar nuestra condición, no para respetarlo como si fuera una señal de "stop" y Dorfman hace muy bien al emplearlo para ensalzar su idea de su tiempo, encajándola en los elementos sempiternos de la naturaleza humana. Pero lo hace de modo tan abigarrado, acumulando tal cantidad de facetas inconexas, presentando tantos conflictos apenas desarrollados que el resultado es una nada tumultuosa. Tampoco ayuda mucho que los dos personajes pasen buena parte de la obra dando gritos y carreras por el escenario y sobreactuando de manera harto fatigosa que apenas permite pensar al espectador. Y, cuando Medea afirma que su hijo mayor ve con espanto cómo su madre va a matarlo con un cuchillo que no está limpio, es imposible tener la risa.

Quizá por todo ello un público absolutamente entregado aplaude a rabiar y ovaciona puesto en pie esta especie de melodrama contemporáneo. Lo melodramático ha sido siempre muy popular.

divendres, 25 de novembre del 2011

Padres e hijos de nuestro tiempo.

La última película de Roman Polanski es estupenda. Se llama Carnage y en la versión española la han traducido como Un dios salvaje, lo que no es tan absurdo como parece porque se basa en una obra de teatro de Yasmina Reza, coguionista con Polanski, titulada Le dieu du carnage.

La obra es un profundo análisis psicológico de los personajes, dos matrimonios muy normales que viven en Brooklyn. Al intentar resolver de modo civilizado, amable, progresivo, un típico problema de críos generado cuando el hijo menor de uno de ellos agrede y hiere al del otro en el colegio, acaban manifestando sus neurosis, sus frustraciones, sus manías de una forma obsesiva, ridícula, pero muy normal.

El argumento recuerda un cuento de Jardiel Poncela en el que dos paseantes por la calle de Alfonso XII, junto a la verja del Retiro, discuten sobre si la educación de la gente no es más que una pátina que apenas oculta nuestros instintos más salvajes. El interlocutor partidario de esta teoría se la prueba al otro azuzando con su baston a través de los barrotes de la verja a un pareja de pacíficos ancianos que pasea del otro lado. Al principio estos pretenden ignorar la provocación, pero acaban rabiosos, echando espuma por la boca y rugiendo como fieras.

En la peli de Polanski y la obra de Reza la violencia física no llega a esos extremos; es más, casi no la hay porque la que se manifiesta es la psicológica y la moral. Los cuatro son muy avanzados, están movidos por el afán de encarar abiertamente los hechos y de buscarles una solución acorde, como dice una de las mujeres, con los "valores occidentales". Pero terminan sacando toda la basura primitiva, los rencores, la agresividad que llevan dentro. La magnanimidad era pura hipocresía.

Los personajes están muy bien retratados, un abogado que defiende oscuros intereses de una empresa farmacéutica; su esposa, una asesora de inversiones muy moderna y abierta; un propietario de un establecimiento de sanitarios y su mujer, un alma sensible, con aficiones artísticas y que escribe libros sobre las inhumanas condiciones de vida en Somalia. Y los actores, sobre todo ellas, Jodie Foster y Kate Winslet, los interpretan magistralmente.

Es un cuadro, una crítica y una burla de las pautas liberales típicas de unos habitantes de Nueva York, de Brooklyn, que piensan vivir en el pináculo de la civilización. Esa habilidad para conjugar la ironía y el sarcasmo con la indagación en los aspectos oscuros de la personalidad, rasgo característico de la obra, tenía que agradar a Polanski porque es su tema sempiterno, desde aquella su primera obra de hace casi medio siglo, El cuchillo en el agua: rascas en la superficie de la gente cuando se interrelaciona en situaciones que, por algún motivo se salen de lo ordinario y surge lo primitivo, incluso lo diabólico, como en Rosemary's Baby.

El director no hace concesiones y no trata de disimular el carácter puramente teatral de la obra según las tres estrictas unidades clásicas de acción, tiempo y lugar. Toda la película transcurre en el angosto espacio de un apartamento neoyorquino y sin embargo resulta extraordinariamente ágil porque la cámara salta continuamente del primer plano al plano medio corto (casi no hay otros, salvo algunos de grupo, porque no hay distancias) al ritmo de un diálogo velocísimo que nunca tiene despedicio y viene acompañado de unos lenguajes no verbales cuidados al detalle. No hay música ni se echa de menos. La historia se hace brevísima (la peli dura unos 75 minutos) y se queda uno con ganas de volver a verla de inmediato porque sospecha que ha perdido mucho de unas conversaciones en las que las refinadas vulgaridades de unas gentes "políticamente correctas" (como reconoce uno de los personajes) alternan con exabruptos, modismos y mucho slang. Da gusto ver un cine tan difícil, tan cuidado y en el que la genialidad asoma discretamente bajo lo anodino de unas vidas vulgarmente narcisistas. ¡Ah! Y hay muchos momentos realmente desternillantes.

dissabte, 27 d’agost del 2011

Los agujeros del arte.

Quien ande por Madrid en estos días posteriores a los desposorios entre la divina gracia y el becerro de oro, y se aventure por ese maravilloso triángulo, al socaire de la Gran Vía, entre la calle del Pez, la de Hortaleza y la histórica plaza del Dos de Mayo (dosde para los que la queremos) tiene hasta el 31 de agosto creo para visitar la exposición a la que se refiere la imagen en la calle Loreto y Chicote. Como madrileño, encuentro maravillosos muchos otros barrios en mi ciudad; pero este es más cercano porque lo conozco de chaval así que, ya de entrada, me parece de perlas que Cecilia Bergamín exponga una retrospectiva de su obra en medio de tanto encanto. Corre el peligro de que la concurrencia se le entretenga por la Telefónica, la Red de San Luis, la portada del antiguo Hospicio o la calle de la Ballesta, lugar de perdición demoníaca desde los años más lúgubres de la dictadura. Mundo, demonio y carne; sobre todo carne era lo que allí imperaba.

Tapando agujeros titula Cecilia su exposición. No hay duda de que trasmite el espíritu de su abuelo, el fundador de Cruz y raya, con su paradójico ingenio. El gerundio es más al uso de los modernos, pero la idea de que lo que ella hace sirva para tapar agujeros peca de orgullosa modestia. Aunque es verdad que tapa agujeros, pero no los que haya en la pared sino los que tenemos nosotros en la cabeza. Eso es propiedad de los artistas. No sé si buena o mala porque, la verdad, muchos agujeros sin tapar son fascinantes. Un agujero es una apertura a lo desconocido y eso siempre atrae, aunque sólo sea porque permite a uno creer que ha encontrado una vía de escape.

La exposición consta de collages, montajes, dibujos, acrílicos, textos, secuenciales o no, aislados, distantes y parecidos; hasta se encuentra una versión de la Gioconda que, a estas alturas, es el emblema de la orden de la falta de respetos, alma de la expresión artística. Es decir, no hay pautas, unidad y, por ende, monotonía o lo que los espíritus caritativos llaman "estilo". Algunas de las obras dejan ver una Cecilia; otras, otra. Como sólo conozco una, supongo que las otras se llevarán bien con ella.

El local de la exposición merece visita por sí mismo y la terraza en la calle de la noche de agosto, patrimonio inmarcesible de los pueblos mediterráneos, esponja el ánimo. El nombre del lugar, Microteatro por dinero suena un poco crudo para las mentalidades puritanas que sacralizan el oro aunque lo llaman el vil metal. Pero es porque somos hipócritas ya hasta sin saberlo. Es tradición de la profesión goliarda conseguir que la gente pague porque se rían de ella en sus narices. Esa fue la inmensa grandeza del teatro de siempre que empezó a decaer, no cuando se inventó el cine como dice todo el mundo, sino cuando se generalizó el psicoanálisis. El microteatro se refiere aquí a que dos o tres actores escenifican una piececilla ante tres o cuatro espectadores en una habitación durante un cuarto de ahora; esas actuaciones se encadenan hasta seis veces, lo que da la hora y media de la función burguesa y el pago aproximado de un teatro comercial. Y la gente sale encantada porque, en la inmediatez del contacto personal, el teatro riñe aquí el terreno al psicoanálisis.

A la salida de esta especie de utopía urbana quien tenga ganas, pille la Corredera Baja y se acerque al dosde a ver la puerta del antiguo cuartel de artillería de Monteleón ante la que se exaltan mutuamente Daoíz y Velarde (al tercero, el teniente Ruiz, le han dejado una calle) figurados como dos heroicos oficiales en el más puro estilo napoleónico vía David. Esa es la paradoja bergaminesca de la guerra de la independencia en la que, según algunos, se forja la conciencia nacional española: los españoles luchan contra los franceses con las armas espirituales que los franceses les han traído.

dimarts, 26 de juliol del 2011

El mundo es pobre, el ser humano es malo.

El Centro Dramático Galego está representando La ópera de tres reales, de Bertolt Brecht, en el teatro Fernán Gómez. La dirección y dramaturgia es de Quico Cadaval, la dirección musical de Diego García Rodríguez y Luis Tosar viene en el papel de Mackie el Navaja, Mackie da Faca en galego; las canciones están en galego, aunque se reparte un libreto en castellano y hay sobretítulos. Un acontecimiento.

La versión se toma libertades empezando por el título, que no respeta el tradicional de Ópera de tres centavos y siguiendo por la conversión de la ceremonia de la coronación del Rey en la próxima visita del Papa a Madrid, ninguna de las cuales es afortunada. Lo de los reales rompe la costumbre y falsea el título. Si no querían "centavos", haber puesto "cuartos" o incluso "patacones". Lo del Papa es peor; no porque objete a que se haga chirigota del vicario de Cristo sino porque no pega ni con cola pues la acción se desarrolla en Londres y es difícil imaginar una visita del Papa a la capital del anglicanismo como si fuera el barrio del Niño Jesús.

Todo eso tampoco importa mucho dado que Brecht y Kurt Weill, a su vez, también saquearon por ahí lo que quisieron. Cadaval recuerda que en la obra aparecen poemas de François Villon (la petición de perdón de Mackie y la balada del chulo) y que la célebre Canción de los cañones está tomada de Ruyard Kipling (Screw guns). Lo de Kipling, me parece, es una mera inspiración; lo de Villon ya es más piratería y en su tiempo se lo echaron en cara a Brecht. Pero éste no tenía en gran estima la cuestión de derechos de autor; lo explicó con un verso final de un soneto que escribió precisamente para una edición de las obras de Villon que dice Que cada cual tome lo que necesite; yo mismo he tomado algo. Probablemente lo puedan utilizar los piratas de hoy. Claro que hay ejemplos aun más antiguos que prueban que, en el teatro, esto de los derechos de autor no ha contado nunca mucho: acusado de haber plagiado a Cyrano de Bergerac, el gran Molière se limitó a decir: Tomo lo que me conviene en donde lo encuentro, y no se hable ya de los autores griegos clásicos que se quitaban literalmente los versos de la boca unos a otros.

La obra en sí misma es una reelaboración de la Beggar's Opera (La ópera del mendigo) de John Gay, representada originalmente en 1728 que, a su vez, estaba basada en la historia real de un famoso delincuente londinense, Jonathan Wild, ladrón, receptador y caza-recompensas fraudulento. En realidad, la primera edición de la Dreigroschenoper se presenta como una traducción y adaptación de Brecht. Pero no es así. Brecht y Weill tomaron de Gay el emplazamiento en Londres, algunas partes de la trama y los caracteres con algunos cambios. Por ejemplo, el Peachum de Gay se desdobla en Brecht entre Mackie y el propio Jonathan Peachum. Sobre todo, toman la idea general que fue revolucionaria en el siglo XVIII de una ópera cuyos protagonistas fueran mendigos, ladrones, chulos, putas y policías corruptos, como parte de la burla que se hacía de la acartonada ópera italiana, por entonces reina de los escenarios. La Ópera de Brecht/Weill recoge la idea de ambientar entre los mismos personajes, el lumpen de los años veinte en Europa y con música de cabaret. Tampoco la de Gay era una ópera en sentido formal.

La historia de Brecht se articula en una perspectiva marxista de crítica de las relaciones capitalistas. Peachum es un empresario, un lumpenempresario, pero empresario a la postre, que explota a sus "trabajadores" con la Biblia en la mano. Y este es el mayor mérito de la interpretación de Brecht, que versa no sobre la crítica a la realidad material capitalista sino a la realidad mental, sus discursos justificativos, simbólicos, ideológicos. Allí donde Gay ponía en solfa el mal gusto de la sociedad de su época, Brecht se ríe de las justificaciones ideológicas burguesas: ley y orden, seriedad y solvencia, la lealtad conyugal, la supremacía de la familia, las relaciones económicas, el imperialismo, la superioridad de la raza blanca, etc. Algunas de las composiciones tienen puntas filosóficas, como la balada De la inutilidad del esfuerzo humano o Sobre la inseguridad de las relaciones humanas. Los intérpretes las cantan con gracia y brío (algunas letras no están muy felizmente traducidas), si bien quien haya escuchado a Lotte Lenya siempre la echará de menos. La coincidencia más llamativa es el final feliz burlesco, contrario a las leyes de la razón y de la historia.

La canción de Jenny, la novia del pirata es un ejemplo pasmoso de sublimación, de ensoñaciones de una fregona en las que un navío pirata de ocho velas y cincuenta cañones arrasa la ciudad, mata a todo el mundo y desaparece con ella, la fregona del hotel del lumpen en la que nadie se había fijado. La enajenación de las clases subordinadas en forma de relatos inverosímiles.

El espectáculo es variado y dinámico y los intérpretes están muy bien. Hay mucho ritmo y muy biena dirección. Los músicos son para abrazarlos a todos. Luis Tosar hace muy buen Mackie y Marcos Orsi borda a Peachum. Y el espectador se lo pasa en grande escuchando esa Morität de Mackie el Navaja, cuya melodía es famosa en todo el mundo y cuyo contenido es un compendio del lumpenproletariado y la crisis del capitalismo de los años veinte, treinta y siempre.

dilluns, 25 de juliol del 2011

Nuestra ley es la libertad

Estoy especializándome en dar cuenta de los eventos culturales cuando ya se han clausurado, lo que es algo así como componer figura a toro pasado si es que con la prohibición de la lidia no renunciamos a su presencia en la lengua. En el teatro Español han estado representando Los persas, de Esquilo, con adaptación y dirección de Francisco Suárez y versión de Jaime Siles; una obra muy meritoria, que trae hasta nosotros la voz vibrante y el espíritu profundo de aquel genio griego, el del autor y el de su público que está presente en la medida en que el que hay ahora se siente tan interpelado por lo que se dice en el escenario como se sentía el de hace 2.500 años y por los mismos motivos, que son eternos: el amor a la libertad, la importancia del individuo y el respeto a los dioses.

Es aquí en donde encuentro un punto de discrepancia con la escenificación que no cuestiona el valor de la que hay, que es muy grande. Se trata de pensar en la solución que ha dado Suárez al aparente problema de cómo acercarnos, cómo hacernos próximos a un conflicto tan lejano en el tiempo y bastante en el espacio. El director lo ha resuelto interpretando la obra como una crítica a la hybris, la desmesura humana en su trato con la naturaleza y ligándolo a las catástrofes ecológicas. El puente de barcazas que Jerjes mandó construir para cruzar el Helesponto, destruido en un par de primeros intentos, es una afrenta a los dioses. Asimismo incluye en su interpretación los recientes acontecimientos en los países del norte del África, de cuyos conflictos se proyecta mucho vídeo a lo largo de la obra.

Entiendo que los clásicos son clásicos precisamente porque hablan directamente a las generaciones posteriores en sus estrictos términos, sin necesidad de actualizarlos. Este dato debe de ser al que se refiere el traductor cuando dice que han huido de hacer una dramaturgia arqueológica lo cual a lo mejor obligaba a respetar el estilo en las prendas de vestir de la época, el empaque de los parlamentos y ya no hablo de coturnos y máscaras. No hay que ser tiquismiquis: la obra tendría el mismo impacto aunque los intérpretes estuvieran todos desnudos o fueran vestidos de tiroleses. Así que esas guerreras de hoy y esos trajes sastre son tan admisibles como las túnicas y las clámides.

La importancia está no en lo que se ve sino en lo que se escucha y lo que se interpreta. Y ahí sí que las imágenes de los vídeos norteafricanos están de más. No guardan relación con la línea principal de interpretación del orgullo tecnológico que destruye la biosfera ni tampoco con el espíritu de la obra.

Escrito después de la batalla de Salamina y, creo, antes de la de Platea, el drama muestra a los griegos las razones de su victoria sobre los persas. Al respecto, lo decisivo aquí no es la derrota de estos frente a los elementos sino su derrota a manos de aquellos. La obra es la única que se conserva de una trilogía y es asimismo la más antigua del teatro clásico. Por eso emociona escuchar ya formulado el discurso de los griegos en las guerras médicas y luego de los atenienses en las del Peloponeso: vencen porque son ciudadanos libres sólo sometidos a las leyes y no como los bárbaros al capricho de un tirano. Lo que celebra el poeta es la victoria de la civilización y la moralidad sobre la barbarie y la inmoralidad. Es un discurso perfectamente inteligible hoy día, el de la superioridad militar de las democracias fundamentada en su ventaja civilizatoria y moral. Incluye lo ecológico, cierto, pero el mensaje es sobre todo humano.

Pero Esquilo no sería Esquilo ni Grecia Grecia si la obra se limitara a ser un cántico de victoria y de autocomplacencia griega, un peán satisfecho. Se ajusta rígidamente a las tres unidades aristotélicas pero tiene una extraordinaria peculiaridad: sucede en Susa, capital de Media, y todos los personajes (Jerjes, su madre, el heraldo, el espectro de Darío, el coro y el pueblo) son persas. La narración que se escenifica es el modo en que los griegos han aniquilado la flota persa en Salamina. Es verdad que se trata de reflejar la amargura del vencido al tratar de explicarse su derrota, pero también lo es que requiere un gran esfuerzo de parte de los helenos el ponerse en el lugar de los medas y cierta altura de miras del autor al no representarlos como rudos bárbaros. El propio Darío el Grande a quien la estancia en el más allá parece haber hecho más comprensivo se horroriza por la soberbia de su hijo sin acordarse de que él mandaba expediciones de castigo a Atenas y había conquistado Tracia y Macedonia.

Los griegos eran libres porque luchaban por su libertad y luchaban por su libertad porque eran libres. Un mensaje que la humanidad entenderá siempre por los siglos de los siglos se diga como se diga.

dijous, 19 de maig del 2011

La perspectiva de género.

Vi Woyzeck por primera vez cuando tenía quince años. En el primer festival de teatro de arte y ensayo que permitió el franquismo para el cual toda obra de teatro que no fuera de Alfonso Paso era un sacrilegio o propaganda bolchevique. En realidad me colé porque sólo era autorizada a mayores de dieciséis años. Me quedé tan impresionado que después la he visto un par de veces más y me he tragado la ópera de Berg, Wozzek, casi más dura que la tragedia.

En esta ocasión ya iba predispuesto a revisar mi juicio sobre la obra, como explicaré luego. Este ánimo revisionista no tiene nada que ver con la versión (Juan Mayorga) la escenografía (Max Glaenzel/Estel Cristià) y la dirección (Gerardo Vera) que se ven en el María Guerrero y están todos muy bien. Yo hubiera sido menos abstracto y hubiera evitado las referencias al nazismo. El doctor es un trasunto de cualquier médico criminal de un campo de concentración pero no el atolondrado médico positivista decimonónico que Büchner conocía muy bien porque él era médico.

Tampoco se modifica el enorme aprecio que merece el autor. Que un hombre que muere a los veinticuatro años (en 1837) haya hecho lo que hizo Georg Büchner y dejado una breve pero extraordinaria obra escrita (entre otras prosas, tres dramas de los que La muerte de Danton aun es mejor que Woyzeck) resulta portentoso. Porque además esos dramas son revolucionarios y su influencia llega hasta hoy y la prueba es que siguen representándose. Hay quien dice que si Büchner (a quien, por cierto, educó su madre hasta los nueve años) no hubiera muerto tan joven, habría sido un Goethe. Woyzeck y desde luego Danton dan para pensar así. El gran mérito de Woyzeck es que por primera vez el protagonista del drama es un pobre diablo, no un rey ni un noble, clérigo o gentilhombre de toga o espada; un infeliz, soldado del regimiento, chico de los recados, a quien los oficiales desprecian y humillan y de cuya mujer se aprovechan. Es un grito de protesta por la inhumanidad del trato de castas en una época en que se habían proclamado los derechos del hombre. Pero un soldado raso del ejército alemán no era un hombre sino algo intermedio entre un hombre y un gusano.

Entonces, ¿en dónde está la revisión del juicio? En la aplicación de la perspectiva de género, cosa que antes no practicaba y ahora hago siempre. Esta perspectiva subraya el hecho de que la desesperación, la conciencia de la horrible miseria de su situación empuja a Woyzeck a asesinar a su mujer en un crimen de género. Ya sé que, cuando se hace este tipo de observaciones, alguien se irrita y señala que esas son tonterías de lo políticamente correcto, ridículas medidas para obras clásicas y que, si aplicáramos ese criterio siempre, la humanidad tendría que corregir su visión del patrimonio artístico y literario mundial. El crimen pasional, además, se dice, es un motivo sempiterno de la creación artística. Es posible, ¿y qué?

Si se emplea la perspectiva de género se obtiene una interesante conclusión sobre los prejuicios de la humanidad personificados en los de Büchner. Éste lleva su audacia a denunciar la injusticia de tratar a un ser humano como algo inferior, despreciable. Pero su clarividencia no alcanza el fondo de la injusticia que denuncia. El protagonista de la obra, el que aparece como víctima de un destino aciago, es el asesino, pero la verdadera víctima es la mujer asesinada.

Es verdad que, al estar inconclusa la obra, no se sabe qué final le hubiera dado Büchner aunque fuera como fuera éste, lo inequívoco, lo que no se cuestiona, es que el asesinato de la mujer no es una tragedia en sí mismo sino solo una consecuencia, un efecto colateral de la tragedia que vive el asesino, de cuya desgracia hemos de compadecernos. Si Woyzeck no es tratado como un ser humano, su mujer, la víctima de la víctima, aun menos.

Con todo, Woyzeck sigue siendo una obra impresionante por la elegancia y la profundidad de los parlamentos de los personajes incluso cuando se los ridiculiza, algo que Bertolt Brecht aprendió en Büchner. Así habla el doctor a Woyzeck en un momento: "¡La naturaleza! Woyzeck, el hombre es libre, en el hombre la individualidad se ilumina en la libertad".

dimecres, 17 de juny del 2009

Al César lo que es del César.

Mi amigo Guillermo Alonso del Real, quien también tiene un blog interesante, El asno de oro, en el que se funde lo clásico con lo contemporáneo, hace lo mismo con esta obra de teatro que ha escrito. Bueno: escrito, producido y dirigido y estrenado en Madrid los días 15 y 16 y 22 y 23 de junio en la Escuela Municipal de Arte Dramático, con la colaboración entusiasta de un montón de gente. Le falta interpretar algún papel para ser ya el hombre-orquesta al estilo de Bob Dylan. Y, sin desmerecimiento de los que ayer actuaban el propio Guillermo tiene alta virtú dramática, como en el Renacimiento.

El juego de César es una fantasía disparatada de que César no muere en los Idus de marzo, sino que sobrevive a sus heridas gracias a las filosofías de un médico egipcio y a continuación revela su verdadera naturaleza e impone una forma de gobierno de estilo burgués, liberal, privatizador, de señorío indiscutible del mercado. Hay una referencia continua a la posición y misión de Roma en el pasado y en el presente en el que la legislación ha conseguido sólo tapar las vergüenzas de un sistema decadente pero éstas sobreviven por más que, como dice el "hombre del régimen", Murena, más o menos, "en un tiempo en que se ha hecho a las putas criadas, lo senadores son hoy putas".

César no viene como el caudillo todopoderoso que tiene en su mano coronarse Rey y acabar con la República en el paroxismo de la ambición. Es la visión política de César, la de Shakespeare. Bruto como la lucha de la República. Es el dilema de César que, andando el tiempo, se les planteará sucesivamente a Cromwell y a Napoleón. Y sabido es que tomaron decisiones opuestas. Pero tampoco aparece aquí César como el mercader sin escrúpulos, el especulador y agiotista en comercio de esclavos que es el de Brecht en Los negocios del señor Julio César. Es una figura intermedia: el político que concibe una política subordinada al mercado. Es una especie de cínico y de vividor que justifica el tiempo en el que manda y que, como lo ve Alonso del Real, es también el de hoy, cuando hasta los templos se privatizan, los burgueses han comprado todos los bienes públicos y el ejército, antes timbre de gloria del cives romanus , es ahora sustituido por bandas armadas también privadas, más o menos como en Italia hoy.

El espíritu de la época aparece retratado en las repetidas reflexiones del tabernero Murena, luego convertido en patricio, de que es "apolítico", al tiempo que está siempre a punto de arrear un guantazo a su mujer, Locusta. Que, por cierto, vaya nombrecitos ambos. El contrapunto lo da la pareja proleta, ella puta y él legionario que lleva veinte años arrastrando el culo en defensa de Roma, esperando una donación de tierras que no llegará jamás. Los dos ven el mundo en la ilusión espartaquista y finalmente es ella, Liconia, la que hiere de muerte a César pues el legionario Vexilio no se atreve. Fantasía total, pero muy agradable de ver, con unos diálogos muy vivos.

N.B.: Guille: no conseguimos encontrar el local en cuestión.

dijous, 4 de juny del 2009

El humor del embajador.

Mi maestro y amigo, Raúl Morodo, ha sido hasta hace poco embajador de España en Caracas ante Hugo Chávez con quien es leyenda que tenía hilo directo. Observador irónico de la realidad que lo rodea, hombre de rara sensibilidad para los aspectos más insólitos de esa realidad, con cierta inclinación poética, era cosa de tiempo hasta que Morodo se orientase por la línea de los embajadores literatos, algunos de los cuales, como Roger Peyrefitte o Lawrence Durrell, han alcanzado justificado prestigio. El caso es que, ya mediado el mandato diplomático que preveía, compuso esta especie de fantasía teatral, (Ovidio en Barlovento, Madrid, Aguilar, 2007, 149 págs.) que se representó leída en la embajada de española en Venezuela en la Navidad de 2006. La obra es una especie de farsa realista con elementos simbólicos y costumbristas y cierta atención a los aspectos linguísticos con una especie de curiosa antología de venezolanismos para interpretar la cual el autor nos provee con un vocabulario.

La trama es ingeniosa: unos venezolanos de clase media, bien chéveres, deciden hacer un negocio de rendimiento inmediato, elevado y seguro, consistente en un secuestro con petición de rescate. Lo ponen en marcha con el auxilio de Corina, la novia de uno de ellos y de dos delincuentes (malandros) negros. El secuestrado será el embajador de España. No se dice que sea de España pero se da a entender. Una obra de teatro que se interpreta en la Embajada de España y cuyo asunto es el secuestro del embajador.

Los secuestradores quieren un millón de dólares y los que acaban soltándolos, tras convencerse de que son imprescindibles para seguir adelante con sus proyectos y de que constituyen en realidad una buena inversión son el Obispo, el Banquero y el Senador, que son la parte simbólica de la obra: el poder religioso, el económico y el político con sus distintas formas de mediación. El embajador tiene una idea elevada del valor de la embajada y ello le sirve para reflexionar en un triálogo entre estos tres símbolos acerca de los principios mismos del orden. Así, valorando que, por fin, han conseguido convencer al Banquero (reticente al principio) de la necesidad de pagar el millón de dólares, que ya será resarcido, dice el Obispo: "¡Ah el poder! El poder es, al mismo tiempo, nombrable e innomabrable, pero sempre cierto y seguro. Y afortunada y aparentemente confuso: la trasparencia lleva siempre al desorden. Usted será felicitado y nosotros también: al final, querido Banquero, se trata de una buena inversión. No lo olvide" (p. 112). Los secuestradores han puesto en marcha un plan que llaman Pacto de Barlovento y trasladan al secuestrado a una hacienda en esta región. Pero luego sucede que, cuando se están poniendo en ejecución todas las predicciones para materializar el resultado del secuestro y los secuestradores reciben el pago, otros delicuentes, malandros, irrumpen en escena, arramplando con todo lo que encuentran y apropiándose de medios informáticos que no son suyos. Al menos, es lo que la pareja de criollo y negro que gestionó el intercambio ha contado a la otra pareja que quedó a la espera. Y eso puede ser cierto o no. La crítica es aquí costumbrista: la sociedad venezolana no es de fiar; ¡ni los delincuentes son de fiar...!

La obra muestra cierta influencia del teatro de Oscar Wilde, sobre todo en algunos diálogos chispeantes. Así, Ricardo Antonio tiene que tranquilizar a su novia Corina respecto a las consecuencias de sus planes. Por eso le dice: "No olvides que es un secuestro de fin de semana, de viernes a domingo, y también un secuestro diplomático, es decir, muy civilizado." (p. 44).

Se trata, por tanto, de una obra ágil, amable e irónica hacia todas las instituciones establecidas, incluidas las embajadas y, por cierto, muy bien escrita. Sería magnífico verla representada y que, como en la lectura en Caracas, el propio autor hiciera el papel del embajador secuestrado. Lo que no he acabado de entender es qué tenga que ver aquí el poeta romano Ovidio, fuera de que aparezca el nombre de una de sus amadas, Corina.

dimarts, 17 de març del 2009

Fanatismo v. hipocresía.

¡Por fin una escenificación de Shakespeare en la que el director, los adaptadores, los actores, nadie pretende hacer eso que los ingleses llaman outshakespeare Shakespeare y que podríamos traducir a la pata la llana como "pasarse de listos" o pretender ir más allá de Shakespeare pero siempre, claro, tomando pie en sus obras y destrozándolas.

El teatro de La Abadía tiene en escena Medida por medida hasta el 26 de abril. Se trata de una adaptación con escenografía moderna pero no pretenciosa, muy ágil y muy al pie de la letra, sin interpolaciones de ningún tipo. Como en La Abadía el escenario está a ras de butacas tiene uno una visión completa y muy cercana de la obra, que está muy bien dirigida y con mucho ingenio, a pesar de las insuficiencias de la pequeñez del lugar y el escaso número de miembros de la compañía. Los actores me parecieron desiguales. A Julio Cortázar le sobra desenvoltura como Lucio, el amigo de Claudio y a Irene Visedo, como Isabel, le falta algo de fuerza de convicción. Como veo el personaje, Isabel es una fanática capaz de dejar morir a su hermano injustamente antes que ceder a los propósitos libidinosos del delegado del gobernante y eso hay que hacerlo visible mientras que Visedo resulta hasta razonable.

La historia de Medida por Medida es una fábula de fanatismo e hipocresía. El duque de Viena emprende un misterioso viaje (en realidad no hay tal, sino que se queda en la ciudad disfrazado de monje para ver cómo van las cosas en su ausencia) y deja en su lugar a Angelo bajo la asesoría de un sabio varón, Escalo. Ángelo, prototipo de gobernante cruel, condena a muerte a Claudio por haber mantenido relaciones sexuales con su novia antes del matrimonio en aplicación de una ley que había caído en desuso. Isabel, una novicia hermana de Claudio, intercede por su vida y Angelo le dice que se la perdonará si ella accede a acostarse con él, a lo que ella se niega, prefiriendo que Claudio muera. Es la escena que retrata el célebre cuadro del prerrafaelista William Holman Hunt a la derecha. Enterado de todo el monje (que es el duque), urde una estratagema: Isabel simulará acceder a los deseos de Angelo siempre que sea a oscuras y en silencio y el lugar de la novicia será ocupado por Mariana, la novia repudiada de Angelo por haber perdido la dote en un naufragio. Angelo consuma el acto creyendo haber desflorado a Isabel y, a pesar de todo, incumpliendo su palabra, da orden de que ejecuten a Claudio. Finalmente el enredo se deshace; el duque recupera su lugar, se hace audiencia pública a petición de Isabel y Mariana, se descubre el enredo, Angelo es condenado a muerte pero salva la cabeza por la intercesión de las dos mujeres a las que quiso agraviar y el duque pide a Isabel en matrimonio quien no responde negando ni accediendo con lo que la obra tiene un final bien extraño en el que nos queda la duda de si, al final, hay o no boda del duque y la novicia.

Lo determinante, lo más llamativo de la obra, a mi parecer, la injusticia de toda hipocresía: ese Ángelo que condena a otro a muerte por hacer lo que él mismo hace y con mucha menos legitimidad es una parábola de la inmoralidad por antonomasia, la que rompe de cuajo la regla de oro de la moralidad por hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros y encubrir el delito bajo el manto de la justicia. Al lado de esta cuestión esencial todo lo demás de la obra parece de tono menor pero tiene su importancia. El mencionado fanatismo de Isabel, capaz de sacrificar a su hermano a sus convicciones morales espanta un poco pero es respetable, a diferencia de la hipocresía de Ángelo. El resto de los caracteres es estupendo. El dueño del burdel (la foto de más arriba) hace un gran papel, igual que el alcaide de la prisión, el alguacil medio lelo y Lucio el gracioso amigo de Claudio. El ardid que permite desentrañar el enredo (un cambiazo en el lecho para frustrar los malvados designios de un precito y enderezar las cosas en el camino de la recta moral con un guión algo torcido ya que, al fin y al cabo, es una mentira) fue un recurso muy extendido en el teatro isabelino, igual que en el del Siglo de Oro español.

divendres, 20 de febrer del 2009

Hamlet en comedia.

Está esta obra tan publicitada en la Villa que ayer me planté en el teatro Matadero a verla y he de decir que no me gustó nada y que hasta me pareció de coña. Supongo que todo eso se debe a mi incultura teatral, que confieso, mi ignorancia, que reconozco y mi falta de gusto, de la que estoy convencido. Pero explicaré brevemente por qué no me gustó aun reconociendo que todos los que la hacen, del director al último cortesano trabajan como fieras, se esfuerzan y tratan de sacar lo mejor de sí mismos. Pero para nada bueno porque la libérrima interpretación de la obra de Shakespeare no da un Hamlet convincente. Se hace hincapié, mucho hincapié, en que el príncipe es interpretado por una mujer, de lo que hay pocos antecedentes, pero los hay, la Bernhardt, que se atrevía con todo, y no sé si la Xirgu. Pero es que este asunto del sexo es perfectamente anodino desde el momento en que Hamlet es literalmente la personificación de la duda, de la duda metafísica, dentro de la que está como es obvio la de género; pero no se agota en ella. La señora Portillo, por lo demás, interpreta un Hamlet monolítico, decisivo, contundente. Probablemente porque quiere reflejar a un varón y mostrar virilidad (de ahí que empiece la obra castigando duramente a un punching-ball) pero con eso lo fastidia ya que el príncipe es duda porque es indecisión, vacilación, reparo (de ahí que pueda haber una interpretación de Hamlet como homosexual o bisexual) y por más que la señora Portillo luzca atributos femeninos su acción, a saltos y carreras por el escenario, no inspira nada de aquello. Pero ¿cuál es el sentido de que a Hamlet lo interprete una mujer? ¿No es el de subrayar entre sus ambigüedades sus rasgos femeninos?

A partir de aquí la obra no tiene ya mucho sentido. Bueno, la escenografía, mostrando indudables aciertos, resulta creo exagerada, alambicada, pelín pretenciosa y la coreografía a veces era enloquecedora. Hay cuadros en Shakespeare en que está presente una gran cantidad de gente pero es que los de este Hamlet cada cual está haciendo algo por llamar la atención, portando manzanas o luciendo un espejo o trepando por una cuerda, lo que distrae mucho de la historia. Y ese es el principal defecto del montaje, que no conduce al contenido lírico y filosófico de los parlamentos de Shakespeare sino, al contrario, distrae de él y eso cuando el volumen de la música o los correspondientes horrísonos gritos que da algún personaje, permite oír los parlamentos.

En general creo que no es acertado reducir el texto de Shakespeare (o esa impresión me ha dado) a los trozos más célebres y memorables y al desnudo relato de la trama y no de toda. Sobre todo para sobreponerle una coreografía caprichosa, generalmente pomposa y violenta con abundantísimos silencios. No hay modo de seguir la evolución psicológica de los personajes, esa tortura interna que se va iniciando en ellos desde el comienzo, como sucedió con Hamlet padre que murió envenenado por el oído. Justo la venganza que toma él después: vierte su veneno en el oído de su hijo, el veneno del rencor, el odio, que luego lo emponzoñará todo y los destruirá a todos.

Volviendo a la escenografía: esa costumbre que tienen en el Matadero de poner agua en el escenario no siempre es grata. Acaba uno un poco harto de agua, aunque reconozco que es buena aliada cuando quiere uno dar sensación de mucho coraje: se marcha dando patadas al agua y levantando espuma, como un dios. No hay ambientación, gracias al cielo, ni muchos decorados, pero esa costumbre también de vestir a todos los personajes con uniformes como de soldados vieneses o motoristas de Jean Cocteau tampoco es convincente. Se dirá que cada cual puede representar a la gente de Helsingfor como quiera y es muy cierto. Simplemente esta forma de imaginarlos no me gusta y menos el vestuario de los cuatro cortesanos. Lo de las bicis mola pero el bombín, la chaqueta, el pantaloncito corto y el faldellín son asombrosos y lo peor no es que estén ahí tan apropiados como en el entierro de Tutankamon sino que, además, toman luego al asalto el espacio común del descanso con la música a todo trapo, grito va, berrido viene, muy cosa de gay cool y macizo, lo cual ya me parece un abuso. Porque es una invasión de territorio.

Discrepo de casi todas las formas de presentar los momentos más célebres de la obra: la muerte de Polonio, la de Ofelia, la calavera de Yorick (que aquí aparece, creo, no estoy seguro, pero en un momento irrelevante), el viaje a Inglaterra, pero a lo que más objeto es a la escena final en la que todos mueren y Hamlet mata a Claudio de un disparo de revólver. Ya han aparecido antes y se han disparado armas de fuego, un anacronismo que no tiene mayor importancia de no ser porque incorpora un simbolismo en la línea errónea dado el carácter fálico de las pistolas. Pero el tiro del que muere Claudio suena un poco como los obligados sonoros disparos fuera de escena con los que se ponía sumario fin a muchos enredados dramones en el siglo XIX. Aquí el final es tumultuoso, veloz, como si tuviéramos prisa por despachar el importante momento de la muerte (cuando ha habido escenas literalmente a cámara lenta) y amontonar los cadáveres de cualquier modo, para que Hamlet, en cuyo honor está hecho este montaje, recite su parlamento final.

¿Lo ven? Probablemente no he entendido nada y soy incapaz de marchar con el paso del tiempo.

divendres, 13 de febrer del 2009

Razón y pasión.

Hemos dado un salto al Teatro Español a ver la obra de Jean-Claude Brisville, El encuentro de Descartes con Pascal joven en versión y dirección de Josep-Maria Flotats sobre traducción de Mauro Armiño. Descartes es Flotats y el joven Pascal, Albert Triola. Está teniendo tanto éxito que prolongan las representaciones hasta el 1º de marzo. Con llenos diarios. Una vez más se prueba que no hay crisis del teatro sino crisis de talento en el teatro que no es lo mismo. Cuando hay algo bueno hecho por alguien bueno, los patios se llenan. No tanto como si fuera una final de liga de futbol pero téngase en cuenta que eso ha pasado siempre. El teatro no es cosa de masas, ni siquiera en donde era cosa de masas, como en Grecia. Tuve que sacar palco, traté de parecer una figura de Manet, pero no creo haberlo conseguido.

Está muy bien la idea. Es un bizcocho en la obra de Brisville, que ya había escrito Le souper, otro encuentro en 1815 (el de Descartes/Pascal es de 1647) entre Talleyrand y Fouché. El de estos dos es más de política, de realismo político y hasta trata del asesinato del Duque de Enghien. El de Descartes y Pascal es un diálogo en el Grand siècle de contenido filosófico y teológico, ¿por qué no? Se sabe que el 24 de septiembre de 1647 Descartes y Pascal estuvieron hablando juntos por única vez en su vida; lo que no se sabe es de qué. ¿Por qué no de filosofía y teología? Parece lo más probable.

La obra está estupendamente escenificada con una sobriedad y sencillez muy del siglo XVII y los dos actores, casi sin moverse en toda la representación, sentados a una mesa con dos velas y una frasca de buen vino, hacen una interpretación soberbia, dan vida a dos personajes que, sobre ser personas individuales concretas con sus caracteres, son también dos símbolos, dos principios filosóficos así como teológicos, el racionalismo católico cartesiano en el que la razón impera independiente en su propio campo y el jansenismo pascaliano que no admite que haya campo alguno en donde la razón pueda imperar independientemente de Dios.

El diálogo es una refinada filigrana en la que el hombre maduro y el joven abordan diferentes asuntos prácticos y teóricos: lo que les gusta y disgusta, cómo ven el tiempo, cuestiones de ética, los fines de la vida, qué nos sea dado esperar, qué hemos de hacer con la ciencia, a qué aspiramos en la vida, a qué renunciamos, cómo nos vemos a nosotros mismos, cuánto queremos saber, a qué nos atrevemos, etc, etc. Y el intercambio que también es como una esgrima de conceptos, de brillanteces, de sobreentendidos y malentendidos con explicaciones, tiene altos y bajos, momentos en que Descartes pasa al ataque y Pascal se defiende y momentos (los más frecuentes porque es el más joven y fogoso) en que Pascal ataca y el autor del Discurso del método se defiende. Descartes cree que la razón está en situación de explicar por entero el mundo de modo exacto, a través de conceptos matemáticos sin necesidad de la hipótesis de Dios que, de todos modos habla con números. Pero ahí está y el hecho de que sea él precisamente lo único que la razón no puede explicar no afecta al de que ésta sí puede explicar toda su obra. Dios se mantiene pero, como el de Epicuro, se hace a un lado y no se ocupa de los asuntos humanos.

Para Pascal esto es insatisfactorio puesto que si la razón es insuficiente para explicar a Dios, debemos olvidarnos de la razón, como Descartes de Dios, y preguntar a éste cómo podemos llegar a entenderlo, a explicárnoslo, a identificarnos con él. Es a Dios a quien hay que comprender porque, comprendido él, estará comprendida su obra que sólo tiene sentido a través de él y más concretamente, de Jesucristo.

Descartes no entiende que un hombre que ha llegado tan alto en el conocimiento matemático lo abandone por algo que es imposible, mientras que Pascal no entiende que Descartes no entienda que lo que él ambiciona no es el conocimiento del mundo, que está muerto sino el de Dios porque eso es conocer el sentido de la vida humana. No podían entenderse y el encuentro tenía que quedar en tablas.

Hay un momento muy significativo de lo que llamaríamos razón práctica o política de razón práctica en que Pascal pide a Descartes que estampe su firma junta a la suya (de Pascal) en un manifiesto de abajofirmantes en defensa de Antoine Arnauld, el jansenista perseguido por los jesuitas que trataban de que la Sorbona condenara sus obras, sobre todo, claro es, las contrarias a la Compañía de Jesús. Descartes, antiguo alumno de los jesuitas, se niega a hacerlo con razones nada convincentes aunque me equivoco mucho o tampoco suenan convincentes las razones esgrimidas por Pascal por las que se debiera firmar el manifiesto. De hecho el propio Pascal se pasó luego los siguientes veinte años escribiendo Les provinciales en defensa del jansenismo y atacando a los jesuitas.

La tensión dialéctica es alta y se mantiene la atención del público toda la obra. En fin que es muy interesante ver lo que Brisville piensa que se hubieran dicho Descartes y Pascal.