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dilluns, 21 de desembre del 2015

Sinestesia

Michael White (2015) Travels in Vermeer. A memoir Nueva York: Persea Books. (178 págs)

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¡Cómo son los poetas! Pasan días enteros buscando una palabra, pero pueden escribir un libro sin un motivo aparente y sin una idea clara de lo que quieren decir. Pueden hablar y escribir sin parar para esconder sus pensamientos. O incluso para esconderse de sí mismos. O para desdoblarse y tratar de distraer al yo que se han inventado. Quieren ser tan puros en el enunciado, tan cristalinos, directos, inmediatos que nunca acaban de explicar qué van a decir, con lo que todo decir se les convierte en indecible. Quieren transmitir, pero no saben qué, ni cómo y, a veces, se ofenden cuando se les entiende. O se hace como que se les entiende, que también los lectores llevan cierta parte en la ceremonia de lo inefable.

El libro de White Viajes en Vermeer, se subtitula A memoir, que viene a ser algo así como un recuerdo y es muy peculiar porque no se ajusta a ningún género convencional. Es simplemente un relato en prosa, intercalado con algunos, escasísimos poemas pero con un espíritu poético. Sobre ¿qué? Sobre el presente del autor y su pasado. Dado el carácter de este casi parecería un informe (también serviría como acepción de memoir) para un psiquiatra o algo similar. Por el pasado que narra, lo extraño es que este escrito no haya visto antes la luz aunque, claro, no podría tener las dimensiones que tiene y en esto también hay parte de su razón de ser.

Es un relato de una serie de viajes y un trozo de vida del autor a raíz de un divorcio agrio de su segunda mujer, quien le impide ver a su hija y es esta carencia, la que, por así decirlo, inicia la narración. Desesperado, pilla un avión y aterriza en Amsterdam, si saber bien por qué. Ya allí, decide visitar el Rijkmuseum para ver Rembrandts y pintura flamenca. Pero se queda prendado de unos Vermeer que encuentra en el camino. Tan prendado que identifica 23 de los 34 cuadros del maestro de Delft en Museos en Amsterdam, La Haya, Washington, Nueva York y Londres y decide verlos todos, desplazándose a los lugares en vacaciones o tiempos sueltos, al tiempo que se sumerge en la lectura de gente que ha escrito sobre Vermeer, como Edward Snow, Lawrence Gowing, etc.

Los distintos museos serán, por tanto, las etapas de un itinerario espiritual, una peregrinación en busca de consuelo y recuperación, un viaje personal hacia el interior y el exterior. La visión y descripción de algunos de los Vermeer más famosos ante los que uno también se ha quedado muchas veces fascinado, como la joven con pendiente de perla, la lección de música o el arte de la pintura que está en la portada del libro, se entreveran con recuerdos de un pasado verdaderamente intenso oculto bajo la apariencia convencional de un profesor de unos sesenta años, que enseña escritura creativa en la Universidad de Chapel Hill, en Carolina del Norte, un estado sureño.

El relato no sigue un curso cronológico ordinario sino que está cruzado de flash backs, de retornos, solapamientos, razón por la cual, se entiende mejor si se establece el hilo ordinario. Venido de un matrimonio roto, plagado de violencia de género, de padres cultos, ambos profesionales licenciados universitarios, el autor se convierte en alcohólico a partir del servicio militar. Solo consigue salir de la adicción apuntándose a las sesiones de Alcohólicos Anónimos. Esta dinámica de grupo puede ser temporal o permanente y en su caso parece ser lo segundo. Solo un par de recaídas. En el curso de la desintoxicación conoce a su primer mujer, diez años mayor que él, de la que se enamora por entero y a la que pierde por cáncer a los diez años. Tras un período de soledad, un segundo matrimonio con una mujer más joven que él, de la que no está enamorado sino, todo lo más, al parecer infatuated, pero con quien tiene una hija que, esa sí, es su más profundo amor. Este segundo matrimonio termina en desastre.

Durante los trámites del divorcio y los intentos de acercarse a su hija, el hombre va visitando los Vermeer, narrando las historias que rodean las visitas, pequeños detalles y enhebrando luego juicios sobre las diversas composiciones que contempla, así como sus otros quehaceres. Consideraciones a veces prolijas y muy interesantes de leer, como, por ejemplo, las que hace sobre el más famoso paisaje de Vermeer, la vista de Delft, bien acompañadas de curiosas peripecias. Por ejemplo, por consejo de su asesor en asuntos emocionales, entra en contacto sucesivamente con dos mujeres desconocidas a las que llega a través de un portal de citas a ciegas en internet. Son dos intentos de encontrar compañía, de buscar afecto y complicidad con espíritus similares. Fascinantes las descripciones de los dos encuentros con dos mujeres que aparecen de la nada, cobran una interesante realidad, cual si se materializaran a través de la escritura como las mujeres de Vermeer a través de su pintura, para desaparecer luego para siempre. Los encuentros de las citas a ciegas no tienen continuidad.

Se superponen los estilos. Parte del relato tiene la concisión y la brevedad de un reportaje; otra se detiene más en la descripción. Hay trozos novelados, dialogados. En general la prosa es elegante, refinada, distanciada e irónica.  

Los viajes, los juicios sobre los Vermeer, sus reflexiones sobre las mujeres, la soledad, los cuadros de grupo, le refrescan su propio pasado y le hacen escribir sobre él. Vermeer tuvo una vida breve, sembrada de miseria y necesidad, con una familia muy numerosa y murió prematuramente arruinado por el hundimiento del mercado del arte en los Países Bajos de su tiempo. Casi parecería que el maestro de Delft hubiera creado sus fabulosas obras para que sirvieran de consuelo y reparación a un alma destrozada por penas de amor como la suya unos siglos más tarde. White no dice tal cosa, naturalmente, pero yo, sí. Se le nota mucho en las descripciones de los distintos cuadros de Vermeer porque nadie que escriba o hable puede evitar dar pistas no sobre lo que dice sino sobre lo que piensa. Casi todos los comentarios sobre las mujeres de las composiciones de Vermeer se refieren a cómo miran y, en concreto, cómo lo miran a él. Es verdad que en algunas de las composiciones, las mujeres se vuelven hacia el hipotético espectador a lo largo de los siglos. Pero tiene gracia que el autor llegue a preguntar a un especialista holandés si la joven con el pendiente de perla gira la cabeza hacia el espectador o, al contrario, se dispone  a mirar para otro lado.

Poesía, pintura (ut pictura poesis), literatura, solo falta la música para ampliar la sinestesia. Y, en efecto, como era habitual en la pintura flamenca, varias de las obras de Vermeer tienen tema musical y están comprendidas en el peregrinar por el amor y el arte de White: la carta de amor (Amsterdam),  joven con una flauta (Washington), Mujer con un laúd y la lección de música interrumpida (Nueva York), Mujer tocando la guitarra, la lección de música, mujer ante un clavicordio, mujer sentada al clavicordio (todas en Londres). Es curioso que White, quien comenta en detalle y profundidad colores, luces, texturas, brillos, mapas, objetos y hasta vestimentas, prácticamente no preste atención a los aspectos musicales. La variedad de instrumentos evoca sonidos, melodías distintas que pueden imaginarse en sus relaciones con los colores. A veces, la acción interrumpe una ejecución musical, como en la carta de amor y, a veces, la interpretación de una pieza es la acción del cuadro, como en los dos últimos que White comenta, mujer ante un clavicordio y mujer sentada ante un clavicordio, que el autor juzga pendant el uno del otro.




dimecres, 9 de desembre del 2015

Los cuentos de Eros.

VV.AA. (2014) A l'ombra del Decameró. Catorze relats eròtics. Maçanet de la selva: Gregal. (111 págs).
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  No soy aficionado a la literatura erótica. Probablemente me ocurre con ella como a Obelix con la poción mágica, que absorbí demasiada ya al comienzo de mi afición lectora. Hurgando de adolescente en la biblioteca de casa encontré una preciosa edición del siglo XIX de las Aventuras del baroncito de Faublas, una novela erótica escrita por Jean-Baptiste Louvet de Couvrai en 1787. Creo recordar que la edición española era de cuatro volúmenes en octavo que, por supuesto, leí de un tirón, muy entretenido con sus picantes ilustraciones. Ya más en nuestro tiempo pero siempre del feliz botín de los antepasados, leí algunas novelas de Felipe Trigo y Eduardo Zamacois, a los que había gran afición en casa porque, además de escritores eróticos, eran de izquierda. Luego, ya en la juventud dorada acabé de curarme con la visita al Henry Miller de los Trópicos y La crucifixión Rosa, que no son literatura erótica, pero como si lo fueran y Anaïs Nin, que hablaba mucho de él. Precisamente llegué a ella por su curioso ensayo sobre D. H. Lawrence, cuyo Amante de Lady Chatterley debiera ser lectura obligada para todos quienes, a ciertas edades, sientan nostalgias extrañas y vacíos melancólicos. Más en la actualidad, es poco lo que he leído de este género. Si acaso alguna cosa suelta como Las edades de Lulú, de Almudena Grandes, quien ganó con ella el premio de la Sonrisa Vertical y hubiera hecho bien manteniéndose en esta línea porque su otra literatura es pavorosa. Por eso he acogido el libro en comentario con la sensación de visitar paisajes familiares.

La obra, una recopilación de cuentos de 14 autor@s simula una situación similar a la que dio origen al Decamerón de Bocaccio. En este caso, 14 personas que, según la introducción, son "aficionadas a las letras", se reúnen en una casa de campo a cierta distancia de Barcelona,  como los del Decameron estuvieron diez días alejados de Florencia para escapar a la peste negra. En este caso, según se dice, es una petición de una desconocida señora que presta su posesión a los narradores para que pasen allí 14 días a condición de que cada día le hagan llegar un  cuento erótico. Los autores bautizarán el lugar como Conyserola, esto es, algo así como Coñoserola. Si non è vero, è ben trovato. Porque se trata, en efecto de 14 aficionad@s a las letras que, en casi todos los casos, ejercen otras profesiones, y tienen muy diversas edades, siendo la más joven de 28 años y la mayor, de setenta. La mayoría, en la cincuentena y, por lo que me malicio, tod@s pudieran ser alumn@s de algún tipo de taller de escritura. O sea, son escritores vocacionales pero casi ninguno o ninguno vive de la literatura, aunque en algunos casos ejercen actividades (periodismo, diseño, etc) relativamente próximas a ella.

Los 14 cuentos, todos muy breves, ninguno de más de 10 páginas, son una muestra muy variada en cuanto a estilos y temas, como es de esperar. Hay algunos factores que se repiten, aunque no con tanta frecuencia que quepa considerarlos característicos. Pero tienen su relevancia. Por ejemplo, varios de ellos giran en torno a cuestiones de cocina o de comidas, (moluscos, sopa de puerros, tortas) probablemente por aquello de que los sentidos van juntos. Otros tienen claves literarias o cinematográficas o de peregrina actualidad: uno relata una historia con un intelectual, un filósofo, propietario de un perro llamado Nietzsche; otro (póquer de reines), trae un cuento dentro del cuento; otro es un juego irreverente con Elizabeth Bennet, la heroína de Orgullo y prejuicio; y otro replica el título de una famosa película (Quatre polvos i un funeral); otro, por fin, es una reconstrucción de la escena que alguien grabó con un vídeo con Pedro J. Ramírez y Exuperancia Rapú, naturalemente con los nombres cambiados. Por lo demás, las cuestiones concretas son también muy diferentes: se tratan cuestiones de fetichismo corporal (el pubis) la inapetencia sexual por aburrimiento en el matrimonio, la promiscuidad, las alucinaciones a cuenta de la muerte, nunca muy lejos del amor en la literatura, los consoladores y objetos eróticos y las fantasías sexuales, como el de una mujer que se trajina el dragón de Sant Jordi o se deja trajinar por él. 

Normalmente son narraciones moderadas, contenidas, incluso cuando describen situaciones que entrañan cierta dosis de violencia. Ninguno plantea esa cuestión tan complicada de la oscura relación que hay  entre el sexo y la brutalidad, aunque alguno hace referencia a prácticas sadomasoquistas. Con una calidad literaria aceptable, se dejan leer con agrado. Y, si este crítico no los encuentra excitantes quizá sea por lo narrado al principio de haber caído de pequeño en las redes del travieso hijo de Venus.

dimarts, 24 de novembre del 2015

La imaginación viajera.

La fundación de la Telefónica, llamada Espacio, tiene una interesante exposición sobre las obras más conocidas de Julio Verne. Comisariada con mucho acierto y abundancia de medios por María Santoyo y Miguel Ángel Delgado trae un gran acopio de piezas del mundo verniano, grabados, libros (sobre todo preciosos ejemplares de las ediciones de los Viajes extraordinarios de Pierre-Jules Hetzel), fotografías, objetos, maquetas, carteles, películas, dcumentos, todo lo que un visitante puede exigir para que lo devuelvan, como si de un  relato del novelista francés se tratara, a la infancia y la adolescencia. Me llevé a mis hijos y aproveché la ocasión para seguir haciéndoles apreciar los fantásticos mundos que la imaginación de los genios del pasado ha ido creando. Sin detrimento, claro está, de los juegos de las tablets.

De todos los escritores de aventuras de mis años mozos, Salgari, Verne, Cooper, Scott, Reid, Stevenson, May, etc., los dos primeros ocupan un lugar preferente porque disponía de una abundante provisión de libros de comienzos de siglo procedentes de la biblioteca de mi abuelo y de los que me fascinaban, por supuesto, los contenidos y luego los grabados. Nunca he podido acostumbrarme del todo a que los libros dejaran de venir ilustrados y eso a pesar de que muchas veces sentía la frustración de que el ilustrador tuviera una visión distinta de la mía o ilustrara episodios irrelevantes, pasando por alto los que me parecían decisivos.

Julio Verne fue un típico hijo de su tiempo, un fervoroso creyente en el progreso, los avances de la ciencia, la ruptura de límites, la búsqueda, la exploración incesantes. Fue un positivista, educado en la filosofía, casi religión, de Saint Simon y Comte, alguien convencido de que el hombre conquistaría la naturaleza y el universo entero. Sus obras son conocidas en todo el mundo, están traducidas a todas las lenguas y muchos de sus personajes son familiares en los más alejados puntos del globo, Miguel Strogoff, Phileas Fogg, el capitán Nemo, Robur el conquistador (este no es tan famoso pero es uno de mis preferidos), Matías Sandorf, Godfrey Morgan (otro de mis favoritos, un robinsón), el capitán Hatteras, Claudio Bombarnac, Héctor Servadac etc. Suele decirse que es el padre de la ciencia-ficción, pero otros sostienen que esto es inexacto, por mucho que Isaac Asimov lo sostenga. Y también por mucho que lo emparenten con su contemporáneo H. G. Wells, muy apreciable sin duda y escritor muy avanzado, pero de otro talante. Soy de esa opinión. Julio Verne es un prodigioso literato (sobre la calidad de su obra ya se discutió en su tiempo y seguirá discutiéndose mientras haya a quien emocionen las aventuras, la intrepidez de las gentes, la audacia, la curiosidad) y un autor de libros de viajes maravillosos, todos ellos inventados pero muy realistas. Por eso, el exitazo de sus obras, que lo hicieron rico, viene encarrilado por el hallazgo de estar escritas como una gran serie, una saga de Viajes extraordinarios. 

Y no se crea que merecen ese nombre los relatos de viajes, de periplos, de trayectos en sentido estricto por inverosímiles y extravagantes que parezcan y que son los más famosos (a la luna, al centro de la tierra, al fondo del mar, alrededor del mundo, al sistema solar, el centro de Asia) sino que, en realidad, lo son casi todas sus demás obras. Miguel Strogoff es un viaje por Rusia y Siberia; Robur el conquistador, una historia de una máquina voladora por todo el mundo; Los millones de la Begun, a los Estados Unidos; Las tribulaciones de un chino en China, obvio; Cinco semanas en globo, por el África central, etc. Casi todas las obras de Julio Verne son viajes, traslaciones de historias, trayectos, desplazamientos y están vinculados de mil maneras a la historia de la literatura casi desde sus orígenes hasta hoy mismo, cuando casi nadie lo lee. Y es una pena.

Señalan los comisarios con gran acierto que Julio Verne llevó a sus lectores desde el polo norte a la Tierra de Fuego, del centro del planeta a la luna, pero él no se movió de su gabinete de trabajo. Sus narraciones, decíamos, son muy realistas y están perfectamente documentadas porque, como buen positivista, estaba al tanto de los avances de las más diversas ciencias. En verdad quizá sea este su punto literario más débil: sus prolijas explicaciones sobre todo tipo de experimentos y descubrimientos científicos son a veces indigestas. Él viajaba más que nada con la imaginación, como ha pasado con otros autores que nunca han puesto pie en los lugares que describían o lo hiceron después, por ejemplo Karl May. Así, Verne, recluido en su gabinete de trabajo viene a ser como la versión real del prodigio de imaginación que fue el librillo de Xavier de Maistre, el hermano de Joseph, Viaje alrededor de mi cuarto, publicado en 1794.

La exposición documenta algunas de las secuelas de los viajes vernianos. El Viaje al centro de la tierra inspiró al aragonés Segundo de Chomón, del que pueden verse trozos de películas bien interesantes. Innecesario decir que el Nautilus tomó forma real en el submarino de Isaac Peral. En la literatura de nuevo el propio Verne escribió su La esfinge de los hielos en homenaje a Edgard A. Poe, como continuación a su relato sobre Las aventuras de Arturo Gordon Pym. Enorme el impacto de La vuelta al mundo en ochenta días, que no solamente animó a la intrépida periodista Nellie Bly (de la que hay mucha referencia en la exposición) a completarla, aunque acortando el plazo a 72 días; también impulsó al prolífico Vicente Blasco Ibáñez a escribir una Vuelta al mundo de un novelista, un magnífico relato. Y no se hable del calembour cortazariano de La vuelta al día en ochenta mundos.

No sigo por no hacer el post interminable, así que me remito a las dos novelas de Verne de un viaje a la luna (De la tierra a la luna y Alrededor de la luna) porque también son etapas de un largo sueño de la humanidad, llegar a la luna, que siempre me ha fascinado. Según mis noticias, el primer viaje a la luna es de Luciano de Samosata, allá por el siglo II a. d. C., con un barco arrabatado por un tifón que lo deposita en el satélite. Hay quien dice que ese viaje es el que impulsó a Johannes Kepler a escribir su famoso Somnium (1623) en el que un aventurero llega a la luna para hacer mediciones sobre la tierra y, de paso, como quien no quiere la cosa, defiende la doctrina de Copérnico que todavía por entonces no era cosa muy recomendable. Por esas fechas (hacia 1628), un  clérigo inglés, Francis Godwin, publica un curioso escrito, El hombre en la luna en el que un español Domingo Gonsales, llega a nuestro satélite tirado por unos poderosos gansos. Era una época en que los españoles eran notados viajeros. Probablemente Cyrano de Bergerac leyó el libro de Godwin cuando él mismo se fue a los Estados e imperios de la Luna y el Sol hacia 1657, en una obra que tradujo Palinuro en su día por no ser menos que quienes ya lo habían hecho con anterioridad sin que ninguno hayamos conseguido hasta la fecha convencer a la gente de que además de un narizotas de ficción, Cyrano fue un gran escritor, fabuloso espadachín, más que mediano dramaturgo y poeta, librepensador, filósofo e intrépido viajero... al estilo de Verne. 

Verne, el que enseñó a Méliès la forma de llegar a la luna y, con él, a centenares de miles de lectores y espectadores en todo el planeta.

dilluns, 9 de novembre del 2015

El voto de Palinuro.


Cuando escogí el título para el blog lo hice movido por las referencias subterráneas a Palinuro que pueden rastrearse en la literatura, desde la Eneida al Palinuro de México, de Fernando del Paso. Cyril Connolly lo usaba de seudónimo y con él firmó su obra más conocida, The Unquiet Grave, ("La tumba inquieta"). Era un libro imposible, un intento de reflexionar sobre la obra maestra del escritor que, a su vez, fuera una obra maestra. No era poca su ambición y, encima, Connolly la abordó con la clara conciencia de ser un fracasado. "Acercándome a los 40", dice,  "sensación de fracaso total". Sin embargo, el título y el seudónimo juntos tienen mucha chispa y genio. El título es el de una vieja canción popular inglesa del siglo XIII o XIV y el piloto de Eneas  vagaba por el reino de los muertos porque murió pero no fue enterrado. No tenía tumba. La sibila Cumea revela a Virgilio que Palinuro será por fin enterrado y que su tumba será el Cabo Palinuro, hoy un holiday resort al S.O. de Italia, por debajo de Salerno, lleno de hoteles. O sea, la tumba es inquieta.

Inquietud es lo que me han trasmitido algun@s lector@s en privado sobre cuáles puedan ser las opciones de voto de la izquierda y me han pedido que diga cuál será el mío y lo explique. No tengo inconveniente. Yo votaría a la CUP, los inquietos rebeldes; pero no se presentan en España, que es tierra tradicionalmente sumisa; solo en Cataluña y no a las generales. No siendo eso, mis preferencias primeras venían oscilando entre el PSOE y Podemos. En alguna ocasión he imaginado que podría haber una alianza de ambos. No estaría mal. Pero parece imposible, así que no sabía cómo pronunciarme y vagaba inquieto, como la sombra del piloto de Eneas.

Connolly resume su vida en la frustración de Palinuro quien, tras llevar a los troyanos hasta las costas de Italia, en donde el hijo de Anquises y Afrodita fundará un imperio que vengará a Troya, muere antes de pisar la tierra soñada y a la vista de ella. Vuelve a ser un típico understatement pues, al subrayar el destino de Palinuro, se lo asimila a Moisés, nada menos, quien también murió a la vista de la tierra prometida. Y es que, en realidad, la tierra prometida no existe. Como tampoco existe el partido ideal. Existen realidades, aunque unas más insatisfactorias que otras.

La deriva monárquica expresa del PSOE de Sánchez y la ambigüedad de Podemos, que prefiere soslayar el tema Monarquía/República por oportunismo electoral, no invitan a Palinuro, republicano recalcitrante, a votar por ninguno de los dos. Pero en el asunto de Cataluña ya se decanta la cosa. El PSOE cierra filas con el PP y niega toda posibilidad de referéndum de autodeterminación en Cataluña. Podemos ha corregido el tiro después de su fracaso catalán y ahora propone un referéndum vinculante. Eso es lo que Palinuro lleva años proponiendo y su voto, en principio, irá a Podemos, siempre en la esperanza de que haya una coalición. Suele ser mejor ir juntos que separados.

En el infierno, Dante, acompañado de Virgilio, no se encuentra a Palinuro, pero sí a Manfred, Rey de Sicilia a quien algunos consideran un trasunto del Gubernator pues, habiendo, sido desenterrado por estar excomulgado, su alma vaga en pena. En el fondo, Virgilio también se identifica con Manfred y, a través de él, con su propia criatura, Palinuro, si bien su destino es más cruel pues, siendo pagano, permanecerá para siempre en el limbo, mientras que Palinuro tendrá su tumba inquieta en el promontorio. Y Manfred, al cabo de los años, readmitido en la iglesia, conseguirá entrar en el Purgatorio que, al fin y al cabo, es un mal menor.

Como el voto a Podemos, un mal menor. Y un riesgo, porque, con los barullos que explotan en sus autonómicos senos con harta frecuencia, no está claro que llegue a diciembre o que llegue en condiciones de conseguir un resultado significativo. Y, sin embargo, lo merece. No tanto por lo que hacen y dicen sus jefes, que más parecen tertulianos que dirigentes políticos, como por la buena fe que muestra su militancia y las esperanzas encendidas en sectores que, de otra forma, se hubieran abstenido y ahora tienen esperanzas de renovación política y regeneración  democrática que no debieran verse defraudadas.

En  La tumba inquieta hay de todo: citas a porrillo, reflexiones de la más disparatada naturaleza, filosofías varias, recuerdos personales y esa referencia a Lemuria, aquel continente primigenio, anterior a la Atlántida en el que, según Connolly, se estaba cerca de las fuentes de la vida, y no es más real que el unicornio. Por eso él vivía rodeado de hurones y lémures que la civilización le fue matando y era tan sombríamente escéptico. Los habitantes de La tumba inquieta son gentes muy ilustres aunque bastante de lo que se llama "la cáscara amarga", Montaigne, Pascal, Sainte Beuve, Chamfort y muchos, muchos otros. Es un libro lleno de gente  pero, al final, Palinuro (con cuya muerte cierra Connolly su obra), es la glorificación misma del fracaso porque "a pesar de su gran habilidad y de su notoria posición pública, desertó de su puesto en el momento de la victoria y optó por la orilla desconocida." El arma secreta de Connolly y su consolación: desdeñar la victoria cuando es tuya por un escepticismo radical.

Escepticismo es lo que se siente al ver las reacciones de muchos seguidores de Podemos a las críticas que puedan hacerse a su organización, líderes, formas y hormas. Es como si la militancia en este partido fuera una especie de orden místico-guerrera que exige atacar a todo el que no rinda culto a su invento. Y atacar a lo bestia, en plan troll, acumulando agresividad, insultos, rabietas, mala baba y pura inconsciencia.  Cualquiera puede verlo en las redes. Huele bastante al viejo espíritu comunista que andaba por IU y se ha pasado a Podemos, ese que no tolera una crítica, broma o chanza. Que un votante de Podemos ejerza la libertad de criticar, y criticar sin contemplaciones, aquello que vota sin el menor respeto por el culto a la personalidad puede hacerles estallar la cabeza.

¡Ah! Y faltan cuarenta días en los cuales pasarán muchas cosas. Entre otras, que no haya elecciones porque el gobierno atienda las voces que reclaman la proclamación del estado de sitio que justificaría, quizá, un "aplazamiento" electoral. Y también puede cambiar el voto de Palinuro, según como vaya la campaña electoral. Además de las dos opciones citadas, el correoso republicano no echa en olvido que hay algún partido que, ante todo, defiende la República.

Me temo no haber sido de gran ayuda, pero es que la tumba está inquieta.   

divendres, 2 d’octubre del 2015

Ver para leer para ver.


En el (antiguo) Matadero de Madrid, hay una instalación, la casa del lector, dedicada al estudio y fomento de esa hoy casi exótica costumbre de la lectura. Está patrocinada por la Fundación Germán Sánchez Rupérez, el fundador del grupo Anaya, potente empresa editorial. Es un espacio, como todos los del Matadero, muy amplio, magníficamente distribuido y organizado para exposiciones y que en sí mismo ya es digno de contemplación. Acoge muestras de gran interés expuestas con mucho ingenio y poco convencionalismo. Para visitarlas no basta con la benévola y ociosa curiosidad de los espectadores, pues suelen exigir mayor implicación, complicidad y hasta preparación.

En este caso se trata de una exposición muy original comisariada por Eduardo Arroyo y Fabienne Di Rocco sobre algunos aspectos, los que los  comisarios consideran más curiosos o interesantes, de las complejísimas relaciones entre la escritura y la pintura. Está dividida en siete secciones, cada una de ellas con un tema principal. Podría estar dividida en siete mil o más, pues la sinestesia entre la literatura y la pintura es más abrumadora que entre la música y la pintura. Gran parte de la pintura occidental es la iconografía del discurso civilizatorio materializado en libros, libros para mirar, para adornar y para leer. Lecturas.  Por ejemplo, aunque sea comenzar la noticia de la exposición por el final, la sección VII está dedicada a El retrato de Dorian Gray, una película de Albert Lewin en 1945 con Hurd Hardfield como Dorian Gray y el gran George Sanders como Lord Wotton. La historia, ya se sabe, la novela de Oscar Wilde sobre el dandi que no envejece porque ya lo hace por él su retrato, pintado por su amigo el pintor Basil Hallward. Pintura y literatura en una misteriosa y terrible relación. Por cierto, Lewin tenía afición por el arte de San Lucas. En 1957 rodó en Tossa de Mar una extraña fantasía, Pandora y el holandés errante, con Ava Gardner, James Mason y Mario Cabré. Cuando el buque fantasma fondea frente a Tossa, el holandés errante está pintando el retrato de una mujer que es la Pandora/Ava del film. Literatura y pintura. No obstante, la referencia a la película de Dorian Gray sirve aquí para llamar la atención de que al cine le sucede como a la pintura: en su inmensa mayoría, las películas proceden de novelas, dramas, cuentos, poemas; en definitiva, literatura.

La exposición se abre bajo la advocación de San Jerónimo, al que está dedicada la sección I, autor de la Vulgata y patrón de los traductores. Es la personificación de la escritura. Los comisarios han reunido 14 cuadros del santo, casi todos del siglo XVII y casi todos también anónimos, excepto algunos de autor, Murillo, Polo, Tristán, Van Dyck, del Castillo, Reni. No son deslumbrantes pero cautiva la unidad temática y la llamativa coincidencia en los elementos identificatorios. San Jerónimo se muestra siempre como eremita, con el torso desnudo y una hopalanda generalmente roja que ya basta para aludir a su condición de cardenal, príncipe de la Iglesia. La vestimenta se corresponde con el capelo cardenalicio, que no siempre aparece, como tampoco lo hacen sus otros atributos, el pedrusco con el que se daba golpes de pecho, el crucifijo, la calavera y, desde luego, el león cuyo amor se ganó por haberle quitado una espina que lo atormentaba.

Esa relación entre el hombre y la bestia da luego un giro insospechado. La sección II es una curiosísima experiencia. En 1964, los pintores Gilles Aillaud, Eduardo Arroyo y Antonio Recalcati decidieron interpretar pictóricamente una novela breve de Balzac, incluida en las escenas militares de la Comedia humana, llamada Una pasión en el desierto, que cuenta los intensos amores entre un soldado francés y una pantera, así como la muerte de esta a manos del militar en lo que entonces se llamaba un "crimen pasional" y hoy se conoce como "violencia de género". Pintaron trece cuadros con un par de reglas, la más importante era que todos tenían que haber pintado en todos. Las 13 piezas están aquí expuestas y muchas son verdaderamente alucinantes, porque interpretan una historia muy difícil, por no decir imposible, de imaginar. Los ejemplos que se ponen de la única edición ilustrada de la novela en 1949 son, sí, fascinantes por lo exótico, pero no excepcionales. Los trece cuadros de los tres pintores son, en sentido estricto, trece creaciones colectivas. Muy notables. Y el resultado es sorprendente.

La sección III es una interpretación libre de Simón el estilita con recuerdo explícito a la película de Buñuel, solo que, en la cúspide de la columna hay una pantalla. La pieza que saluda al visitante es un corto con un monólogo de Ramón Gómez de la Serna, que da luego paso a una obra emblemática de la estética del 68, un precioso cuadro (muy en el estilo del referido a Marcel Duchamp) obra colectiva de Aillaud, Arroyo, Biras, Fanti y los Rieti, con el curioso título de Louis Althusser dudando si entrar en la dacha Tristes Mieles De Claude Lévi-Strauss donde están reunidos Jacques Lacan, Michel Foucault, Roland Barthes, en el momento en que la radio anuncia que los obreros y los estudiantes han decidido abandonar alegremente su pasado. Título abreviado, La dacha. Puro situacionismo con unas gotas de la Escuela de Atenas. La sección continúa luego con unas ciento y pico fotografías de los más diversos temas, formas, ángulos, tomas, encuadres y todas ellas unidas por el dato de que siempre hay alguien que no tiene los dos pies en el suelo. Lo propio de los estilitas, desde luego.

La sección IV, la escritura ilegible contiene abundantísimas muestras de la mezcla entre pintura y escritura pero entendida esta como arte gráfica. Representaciones caprichosas, alfabetos, mezclas, grafismos, portadas e ilustraciones de libros, preciosos acrílicos de Saura, dibujos de Michaux, guaches de Voss, tinta china de Gordillo, unos magníficos collages de Cortot en homenaje a Blaise Cendrars y el dicho Michaux, decenas de delicadas portadas sobre todo de libros de poesía (Joan Brossa y muchos más) pues suelen ser lo poetas los autores que más cuidan la estética de presentación de sus obras que llegan a ser lo que antaño se llamaba "libros-objeto". Muy grato ver una edición de los Agrafismos de José Miguel Ullán. Termina la sección con una abundante muestra de arte letrista. El nombre es insuficiente. La letra ha sido de siempre objeto de contemplación en sí misma, como se ve en los manuscritos góticos, pero es que aquí no es la letra el objeto sino la escritura misma. Y con efectos bien curiosos.

Las secciones V y VI vuelven a la plástica; la V recoge obra de cuatro pintores franceses de fines del XIX y gran parte del XX no muy famosos, todos ellos al margen de escuelas y estilos predominantes si bien el que suele estar bastante presente es el surrealismo: Pierre Roy, Clovis Trouille, Alfred Courmes, y Jules Lefranc. Son conocidos por algún motivo específico del que se tiene especial noticia. Por eso es interesante que la exposición permita una visión más completa de su vida y obra. Roy fue ilustrador de Vogue durante muchos años. Clovis Trouille, un exquisito, es el autor de un cuadro cuyo título pasó a uno de los espectáculos musicales más célebres del siglo XX: "¡Oh Calcuta!", slang apache de "¡oh, qué culo tienes!". De este Trouille tenía Dali la mejor impresión por su absoluta falta de reverencia hacia los respetos humanos y usos sociales. Los españoles son Rafael Cidoncha (retratos), Sergio Sanz (muy llamativos acrílicos de motivos rizomáticos) y Carlos García-Alix con obra mezclada. por un lado, retratos de grandes autores (Babel, Koestler, Céline, Jacob, Mandelshtam, Benjamin, Bulgakov, Platonov, etc) que nos están llamando y pidiendo que revivamos las emociones de haberlos leído. Por otro lado, óleos temáticos de montones de libros, pasillos atestados, desvanes: al parecer, la guarida del pintor. Libros y más libros. Buen final de la exposición.

Merece mucho la pena verse. Da para pensar.

dilluns, 21 de setembre del 2015

El yo no nos pertenece.

J. M. Coetzee y Arabella Kurtz (2015) El buen relato. Conversaciones sobre la verdad, la ficción y la terapia psicoanalítica. Barcelona: Random House. Traducción: Javier Calvo. 182 págs.

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Un curioso ensayo este. Parece haberse originado en un intercambio epistolar entre el novelista Coetzee y la psicoterapeuta Kurtz. Pero se presenta extractado y, por así decirlo, trasmutado en un diálogo. Un intercambio de opiniones sobre un conjunto de temas que apasionan a cualquier lector y, desde luego, a cualquier escritor: cuestiones de la memoria, los recuerdos, la identidad, el individuo y el grupo, las mentalidades colectivas, la culpa, etc. Tratadas desde una doble perspectiva, la literaria y la psicoanalítica, con lo que por sus páginas deambulan Dostoievsky, Austen, Hardy, Fielding, Freud, Klein, Winnicot, etc. La gran categoría de Coetzee permitía esperar un texto de sumo interés y así es, en colaboración con Arabella Kurtz, de quien no tenía referencia alguna y cuyo nombre y apellido parecieran acomodarse al tema de la creación, la fabulación, la obsesión o el recuerdo, en homenaje al Kurtz del Corazón de las tinieblas.

Ya en el arranque se plantea sin ambages la cuestión que preocupa a los dos intervinientes desde su dos perspectivas, esto es, la de la verdad y la naturaleza de las ficciones. Coetzee las fabrica y Kurtz trata de descubrir su origen con fines de terapia. Ficción viene del latin fingere, moldear, dar forma (p. 13). Imposible no recordar aquí que Pessoa definía al poeta como un fingidor. Por eso Coetzee recuerda que el motivo por el que Platón expulsa a los poetas de la república es porque, si han de elegir entre la verdad y la belleza, invariablemente, los muy ladinos, eligen la belleza (p. 17). Pero Kurtz recuerda que lo suyo es averiguar la verdad porque se gana la vida así: la verdad que ha de hacer asomar entre la hojarasca de las ficciones que fabrican los pacientes para protegerse. Coetzee no se lo pone fácil y, sin mencionar a Kant, la confronta con la idea kantiana de la imposibilidad del conocimiento de la "cosa en sí", de la verdad. El mundo se divide entre una supuesta realidad nouménica, libre de interpretación y otra creada libremente por nosotros a la que podemos llamar "fantasía" y nos sirve para reconciliarnos con nuestros recuerdos (p. 28) o para escribir novelas.

Aparece aquí una de las cuestiones más espinosas e interesantes de este interesante ensayo. En el fondo, dice Coetzee, somos libres de inventarnos nuestro propio pasado como se nos antoje, gracias a lo cual hay novelistas en el mundo. Pero la idea de que no es así se basa en la fe en la justicia del universo (p. 37). Se acumulan  en este pasaje consideraciones profundas y muy sugestivas sobre esta cuestión de la culpabilidad, el recuerdo, el arrepentimiento, la memoria. Según el psicoanálisis, la represión consiste esencialmente en la ocultación de un recuerdo que no se quiere aceptar. El caso de Edipo es patente. Luego llega la literatura y fabula situaciones muy distintas: cree el personaje que su secreto está bien guardado en un pasado remoto y, de pronto, ese pasado revive con la llegada de alguien, como en una novela de Thomas Hardy. O, más fascinante aun, Hester Prynne, la protagonista de La letra escarlata, acepta llevar la marca de la infamia que le impone la comunidad, pero no lo hace con resignación sino con orgullo, pues niega a esta capacidad para condenarla moralmente. Y, por supuesto, tratándose de crimen, recuerdo y expiación, Dostoievsky aparece y reaparece (46) sobre el fondo de su célebre apotegma: "Si Dios no existe, todo está permitido", que, en realidad viene a ser como una glosa a los versos del poeta persa Saadi: "Temo a Dios y, después de él, solo temo a quien no lo teme".

El genio de Coetzee lo lleva a preferir la verdad inventada a la real, como hace don Quijote (p. 66). Somos libres de inventarnos lo que queramos. Lo único que no podemos invertarnos es la muerte (p. 68). No siendo esto, la libertad es absoluta en medio del desorden generalizado. El pasado, tanto el individual como el colectivo es siempre más caótico que ninguna versión que podamos  contar sobre él (p. 74)

Entramos ahora en lo que, a juicio de este crítico, es la esencia del libro, de la reflexión, por lo demás casi toda ella de Coetzee porque Kurtz añade poco fuera de su convicción, correcta, por supuesto y muy psicoanalítica, de que solo podemos llegar a la verdad sobre nosotros mismos a través de los demás. Los demás. Esa es la sempiterna cuestión. El individuo y el grupo, la masa, la multitud, la muchedumbre, aquello que, como decía Montesquieu en las Cartas persas "empequeñece el cerebro de los individuos". Sobre esto, el novelista, el fabulador, tiene mucho y, dada su gran sensbilidad, muy interesante, que decir. No tanto Kurtz, ya que la psicología y el psicoanálisis tienen poco que ver con las colectividades. Sin duda hay una psicología de masas (Le Bon, Reich, etc), pero es poco más que metafórica. De las masas y colectividades se ocupa más la Sociología. No tiene mucho sentido hablar de una psique grupal (p. 93), aunque esta sea la base misma de una próspera ocupación mercantil llamada "relaciones públicas."

Como nativo de Sudáfrica que vivió el Apartheid, y habiendo vivido experiencias asimismo de Australia y el Canadá, Coetzee tiene una preocupación especial con un problema contemporáneo muy extendido, poco reconocido, con mucha carga emocional y que -aunque el autor no menciona nuestro caso- tiene mucho que ver con los españoles. Este problema es el de las sociedades de colonos y sus pasados colectivos racistas y/o genocidas (p. 81). Los australianos blancos hoy día siguen siendo herederos y beneficiarios de un gran crimen cometido en el pasado con los maoríes (p. 76). Y los mismo pasa con los canadienses y, desde luego, los estadounidenses y los indios: son sociedades escindidas en lucha con su propio pasado. Esto de las reacciones escindidas le recuerda a Coetzee lo que decía D. H. Lawrence a propósito de James Fenimore Cooper, el de El último mohicano: una vez exterminados los indios hay que convivir con el pasado de culpabilidad. Será así, sin duda y, poco a poco va abriéndose camino la idea de que hay que compensar a los aborígenes por el expolio y el genocidio a que los sometimos. Sin embargo, hoy no vemos que los estadunidenses se sientan culpables por pisar una tierra robada (p. 90). En realidad, estos yanquees, como los australianos, en la medida en que se hacen cargo de este drama, lo encajan recurriendo al Zeitgeist (p. 83). Sí, nuestros antepasados fueron esclavistas, asesinos, ladrones, genocidas y ese recuerdo nos atormenta; pero no nos obliga (mucho) porque eran los usos, ideas y creencias de aquella época.

No hay duda: el demonio-fantasma del aborigen exterminado se introduce en la psique colonial, que se escinde y empieza a pelearse consigo misma, que busca sistemas internos de defensa (p.91). Pero la pregunta que planteábamos más arriba respecto a los españoles se mantiene: nadie pretende embellecer el carácter inhumano, cruel, sanguinario, genocida, de la conquista española de las Indias y, como se prueba con la obra de Fray Bartolomé de las Casas, la famosa "conciencia escindida" del colono empezó a funcionar rápidamente a través del Zeitgeist. ¿Por qué, sin embargo, se admite en el caso de los esquimales canadienses, los pueblos de la pradera en los EEUU, los maoríes en Australia pero no en el de los aztecas o los incas de hispanoamérica? No pretendo embellecer unos u otros casos, pero me gustaría conocer alguna razón que justificara esta diferencia de trato.

Del pasado y la memoria colectivos, a las experiencias grupales en el presente. El diálogo se hace aquí más intenso, aunque también más obvio. Lo primero pareciera ser la legitmidad y el alcance del concepto de "grupo". Determinadas experiencias y resultados nos permiten hablar del trabajo en equipo: el fútbol o el sistema Windows (pp. 100, 112). Aparece, cómo no, el "grupo" por excelencia, que es la nación y el nacionalismo (p. 100). Las observaciones de ambos son inteligentes, sin duda pero, como en España hemos hecho un supermáster en la materia, las dejaremos de lado porque estamos al cabo de la calle. Véase, por ejemplo: pertenecer a un grupo da seguridad. El niño que no pertenece a un grupo es infeliz (p. 115). Está bien, pero es algo soso.

Kurtz está segura de que una familia es un grupo (p. 116). Desde un punto de vista psicológico eso es razonable; desde uno sociológico, requiere algún matiz. La familia es un grupo, sí, pero ¿se rige por las mismas pautas, los mismos valores que los otros grupos? El reparto de roles en ella, ¿es similar a los demás grupos? La familia socializa, "constituye" a la persona, al niño. ¿Puede decirse lo mismo de otros grupos, muchas veces determinantes, como el ejército, por ejemplo, o la iglesia? La función que la figura del otro (p. 122) ejerce en las relaciones del individuo con el grupo, es análoga en la familia y en el ejercito?  Una ojeada a los obras de Erwin Goffman nos convencerá de que no.
 
Coetzee recuerda que Donald Winnicot escribió mucho sobre el "falso yo", cuando un niño acepta demasiada verdad ajena a expensas de su incipiente capacidad de conocerse a sí mismo en el seno de la familia (p. 129). En las relaciones con los demás funciona la proyección (p. 130), algo que si es evidente en los círculos más restringidos familiares resulta apabullante en la vida pública, especialmente en la política. El descaro con que unos políticos acusan a los adversarios de hacer lo que ellos mismos hacen quizá no tenga parangón en el ámbito de la hipocresía y el cinismo, dos vicios que parecen tan inherentes a la acción política como la lucha por el poder. De ahí que, siguiendo a Bion y, sobre todo, Menzies Lyth, el novelista sudafricano sostenga que, en cuanto se forma un grupo, parece producirse una regresión (p. 133) . La finalidad del grupo es tener enemigos-víctimas a quienes se pueda atacar para defender el grupo (p. 135). Quizá por eso sea por lo que ambos parecen coincidir en una amarga conclusión: hoy es imposible establecer una "psicología grupal" (p. 157)

Se aprende mucho sobre la forma de razonar de un escritor de ficción, un novelista, cuando expone sus problemas en el manejo de su oficio.

diumenge, 13 de setembre del 2015

Sherlock Holmes inmortal.


En El último problema, escrita en 1893, Sherlock Holmes muere peleando con el malvado Moriarty, al despeñarse ambos en la catarata de Reichenbach, en los Alpes suizos. Pero, como es bien sabido, el público no aceptó que Doyle pusiera fin a la vida del que quizá sea el más famoso detective de todos los tiempos y se elevó un clamor para que este "resucitara" como, de hecho, sucedió en 1903, cuando Doyle publicó La aventura de la casa vacía, en la que Holmes reaparece en una acción situada en 1894 y explica a Watson que, en realidad, no murió en lucha con Moriarty, sino que simuló su muerte para escapar de sus enemigos. Conan Doyle siguió, pues, satisfaciendo la demanda de Holmes hasta 1927. En la última historia, titulada Su último saludo en el escenario, Holmes se retira a una pequeña casa de campo en Sussex, en donde dedica su tiempo a la apicultura. Durante su retiro sabemos que todavía resolvió un caso más, el de la historia de La melena del león. Luego, silencio. No sabemos cómo murió Holmes.
 
Ahora, Bill Condon, basándose en una novela de Mitch Cullin  de este mismo año, lo trae a la pantalla en su retiro de Sussex pero veinte años después, en 1947. Holmes tiene 93 años, sigue cultivando abejas y lucha contra el Alzheimer, que va haciendo rápidos progresos. Si algo tenía que mortificar a aquel detective genio de la deducción y la lógica basada en una atención casi enfermiza a los hechos era la pérdida de la memoria. La historia arranca al regreso de Holmes de un viaje al Japón, a donde ha ido a buscar unas raices de pimentero japonés a las que se atribuyen propiedades regenerativas superiores a las de la jalea real. Todo ello se desencadena cuando el detective recibe la noticia de la muerte de su hermano Mycroft y se pasa por su club Diógenes, a recoger sus pertenencias.
 
El núcleo del argumento es una lucha oir recuperar la memoria. La historia se refiere a un caso final del que apenas recuerda retazos, pero a cuya solución atribuye él ahora su decisión de retirarse sin que, sin embargo, tenga una idea clara de por qué. Curiosamente, ha de ser el caso que más le importe en la vida porque, en cierto modo, es sobre él mismo y constituye su gran fracaso. A la tarea le ayuda el hijo de la señora que atiende al detective retirado, con el que establece una curiosa relación. Los dos, el viejo, Ian McKellen, y el niño, hacen sendas interpretaciones espléndidas y la madre no se queda atrás. Un triángulo en el que se cruzan historias, sentimientos, recuerdos, ricos e intensos que van creando un clima de suspense muy bien enmarcado en una ambientación espléndida, algo agobiante y unos exteriores magníficamente fotografiados.
 
La cuestión es el caso que Holmes trata de recordar escribiéndolo en un relato que va dejando leer al niño según lo produce. Holmes escribiendo es, en realidad, una rareza. De la abundante producción de Conan Doyle, casi toda ella simula estar escrita por Watson, alguna otra -algunos escasos títulos- por el propio Doyle y solo dos historias por Holmes. Esto permite al novelista y a la película algunas familiaridades, como cuando Holmes explica a sus huéspedes japoneses -que parecen saberlo todo de él- que nunca fumó en pipa y jamás llevó el gorro de caza, pues eran invenciones de Watson. Holmes aprovecha así para dar rienda suelta a su desprecio por la ficción y la fantasía, al tiempo que está escribiendo sus recuerdos que, en el fondo, son otra fantasía.
 
Después de diversas peripecias, la historia se resuelve felizmente y Holmes recuerda cuál fue el acto fallido que su memoria se negaba a registrar pero que lo había llevado a retirarse de la profesión y, por último, a tratar de recuperarlo. No lo comentamos más aquí por no destripar el suspense pero sí señalaremos que se trata de la única vez en que Holmes está a punto de sucumbir en un lance de amor. Ello implica cierta heterodoxia de parte del novelista ya que, como se sabe, Holmes fue siempre un impenitente soltero con una relación muy esquinada con las mujeres. La única vez que él y Watson se separan es cuando el doctor se casa, si bien regresa luego a la famosa vivienda de Baker Street cuando queda viudo. La película incluye una última participación de Watson en la historia que Holmes nonagenario trata de desentrañar mediante la cual, aquella parece tener un final que no es el real. Pero Watson ha dejado una pista y esa es la que, descubierta por el niño, lleva a la solución final.
 
Supongo que entre los fanáticos de Holmes habrá quienes reprochen el sacrilegio de que un extranjero y, además, estadounidense, ponga sus manos en la memoria del héroe, pero la verdad es que la historia está lograda. Mezcla con habilidad rasgos holmianos tradicionales -sobre todo en cuanto a su fabulosa capacidad deductiva- con un espíritu romántico y melancólico, especialmente visible en ese recurso de juntar un anciano y un niño en una relación de trasmisión de la llama de la vida y, en este caso, el espíritu lógico. 

dilluns, 20 de juliol del 2015

De literatura e historia.

Eusebio Lucía Olmos, Cosas veredes. Madrid: Endymion, 2008. 654 págs.
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Hace unos días publicaba una reseña de un reciente libro de Juan Maestre Alfonso en el que se hablaba de mi barrio de niñez y adolescencia, cosa que me tira mucho. Las memorias de Maestre se inscriben en el cuadrilátero Glorieta de Bilbao, Quevedo, Argüelles y Plaza del Dos de Mayo. Barrio Maravillas ligeramente escorado hacia el Oeste. Quizá por ser más andarín o revoltoso, las mías se sitúan entre Bilbao, los Cuatro Caminos, Rosales y el Noviciado. No es un perímetro mucho más grande, pero cualquier conocedor de la zona verá que hay algunas diferencias, sobre todo al Norte y al Sur. Ahora cae en mis manos esta novela de Eusebio Lucía Olmos, encuadrada más menos en similares lindes, aunque con sus variantes: calle ancha de San Bernardo, Bulevares, Argüelles y el Noviciado. Y, como esto de los recuerdos primeros llega muy hondo, no me resisto a comentarla pues, aunque no es de muy reciente publicación, tengo amistad con el autor, que fue al mismo colegio que yo, el Divino Maestro, por cierto, el mismo al que fue Rafael Chirbes.

En lo que ya no hay coincidencia es en la época de la narración. Ni para el autor ni para mí puesto que se desarrolla entre 1915 y 1917, mucho antes de que ambos naciéramos. Es una novela histórica aunque no al uso, de esas llenas de faraones, princesas de Samarkanda, monjes cistercienses, templarios, mosqueteros o corsarios, sino de gente corriente, vecinos de Madrid, de condición generalmente modesta, que malviven en la capital durante los últimos años de la primera guerra mundial y que presencian la huelga general de agosto de 1917, la intermitente guerra del Africa, la epidemia de gripe de febrero de 1918 y las elecciones al Parlamento del mismo año. Casi podría calificarse de crónica novelada. Y todo ello entre las calles del Norte, de la Palma, de San Dimas y la plaza de las Comendadoras, el hinterland de la de San Bernardo, en la que vivía yo.

La novela es asimismo autobiográfica con la consiguiente adaptación cronológica. El protagonista, Hilario Medina, es un mozo que entra a trabajar en la fábrica nacional de moneda y timbre gracias a la influencia de Juan José Morato, el socialista díscolo. Su familia, que perdió al padre, otro socialista de primera hornada, compuesta por la madre y dos hijas más, malviven en una buhardilla de la calle del Norte y lucha por salir adelante haciendo economías y juntando los escasos cuartos que traen todos sus miembros, pues todos ellos trabajan, la madre y una hija cosiendo en casa e Hilario y una hermana fuera de ella. Seguimos los avatares de todos en esos años, especialmente los de Hilario quien mantiene una relación de discípulo-maestro con el señor Morato. La función de este en la novela es la de narrador e intérprete de los acontecimientos. En este aspecto, la obra se separa de la tradicion de la novela histórica para entrar en el territorio de la "novela de formación" o Bildungsroman, típica del romanticismo. También podría llamarse "los años de aprendizaje de Hilario Medina", para situarla en un marco solemne. 

Y no es poca cosa el aprendizaje. Morato ilustra a Hilario sobre las cuestiones teóricas socialistas, la vida de partido, las relaciones de este con los republicanos, la personalidad de Iglesias, el abuelo, las diferencias históricas entre anarquistas y socialistas, etc. Hilario tiene un primo, Narciso, residente en Cataluña y genuino confederal que será casi el otro protagonista de la historia y para quien el autor tiene reservada una peripecia muy especial que el crítico no puede revelar pero que da buena prueba de la imaginación del autor. Poco a poco, aunando la doctrina moratiana y la experiencia vivida, Hilario va alcanzando lo que en otros tiempos llamábase una madura conciencia de clase, entendiendo las dificultades, tiras y aflojas de la política parlamentaria de un partido marxista y revolucionario, como pensaba ser el PSOE por aquellos años. El título de la obra, Cosas veredes remite a la contraseña que, al pie de un artículo anónimo en El socialista, había de dar la señal para el comienzo de la huelga general de 1917.

Los acontecimientos políticos son como un trasfondo de una historia que tiene también aspectos económicos y sociales así como urbanísticos. Lucía Olmos es un consumado conocedor del Madrid clásico que podría sentar plaza de cronista de la Villa. Su dominio del callejero y de la historia de los edificios lo sitúan en la estela de los escritores "madrileños", como Mesonero Romanos o Pedro de Répide y dado que a los madrileños, desdeñosos como aparentamos ser con nuestra ciudad, en realidad nos apasiona que nos hablen de ella, el lector, si es gato -y aunque no lo sea, sino más de aluvión- se lo pasará en grande paseando por las calles de la Villa de la mano de tan avezado guía.

La estructura novelística es clásica y tradicional, de estilo realista, de un realismo mas de la época que describe que en la que se escribe, tiene ambición descriptiva y apunta a otros territorios, además de la narración de misterio del primo anarquista. Así se narran las experiencias sexuales inciáticas del héroe Hilario, la segunda de las cuales, una fogosa y breve pasión con una vecina del inmueble encierra, quizá, la clave de un frecuente recurso del autor en sus intervenciones actuales en las nuevas tecnologías. Porque Hilario ha crecido, se ha jubilado en la Casa de la Moneda, se ha hecho escritor pero en su muro de Facebook siguen apareciendo unas vecinas muy interesantes.

dissabte, 30 de maig del 2015

El corazón de la guerra.

En algún momento de 1929, el editor parisino Bernard Grasset recibió por correo el manuscrito de una novela titulada David Golder, la historia de un banquero judío y sus problemas familiares. El envío no tenía remite. Solo un apartado de correos. Decidido a publicar la obra, Grasset, finalmente, pudo tratar con la autora: una joven rusa de Kiev, de 26 años, licenciada en Historia del arte por la Sorbona, que acababa de tener su primera hija y hablaba y escribía un francés perfecto. La novela se publicó y consagró de inmediato a Némirovsky como una figura de primer orden en el mundo literario francés de los años treinta, una autora prolífica que sobresalía en todos los géneros, novela, ensayo, teatro. Brillaba con luz propia en un ambiente dominado por el surrealismo y la literatura patriótica. Tenía, además, una intensa actividad política de extrema derecha y, aun siendo judía, fuertemente antisemita. Todo tiene su explicación.

Némirovsky nació en 1903, hija de un próspero banquero judío y se benefició de una educación exquisita, aprendiendo francés desde niña. Llegó a dominar siete lenguas, entre ellas el ruso, el francés, el inglés, el italiano, el euskera y alguna otra que olvido porque siempre me paro a pensar por qué aprendería euskera, pues no era lo habitual en una jeune fille rangée. Los Némirovsky huyeron de Rusia con la revolución de 1917, pasaron por Finlandia, Suecia y, finalmente se asentaron en París, en donde Irene hizo sus estudios, se casó con otro banquero -o bancario- judío, Michel Epstein con quien tuvo dos hijas, Dénise (1929) y Élisabeth (1937). Sus ensayos políticos nacionalistas y antisemitas no les sirvieron para que Francia les otorgara la nacionalidad en 1938, a pesar de ser un ejemplo de lo que se conoce como una self hating jew o judía que se autoodia. Por fin, al estallido de la guerra, Irene, su marido e hijas se convirtieron al catolicismo. Tampoco les sirvió de nada. Epstein tuvo que dejar la banca. Clasificados como judíos, se refugiaron en una pequeña ciudad cercana a París en 1940, en donde Nemirovsky pudo observar durante dos años los efectos de la ocupación alemana de Francia. Fue deportada en 1942 y murió de tifus en Auschwitz al mes de llegar. Su marido siguió sus pasos y también murió asesinado en Auschwitz. Cuando vinieron a buscarla para llevársela le dio tiempo a entregar una pequeña maleta a su hija diciéndole que partía para un largo viaje.

Ella no volvió y la maleta no se abrió hasta cincuenta años más tarde. Allí yacían los manuscritos de las dos primeras partes de una novela que estaba planeado tuviera cinco, bajo el nombre genérico de Suite francesa, llamadas a su vez "tempestad en junio" y "dolce". Fue una conmoción. Se publicó en 2004 y ganó el premio Renaudot de ese año. Los dos libros narraban la ocupación nazi de Francia. El primero, más al modo de la literatura experimental, al estilo de John Dos Passos, cuya trilogía sobre los Estados Unidos había puesto de moda una especie de polifonía narrativa, descomponiendo la historia en fragmentos que se entrelazaban, narra el éxodo de los parisinos por las carreteras y caminos de Francia hacia el Sur, huyendo de los alemanes. El segundo centra el foco en la ciudad en que el matrimonio se refugió y describe y profundiza en las relaciones entre los soldados ocupantes y la población ocupada que se ve obligada a albergar al enemigo.

Dos observaciones al desgaire: un tema este, el de la ocupación, del que la literatura y el ensayo franceses no gustan hablar y visto con los ojos de una extranjera que no fue aceptada como ciudadana francesa. Para un lector español, estas largas colas de refugiados con sus enseres, sus carros, sus bultos, las bestias, las camionetas, todos sin dejarse pasar en dirección al sur evocan otras hileras en iguales circunstancias de españoles republicanos huyendo hacia el norte para escapar de Franco. Nemirovsky no lo menciona. Ni tiene por qué. Bastante tragedia se encuentra ella.

La crítica saludó Suite francesa como un intento de moderna Guerra y Paz y algo de eso tiene. Casi parece premonitorio que el segundo libro termine en el momento en que la guarnición ocupante en la ciudad recibe orden de marcha para incorporarse al frente del Este, que acaba de abrirse en junio de 1941. Además el relato se concentra en una docena de personajes en tres órdenes sociales distintos: la nobleza, los burgueses terratenientes y los campesinos. Los primeros, los más familiares a Némirovsky están muy bien trazados, el tercero es más confuso, como el de los mujiks de Tolstoy, pero también recibe su atención. La historia cristaliza en torno a la incipiente relacion amorosa entre el oficial alemán, Bruno von Falk, y la nuera de la dueña de la propiedad, Lucille Angellier, cuyo marido está prisionero en algún ignoto lugar alemán. Llegados aquí, obviamente, Guerra y Paz se mezcla con Ana Karenina.

La película de Saul Dibb que acaba de estrenarse es una versión libre del segundo libro. El primero se resume hábilmente en algunas escenas del comienzo en las que asistimos a la congestión de las carreteras con los refugiados en un viaje en coche que hace Mme. Angellier con su nuera para cobrar las rentas de los aparceros, lo cual, además, ya nos orienta en la tensa relación entre la suegra y la nuera, muy en el espíritu de Némirovsky que siempre se llevó mal con su madre. La referencia se corona con unos planos en los que vemos cómo los aviones de Luftwaffe bombardean y ametrallan a la población civil. De este modo, el guión ha sintetizado muy bien el primer libro con dos toques de impacto. El resto de la película, por cierto con muy buena fotografía, son ya las historias más o menos entreveradas de tres familias, la del vizconde de Montmort, alcalde del lugar, la de la burguesa terrateniente Anguillier y la del campesino Sabarie, así como los conflictos que genera la convivencia del día a día entre ocupantes y ocupados. Por supuesto, gracias a su posición, los Montmort no tienen que albergar a ningún ocupante. Los Angellier han de acoger a un oficial culto, refinado, que habla correctamente francés. El resto de la población, ya se sabe, suboficiales y soldados.

El guión cambia muchas cosas del texto original y todos los cambios van siempre en la misma dirección, esto es, a terminar, concretar, visualizar situaciones que en la novela solo están sugeridas o apuntadas. Seguramente es lo más sensato dado que la película tiene que narrar una historia que, en sí misma, no termina, ya que había tres libros más en el ánimo de la autora en los cuales, sin duda, estos personajes volverían a aparecer y sus historias tomarían otros rumbos, ¿quién sabe? Por eso en la película se consuman cosas que en la novela no se dan y otras tienen un contenido distinto. Pero todo eso da igual. La historia es muy bella y está muy bien contada.

Además, el guión se las ingenia para dar la relevancia que merece al núcleo de la filosofía vital de Némirovsky quien con frecuencia reflexiona sobre el sentido de la vida del soldado, la ocupación militar y las relaciones entre vencedores y vencidos siempre con mucha profundidad psicológica. El oficial Von Falk explica a Lucille que los militares están educados en el espíritu de la colmena, que son como un enjambre. Pero reconoce que lo que tiene valor en la vida es la acción, la decisión individual, la responsabilidad por los propios actos. Es un individualismo teñido de heroismo nietzscheano, que formaba parte de la educación de las elites rusas de la época. Nietzsche aparece mencionado expresamente. Los guerreros son guerreros por espíritu de la colmena pero lo que verdaderamente hace al guerrero es ser capaz de imponerse a la colmena.
 
Nazis buenos,  caballerosos, cultos; franceses malos, mezquinos, ignorantes. Los ojos de la extranjera que muchos considerarán una traidora, movida por el rencor de no haber conseguido la nacionalidad francesa.  La novela es buena, sin duda, aunque no sé si para darle un premio tan importante. Pero la cuestión interesante es por qué se lleva al cine. A primera vista podría decirse porque es una visión desmitificadora de la ocupación. La película no deja de mencionar la abundancia de denuncias anónimas a las autoridades de ocupación de unos franceses contra otros franceses.  
 
Pero esta explicación me parece insuficiente. Me inclino más por la de la fascinación que ejerce toda la historia. Suite francesa es una especie de crónica literaria de unos acontecimientos vividos en primera persona. Idealizados e interpretados hasta el extremo de crear una realidad ficticia que pretendía superponerse a la realidad verdadera que finalmente se manifestó en forma de una orden de deportacion por ser "una persona apátrida de origen judío". Lo que ella había tratado de evitar toda su vida, ser parte de la colmena.

NB (31 de mayo). Mi querido amigo Juan Maldonado Gago me aclara la cuestión de por qué Irène Nemirovsky aprendió euskera. Está en este enlace que me envía: http://www.nabarralde.com/es/munduan/8244-la-vida-vasca-de-irene-nemirovsky. Mi suposición es que, así como aprendió francés con una institutriz francesa, al ser rica su familia, veraneaba en lugares vas de lujo: Hendaya y Biarritz y allí aprendería la lengua. Cosa interesante porque, en cambio, no hablaba español.

divendres, 24 d’abril del 2015

Solo de Goytisolo.


Para un escritor con una obra tan vasta, tan variada, tan prolongada en el tiempo, tan rica; para un autor tan premiado, recibir el Cervantes forma parte de los gajes del oficio. Se ha presentado vestido de día laborable normal y, por si alguien no lo hubiera advertido, dedicó los primeros párrafos de su estupendo discurso, A la llana y sin rodeos, a explicar la diferencia entre el literato y el escritor, entre la vanagloria y el trabajo adictivo en silencio.

Propósitos que no sentarían nada bien a una representación protocolaria cuya única adicción es a las cámaras de televisión o de los bancos. La mayoría de los presentes no le hubiera otorgado el premio. Ha tenido que tragarlo. Porque, como demuestra Goytisolo con su modestia y su señorío, no es el escritor el que busca el premio sino el premio el que busca al escritor.

Ataviado a la llana soltó un discurso a la llana, festoneado de sabiduría, de lo que dice habitualmente en el román paladino en el que habla con su vecino, de lo que piensa como hombre libre, expresión que debiera ser un pleonasmo y, por desgracia, no lo es.

Todas las ideas de ese discurso abren horizontes, alumbran laberintos. Considérese la siguiente:

Mi condición de hombre libre conquistada a duras penas invita a la modestia. La mirada desde la periferia al centro es más lúcida que a la inversa y al evocar la lista de mis maestros condenados al exilio y silencio por los centinelas del canon nacionalcatólico no puedo menos que rememorar con melancolía la verdad de sus críticas y ejemplar honradez.

Resumen para tuiteros: Hombre libre frente a canon nacionalcatólico. Las dos Españas.

Añadió luego el peaje de las especulaciones cervantinas. Aportó el cervantear, como actividad propia de la "nacionalidad cervantina", de Octavio Paz. Del genio de Cervantes siguen brotando genialidades. Cervantear viene a ser llamar a las cosas por su nombre y describir la vida de agobios y miserias del autor del Quijote como víctima adelantada de épocas posteriores de injusticias y desahucios. En realidad, Cervantes estuvo a pique de sufrir el peor de todos los desahucios para un escritor, el de la privación de su obra. Tal era la intención de Alonso Fernández de Avellaneda al escribir una falsa continuación de las aventuras de don Quijote, que obligó a Cervantes a publicar él la segunda parte para demostrar que su casa era su casa y su personaje también. Ese de quien Unamuno decía que era muy superior a su creador.

Terminó Goytisolo con una expresión incendiaria: Digamos bien alto que podemos. Los contaminados por nuestro primer escritor no nos resignamos a la injusticia. Mentó la bicha en la corte y el auditorio se petrificó. Nadie había ido a allí a escuchar más soflama que la estupidez que espetó el ministro de Cultura. Varias de las autoridades negaron el aplauso que, de todas formas, fue de escuálido cumplido.  

Goytisolo, gran autor, es un hombre libre y eso no gusta nada a las autoridades del canon nacionalcatólico.
 
Así siguen las cosas, don Julián; quiero decir, don Juan.

dissabte, 7 de febrer del 2015

A salvo en sus cámaras de alabastro.


Si en este Madrid de la contaminación, el ruido, los desahucios, la circulación enloquecida, las manifestaciones, los mentideros y las luchas por el poder se anuncia una exposición de la silenciosa, minimalista, limpia y lejana Roni Horn en la Caixa Forum, hay que encontrar un momento y verla. No es tan caro como ir al psiquiatra y tiene efectos más tranquilizadores y duraderos. El misterio del artista consiste en invadirte de paz y sosiego mostrándote su universo de inquietud, incertidumbre y maravilla.

El título de la exposición, escogido por la autora, programático en realidad, procede del Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, una de las obras más fascinantes e inagotables del siglo XX, quizá de siempre. La cita, en la traduccción de Ángel Crespo, el gran especialista en el poeta portugués, reza: Dormía todo como si el universo fuese una equivocación y concluye y el viento, fluctuando indeciso, era una bandera sin forma desplegada sobre un cuartel sin ser. Muy adecuado que Pessoa sirva de introducción a la obra de Horn pues comparten inquietudes, obsesiones, desasosiegos. En lo esencial, dos, el lugar del artista en el mundo y su identidad. Las series de fotos, magníficas series de fotos, con variaciones mínimas, de tú eres el tiempo y también las de Ella, ella y ella inciden directamente en la cuestión de la identidad con la misma insistencia con que lo hace el poeta de los heterónimos. Y el Libro del desasosiego está escrito por uno de esos heterónimos, Bernardo Soares. Mejor dicho, según aclara Crespo, no se trata de un heterónimo al estilo de Álvaro de Campos o Ricardo Reis sino, en realidad, de una configuración literaria del ortónimo, el propio Pessoa, porque, como señala el crítico, la obra en cuestión es una especulación sobre la doble personalidad, al estilo del romanticismo alemán. Una especulación que duraría desde 1913 hasta 1935, hasta la muerte del poeta, que la dejaría inacabada, desordenada, inédita y prácticamente imposible de publicar. Veintidós años materializados en un montón de cuartillas desordenadas, con frases, reflexiones, sentencias, pasajes a veces contradictorios y escritos en un lenguaje propio que los especialistas llaman un idiolecto. Toda una vida para conseguir no entenderse.

Por eso se remite Horn a Pessoa, porque su obra plástica es asimismo fragmentaria, dispersa, incomunicada, múltiple. Dibujos, fotografías, composiciones, "situaciones", esculturas, libros, escritos, de todo lo cual hay abundante muestra en la exhibición, por cierto montada con indudable gusto y en un espíritu próximo al de la artista: mucha luz fría, mucho blanco. Porque en esta abundante e inconexa obra hay un hilo conductor que es la permanente presencia de Roni Horn en Islandia, en donde lleva más de veinte años pasando temporadas y de cuyos rostros, paisajes, luz y colores se sirve para sus creaciones.

Lo líquido, el agua, es un elemento esencial en la obra de la artista neoyorkina. Y aquí aparece la segunda referencia literaria en el quehacer horniano, la de otra escritora, también del mundo lusófono, aunque proveniente de la penúltima diáspora judía: la de Clarice Lispector y especialmente, su Água viva, publicada en 1973, también extraña como la de Pessoa, aunque por otros motivos, por su estructura narrativa líquida y reiterativa, como con ritornelli. La idea de exponer las citas de Lispector en el suelo, en forma de espirales de goma, como remolinos acuáticos, que nos obliga a dar vueltas para leerlos es un acierto.

El espacio Blanca Dickinson ("White Dickinson") nos lleva a la tercera referencia literaria/poética de Horn, Emily Dickinson, tan minimalista como ella, pero con una vitalidad exterior muchísimo más reducida y más perplejidad y obsesión con la propia identidad que Pessoa y Horn juntos. Esas barras solitarias que se apoyan en las paredes con las citas de los versos de la poeta de Nueva Inglaterra sintetizan su visión de una obra única, solitaria, indiferente, sin referencias ni clasificación y que a punto estuvo de quedarse sin lectores. El encabezamiento del post es una aportación de Palinuro a esta concentración de criaturas nada mundanas, es el primer verso de uno de sus breves poemas "A salvo en sus cámaras de alabastro,/intactos por la mañana e intactos por el mediodía,/duermen los mansos miembros de la resurrección,/madera de satén y techo de piedra". Si el poeta es un fingidor, según Pessoa, que finge hasta el dolor "que de verdad siente", ¿qué sucede con la ausencia que se irradia sobre ese mismo universo que pudiera ser un error? En otro lugar dice Emily Dickinson: "Largas calles de silencio/llevaban a vecindarios de intervalo;/aquí no había señal, ni discusión,/ni universo, ni leyes".

Un remanso de paz en la zozobra del yo esta exposición.

divendres, 30 de gener del 2015

¿Memoria o raíces?

Jeremy Treglown (2014) La cripta de Franco. Viaje por la memoria y la cultura del franquismo. Barcelona: Ariel/Planeta. Traducción de Joan Adreano Weyland.

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Los españoles estamos tan absortos en nuestro tumulto que, cuando alguien llega con una visión desde fuera, paramos un instante para escucharlo y acogemos con simpatía sus opiniones. Agradecemos mucho la mirada del otro, primero porque somos un buen pueblo, consciente de nuestro apasionamiento, siempre necesitado de la ponderación que solo puede proceder de fuera. Y, en segundo lugar, porque esa mirada del exterior suele venir de personas muy competentes, que investigan España y lo español con genuino interés y que, más arriba o más abajo, forman la ya secular dinastía de los hispanistas. Los ingleses y los franceses son legión. Algo menos los estadounidenses y los alemanes, pero también los hay. Muchos de ellos son más conocidos aquí que en sus países. Algunos hasta se nacionalizan españoles o viven en España. Se funden en un abrazo intelectual con los autóctonos y rivalizan con estos en su principal afición, casi obsesión colectiva: el misterioso ser de los españoles. Ya nos gustaría que entre nosotros hubiera gentes que tuvieran el conocimiento de Inglaterra, Francia, Alemania equivalente al que los hispanistas de estos países tienen del nuestro. De hecho, lo que hay es españoles especialistas en el estudio de los ingleses especialistas en España.

Treglown encaja en el esquema. Por su doble condición de literato en su tierra y residente regular en España de espíritu nómada pertenece a las dos corrientes dominantes del inglés viajero, estilo Borrow, aunque con otras aficiones, y el inglés erudito, estilo Balfour, aunque más atento a las cuestiones artísticas que a las históricas. Tiene razón Molina Foix en una brillante reseña en El País, titulada Abrir la cripta de Franco cuando dice que es como si Treglown hubiera intentado fundir dos libros en uno solo: una visión plástica, impresionista de España y otra más de crítica literaria, incluido aquí el cine en su faceta narrativa. El libro responde a la personalidad del autor quien a su vez ya lo divide en dos parte: una primera titulada "lugares y vistas" y otra "narraciones e historias".

¿Tiempo? Básicamente el franquismo (con ocasionales incursiones en la guerra civil) y la transición que, por cierto, sostiene que no ha acabado y sigue viva en los años posteriores a 2010 (p. 227). [Las citas y páginas corresponden a la edición de Farrar, Strauss y Giroux, Nueva York, ya que no dispongo de la edición española. Las traducciones son mías]. Franquismo/Transición o sea, franquismo y lo de después. Lo curioso es que esta cesura temporal lo sea también temática. Aunque haya referencias a la literatura en el franquismo, el estudio se hace propiamente literario en la segunda parte. Y, a la inversa, la exposición plástica se limita al franquismo y, salvo alguna referencia aislada, no hay consideración especial a lo escultórico, lo arquitectónico o incluso lo pictórico. La pintura, ampliamente tratada en la primera parte, acaba con Millares, Zóbel. Pérez Villalta, Barceló, ni aparecen, aunque otros artistas, singularmente literatos vivos, por ejemplo, Javier Marías, acerca de quien se dicen cosas muy interesantes (pp. 251/257) sí lo hace. En resumen, todo esto es para señalar que el libro es sobre la memoria pero, mientras la primera parte es memoria plástica, visual, la segunda es conceptual. Sin duda las dos son simbólicas pero de formas muy distintas y Palinuro confiesa descaradamente su predileción por la primera.

¿Grado de haughtiness? Se trata de la tradicional altanería o desdén que los españoles creen detectar enseguida en los ingleses hispanófilos y los ingleses se desviven por evitar con lo cual suelen enconarlo más, al estilo del círculo vicioso de todo prejuicio que se hace tanto más hondo cuanto más se lucha contra él. Un grado bajísimo, por no decir inexistente, aunque a veces sea inevitable alguna gota. Refiriéndose a la miseria en la España de Franco y la película Los golfos, de Carlos Saura, habla del último plano con los ojos sin vida de un toro muerto sin sentido y, dice, lo que es peor desde un punto de vista español, de un modo chapucero (p. 212). En verdad ¿hay un "punto de vista español" sobre algo? ¿Y, específicamente sobre el modo de matar toros? Sospecho que no.

El autor es increíblemente perspicaz y administra muy bien sus sentimientos. Es una rara habilidad porque, dados los conflictos de los que habla, no puede ocultarlos, pero los justifica muy bien. El libro arranca con un intento de exhumación del cuerpo de un republicano asesinado y enterrado en algún lugar perdido de la provincia de León. Esto nos introduce en el mundo de las fosas comunes y la Ley de la Memoria Histórica, con sus vaivenes y queda pendiente para cerrarse en el epílogo cuando, unos años después, el autor contacta de nuevo con la bisnieta del asesinado para interesarse de cómo iban los trámites y se entera de que acaba de tener un hijo y ha perdido el interés en buscar al bisabuelo. Y con esta nota simbólica se cierra la obra.

El capítulo siguiente es un hallazgo desde el punto de vista plástico: "Los pantanos del caimán". La inauguración de pantanos era un rito. La estética franquista descansaba sobre un modelo cesarista, ciclópeo, de carácter religioso como el conjunto del Valle de los Caídos y su cripta que da título a la obra, y la ingeniería civil, cuyo ejemplo más destacado eran los pantanos. Muchos llamaban a Franco a este propósito Paquito el rana, por andar de embalse en embalse. No falta, claro, la observación de que se trata de planes de obras públicas y desarrollo hidráulico anteriores. Pero lo original del tratamiento es su versión literaria, al poner la atención en el vaciamiento de los pueblos, los cambios de los paisajes, reflejados en la literatura de algunos de los novelistas llamados "leoneses", sigularmente Llamazares con su Lluvia amarilla. Podría coronarse el símbolo con la imagen que el autor evoca de Juan Benet en las largas tardes de invierno a cargo de la construcción de alguno de estos pantanos perdidos en los montes de León escribiendo Volverás a región.

Hay algunas referencias más al legado monumental de la dictadura hasta recaer en el Pazo de Meirás, que tiene especial significación porque pocos puntos concentran con tanta claridad el significado de aquel gobierno basado en la guerra, la victoria, la rapiña, la brutalidad, la arbitrariedad y el despotismo. Especialmente porque sigue siéndolo. El palacio de Meirás, antigua propiedad de Pardo Bazán, pasó a propiedad de Franco. El gobernador de A Coruña y un próspero industrial, Pedro Barrié de la Maza, se lo regalaron al dictador adquiriéndolo mediante una colecta en la que se tomaba buena nota de cuánto tenían que aportar "voluntariamente" los contribuyentes y que el régimen presentó como una suscripción popular. Barrié de la Maza montó luego un emporio energético gracias a los tratos de favor del Estado (Fuerzas Electricas del Norte de España, FENOSA) y el dictador, que no tenía el menor sentido del ridículo, lo nombró Conde de FENOSA.

Los avatares posteriores de la propiedad y el éxito de la familia Franco en impedir que esta propiedad se administrara según la normativa vigente en materia de Patrimonio Nacional, que obliga a abrirla al público en fechas acordadas, demuestra hasta qué punto sigue presente en España la huella del franquismo (p.80), como lo hace asimismo la abundante estatuística glorificadora de la dictadura y sus episodios más significativos. Quizá sea este el aspecto más concreto en que se concentra la siempre viva cuestión de la memoria histórica. Viva y complicada porque sigue enfrentando dos mentalidades con recuerdos que chocan, tan complicada que el autor advierte que quizá eliminar un pasado incómodo no sea la forma mejor de dar cuenta de él (p. 81) pero sin que tampoco a Treglown se le ocurra nada más positivo ni constructivo. La consideración viene a propósito de la estatuta ecuestre de Franco en El Ferrol, y los problemas que planteó. Y eso que no se ha parado a pensar en la estatua a pie firme del comandante Franco en Melilla y que fue erigida en 1977, dos años después de la muerte del dictador. Es inevitable pensar en las dos Españas, por más que la transición haya traído la fábula de su superación.

El último capítulo de esta primera parte de la memoria plástica está dedicado a la pintura y su contenido trata de probar lo que, por lo demás, viene a ser la tesis general del libro, esto es que, siendo justos, debe reconocerse que, durante el franquismo no se extinguió la actividad creadora en el interior de España, sino que, aun con dificultades esta prosiguió. Ello es en buena parte cierto, efectivamente, tratándose de la artes plásticas y también de la música, a la que el autor no dedica atención alguna. Pero no lo es tanto de la creación literaria, como viene a decir en la segunda parte. Algo que, obviamente, tiene que ver con la muy distinta naturaleza de estas actividades artísticas. El análisis de la pintura en la España franquista (los grupos Pórtico en Zaragoza, Dau al Set en Barcelona, El Paso en Madrid y el Equipo Crónica en Valencia) y el estudio de los creadores concretos, especialmente Chillida (para la escultura), Tàpies, Millares y Saura, muestra familiaridad, conocimiento y apreciación de la obra de estos grandes maestros. Dos de las escasísimas reproducciones en blanco y negro que contiene el libro son El peine de los vientos, (1952/1977) de Chillida y el retrato imaginario de Brigitte Bardot (1958), de Antonio Saura. La extensa referencia a la labor de la Academia Breve, creación de Eugenio D'Ors va en la misma dirección de romper prejuicios y sectarismos en el juicio estético y apuntar a la complejidad de una conciencia que, teniendo una visión ideológica y cerradamente doctrinaria de la sociedad, era capaz de reconocer y fomentar la obra creativa ajena y opuesta a sus cánones (p. 106). Esta visión, conjuntamente con la valoración de la obra de Fernando Zóbel en el empuje del abstracto español y la creación del celebrado Museo de Arte Abstracto de Cuenca en 1966, es lo que le permite suscribir la idea de Juan Benet de que , en realidad, la cultura española había empezado a ser antifranquista mucho antes del fin de la dictadura (p. 112).

Hasta aquí, correcto, aunque optimista en exceso a juicio de este crítico. Pero, ¿sucede lo mismo con las narraciones y las historias, con la "memoria conceptual" del franquismo? Aun con la buena voluntad de tratar amortiguar el efecto del enfrentamiento entre las dos Españas, el autor aborda el campo minado de la historia en el que no se siente muy seguro. Pero tiene el valor de Daniel en la cueva de los leones abordando el Diccionario biográfico español, publicado por la Real Academia de la Historia, obra que, a pesar de sus muchos méritos, pues son miles de voces encomendadas a los más competentes especialistas, muestra su intención legitimatoria de la Dictadura y, por lo tanto, continuadora de la tradición de las dos Españas, al encargar la redacción de la entrada Francisco Franco a un acérrimo franquista, cuya única función es embellecer la figura del dictador. El Diccionario, dice Treglown, es un microcosmos del legado de Franco en la cultura española (p. 130). Es decir, carece de autoridad. No menos interés tiene que el autor dedique considerable atención a la obra de Pío Moa, de quien admite que es cierto que, en algunos aspectos España floreció con el régimen (p. 141). Hablar de Moa es, precisamente, señalar la persistencia de los enfrentamientos de los relatos españoles y, aunque también hay referencia a algún historiador de seria consideración, como Santos Juliá (aunque no estoy seguro de que interprete en su complejidad el pensamiento de este autor) la total ausencia de otros de gran alcance que elaboran relatos contrarios, como Julián Casanova o el británico Preston, debilita mucho la argumentación del capítulo.

Restan otro tres sobre la narrativa española, fundamentalmente novelística y uno intercalado sobre el cine. No hay mención del teatro, tampoco de la poesía y de la música no se dice nada, casi como si la obra careciera de banda sonora. Sin embargo, los dos primeros son los campos en los que más evidente resulta la cesura entre la España del exterior ("el exilio y el llanto") y la del interior. No en cuanto a la calidad sino al de la pura escisión. El teatro de Max Aub, Casona hasta su regreso o el del exiliado posterior Arrabal, tiene su pendant en el de Pemán, pero también Buero o Sastre. Igual que la poesía de Juan Ramón, Cernuda o Guillén, lo tienen en la de Dámaso Alonso, Hierro o Rodríguez. La relación entre una cultura y sus obras es endemoniada, sobre todo si, además, está escindida y es en parte ella contra sí misma. Se añade que la cultura española no solo aparece escindida sino también como desflecada y entreverada de otras. El cosmopolita Aub acabó siendo más mexicano que español y Jorge Semprún, ampliamente tratado como español en el libro y vástago de ilustre familia española, escribìa en francés, jamás renunció a su nacionalidad francesa ni para ser ministro de España. Una de las películas más importantes para entender la cultura española de la resistencia y que aquí no se menciona, La guerra ha terminado, dirigida por Alain Resnais e interpretada por Yves Montand, llevaba guión de Semprún. Para complicar las cosas, en la cultura española del franquismo hay que contar con el "exilio interior", difícil de aquilatar pero que el autor conoce bien como demuestra su consideración de la figura emblemática de este, Julián Marías (pp. 248/251).

El capítulo dedicado al cine tiene mucho interés. Un acierto tratar con detenimiento Raza, sobre la novela de Franco, dirigida por el director del régimen, José Luis Sáenz de Heredia, primo del fundador de la falange e interpretada por Alfredo Mayo cosa que, teniendo en cuenta el carácter autobiográfico de la obra, sí que era embellecer al dictador. Hay luego un tratamiento muy apreciable de los dos directores típicos del franquismo profundo, Berlanga y Bardem y alguna atención a la Viridiana de Buñuel, lo cual pone de manifiesto la ausencia de referencia a su otra filmografía. El resto observaciones penetrantes sobre algunos de los directores más significativos del franquismo tardío y la primera transición, Saura, Patino, Erice, continuados luego con muchas referencias a Almodóvar. Lógicamente, tratamiento abundante de la colección de películas acerca de la guerra civil y la postguerra. El juicio es libre y respetable aunque alguno suscita perplejidad. Encuentro injusto el adjetivo preposterous dedicado a Tierra y libertad, (1995), de Ken Loach (p. 196). Como no se fundamenta habrá que creer que se origina en un conocimiento intuitivo del autor por tratarse de un cineasta británico, pero más parece proceder de falta de familiaridad con el conflicto interno al bando republicano entre anarquistas/poumistas y comunistas.

Finalmente, los tres capítulos de crítica literaria forman la parte más cohesionada del libro y suponen casi un ensayo por derecho propio sobre la literatura española de los últimos 80 años. Es obra de un literato, plena de subjetividad y personalismo. Pero, por eso mismo, tiene un gran interés. Abre con Cela y el olvidado Fernández Flórez (p. 158) y tiene páginas muy acertadas sobre los del exterior, Aub, Sender y Barea, otro casi olvidado, cuya Forja de un rebelde fue muy influyente. Palinuro recuerda haberlo leído emocionado. Del interior so recogen Gironella, Laforet y Sánchez Ferlosio, cuyo El Jarama es puesto en relación con la famosa batalla del sitio y su escuetísimo tratamiento en la obra tomado como símbolo de una memoría "minimalista" del interor (p. 190).

Un grupo formado por Martín Santos, Delibes y Semprún subraya de nuevo la imposibilidad de encontrar elemento unificador común en obras tan dispares. Todo es literatura, claro. Pero es que la literatura es el mundo. En el último capítulo, siendo más amplia la muestra con los autores actuales, es más variada, por supuesto, también más subjetiva y le ofrece la posiblidad de encontrar alguna muestra de obra que apunte más a la tesis del mayor eclecticismo en la memoria de la guerra, como se ve en las observaciones sobre los Soldados de Salamina de Cercas, novela y película. Los demás, todos imprescindibles y tratados con mucho tino: Muñoz Molina (Sefarad), Javier Marías que recibe trato de favor pues su obra viene introducida por la consideración de la biografía paterna que tanto influye en aquella, en las claves de aquella. Juan Marsé irrumpe de forma marsiana, si así puede hablarse y hay unas páginas muy bien puestas sobre la obra mínima/máxima de Alberto Méndez, de quien Palinuro a veces se siente como un heterónimo pessoano. Se cierra con Manuel de Lope y, algo antes con Almudena Grandes y su Corazón helado. Por cierto, si no ando equivocado, la única mujer, junto a Carmen Laforet de las que se habla en este panorama de la cultura española, excepción hecha de Maria Blanchard que solo aparece circunstancialmente al hablar de pintura.

Se agradece una nueva visión fresca y externa de la cultura española del franquismo. Y una visión inteligente e informada. No está de más señalar que española quiere decir castellanohablante pues no hay sino referencias ocasionales a las otras culturas nacionales, gallega, vasca y catalana.