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dissabte, 19 de setembre del 2015

La chispa y la burbuja.

En el Canal de Isabel II de Madrid hay una exposición retrospectiva de Leopoldo Pomés que deja con la boca abierta al visitante. Y los ojos como platos. Y los oídos. Y los demás sentidos, el gusto y el tacto, al menos en forma narrativa. Pero todos los sentidos. Porque si bien suele tenerse noticias aisladas, inconexas, de distintos logros del hombre, esta exposición, magníficamente montada, ofrece una visión panorámica del conjunto de su obra, desde su primera fotografía, en 1947, hasta sus últimas producciones de ahora mismo. Setenta años de un torrente de imágenes de todo tipo, retratos, foto-reportaje, producción artística, publicitaria, de videos, películas, pero también de poemas, de ensayos, de experiencias empresariales, diseño comercial. Pomés ha hecho incursiones en todos los géneros, tocado todos los temas y, en esta exposición de conjunto se ofrece una imagen caleidoscópica, que interpela todos los sentidos. El propio Pomés, quien no para de explicarse a lo largo del recorrido de diversas formas, dice que es un hedonista y hace un panegírico de la buena mesa probablemente relacionado con el hecho de que, habiendo nacido en 1931, le pilló el hambre de la postguerra en la adolescencia, cuando la cena era a base de patatas hervidas y algún escuálido acompañamiento. Andando el tiempo, la misma experiencia le llevaría  a fundar y regentar con éxito un par de restaurantes en Barcelona y hasta una tortillería.
 
Esa exuberancia de los sentidos lo hacía idóneo pra la fotografía publicitaria. Arrancó en 1959 con un encargo de los bañadores Meyba y acabó siendo el rey indiscutible del gremio, cosa patente si se recuerda que es el autor del spot más caro de la televisión, el anual de Freixenet, el de las burbujas. Entre medias ha dominado el mercado de la foto publicitaria con ideas, propuestas y campañas que han creado escuela: estética 007, dinamismo de las imágenes, audacia de planos, falta de convencionalidad, detalles de genio aplicados a la publicidad de Terry ("usted sí que sabe") o a la de Gallina Blanca. Aquella primera foto del bañador Meyba se hizo famosa no por la modelo sino porque, junto a ella, figuraba un caballo. Y es el caballo, curiosamente, el que mantiene el interés de la imagen ya que la mujer está como engastada en un traje de baño de tres piezas de apariencia muy rígiday resiste peor el paso del tiempo.
 
Es fácil decir que la obra de Pomés se expande en paralelo con el desarrollo posterior al Plan de Estabilización, la generalización del consumo y la era de la televisión. Es obvio que se trata del terreno para teorizar sobre la sociedad de consumo, la cultura del ocio y el American way of life. Alguno trabajos de nuestro hombre recuerdan los aires de Harper's o la misma Life. Pomés hizo series enteras en campañas para vender las fibras sintéticas, que invadieron el mercado en los sesenta y setenta. Incluso inventó un personaje, Pedro Tergal, para publicitar el tergal, una fibra. Y, con el consumo, técnicas de comunicación. El cortometraje de Terry repetía el recurso al caballo pero, esta vez en movimiento. El anuncio, que paseaba una hermosa modelo cabalgando a pelo un alazán por una playa, por los Campos Elíseos en París, la plaza de San Marcos en Venecia o Trafalgar Square en Londres en 1972, quizá sea el más egregio monumento a una especie de kitsch contracultural de los setenta.
 
Hay chispa en todo lo que Pomés toca. La serie de retratos "serios", entre 1970 y 2013 (Cortázar, Eduardo Mendoza, Jorge Herralde, etc) atestigua la permanencia de un espíritu de exigencia, pues los retratos quieren ser psicológicos, que probablemente procede de sus años de formación, en los cincuenta en los círculos de pintores de los grupos de Dau al Set y El Paso, Joan Ponç, Modest Cuixart, Tàpies, Saura, el malogrado Manolo Millares y en los de poetas como Brossa, Joan Oliver (Pere Quart) o Cirlot, con abundante presencia de Chillida. De todos ellos hay muchos retratos que, significativamente, no tienen nada de psicológicos sino que son como manifiestos, como imágenes de tendencia, de escuela, de grupo. De vanguardia. El autodidacta Pomés se forjó en un ambiente de ruptura artística plástica y la recomposición de una estética rebelde en una sociedad autoritaria y conformista que desembocó en el abstracto. Hasta ahí llegó a asomarse Pomés, con fotos de arpilleras, al estilo de Millares o grafitti colorido en homenaje a Miró.
 
La exposición muestra también diversos encargos cuya contemplación es muy grata. Una serie callejera de Barcelona en los cincuenta por encargo de Seix Barral y otra sobre tauromaquia que no llegó a publicarse porque el escritor comprometido a redactar el texto, Hemingway, se suicidó. Mención especial merece su tratamiento de las mujeres, empezando por la propia, que le sirvió de musa y modelo en muchas ocasiones. Su visión de la estética femenina está bien definida con su concepto de hedonista, es levemente erótica, elegante y contenida. Tengo la impresión de que la serie que dedica a la arquitectura modernista está relacionada igualmente con ese hedonismo y esa especie de plenitud y alegría de vivir que siempre trasmite Pomés.
 
Su innegable triunfo en la fotografía publicitaria le hizo ganador del concurso para realizar el spot de presentación de los juegos olímpicos en Barcelona en 1992. Se muestra íntegro. Merece la pena verlo. Podría servir perfectamente para publicitar la via lliure del independentismo actual.

dilluns, 14 de setembre del 2015

Fuera de límite.

La Fundación Telefónica de Madrid muestra una exposición de Luis González Palma, un interesante fotógrafo guatemalteco, afincado desde hace más de doce años en Córdoba (Argentina), titulada Constelaciones de lo intangible y que contiene una buena parte de su obra dividida en grupos y de ahí lo de las constelaciones, porque cada uno de ellos es temático y tiene un motivo central. Los más destacados son los retratos, la serie Möbius y las obras catóptricas.
Todos están marcados por un rasgo personalísimo que los unifica, una capacidad para fabricar imágenes que exhalan, por así decirlo, un espíritu, una atmófera, un hálito inquietante, hecho de misterio, lejanía, ambigüedad e inquietud. González Palma trata y casi siempre lo consigue, de trascender los límites mecánicos y técnicos de la fotografía, y de tomarla como fundamento para otras exploraciones. Para ello nunca presenta las imágenes sin más, sino que les añade algo. En su primera constelación, la serie de retratos de rostros en su mayoría indígenas centroamericanos, trata el producto con emulsiones especiales que le den una pátina de oro y tonos sepia, de forma que casi parece una galería de retratos sacados de alguna vieja serie con finalidad antropológica. Pero todos ellos son muy intensos y el autor consigue su objetivo de obligarnos a indagar en la mirada de unos rostros que nos interpelan. Otra serie incluye elementos ajenos al propio retrato, simbólicos, peces, flores, geometrías, superpuestas a los rostros y que anuncian la evolución posterior del artista en la dirección de un nuevo maridaje entre la fotografía y la pintura, como si se tratase de una resurrección del pictorialismo de comienzos del siglo XX, pero penetrado de realismo mágico latinoamericano.
 
La serie Möbius, algunas de cuyas obras se ven aquí por primera vez, aplica muy variadas técnicas a la imagen fotográfica, pictóricas, pero también volumétricas, con objetos, añadidos, que distorsionan la figura y la recomponen según crriterios personales. Las obras catóptricas permiten reconstruir imágenes distorsionadas mediante espejos cónicos, cuyo resultado son unos rostros que nos miran desde un reflejo. No son muy originales porque reproducen los anamorfismos renacentistas, pero contribuyen a la atmósfera inquietante cuando percibimos que esas miradas nos siguen a donde quiera que nos desplacemos.
 
El peso de la pintura en la obra de Palma es apabullante. Hay una serie de fotos, como la de la ilustración  que recuerda directamente a Magritte y, en términos más generales, el surrealismo. Algunas otras traen a la memoria el mundo onírico de Remedios Varo, quizá pasado por una visión de Antonio López. Cierro mi consideración con una referencia a una serie de cuatro fotos, muy modesta, sin pretensiones, que representan el mismo objeto, un lienzo doblado irregularmente, dispuesto de distintas formas  y como suspendido en el vacío. Cada uno es una alegoría de cuatro pintores: Murillo, el Greco, Rubens y Zurbarán. Y todos ellos se reconocen por un elemento sutil que los hace inconfundibles: la luz.
 
Merece la pena pasarse por esta exposición. Es un material tan extraño y original que impresiona y las imágenes se quedan como grabadas.

En el piso inferior de la misma fundación hay otra exposición retrospectiva dedicada al conjunto de la obra de Alberto Corazón, uno de los mejores diseñadores actuales, si no el mejor, y que también he visitado con gran entusiasmo porque conocí al autor en los ya lejanos tiempos de los estudios universitarios. Pero de él hablaremos mañana o cuando los dioses dispongan.

diumenge, 7 de juny del 2015

Strand: la conciencia de clase en fotografía.

La Fundación Mapfre acaba de inaugurar una exposición monográfica sobre Paul Strand que durará hasta agosto. Son más de 200 obras procedentes de la colección propia y otras, presumo, del Museo de Arte de Filadelfia, bajo patrocinio de la Terra Foundation for American Art. Es una ocasión única. Hace años, la Fundación Barrié de la Maza trajo a España otra muy completa del fotógrafo, aunque sospecho que esta lo sea más. Palinuro le dedicó un extenso comentario, en su momento: Paul Strand: el ojo del siglo XX, así que ahora se permite el lujo de remitir al lector al dicho post en todo lo que tiene que ver con la fotografía yanqui de primeros del siglo XX, el pictorialismo, la sociedad norteamericana, el New Deal y los aspectos políticos de su trabajo. Aquí nos limitaremos a alguna observación concreta, sugerida por las piezas de esta exposición que no estaban en la de Barrié de la Maza.

En primer lugar, Strand era un hombre de camino único. Hijo de inmigrantes judíos bohemios, se hizo de izquierda radical ya en su primera juventud y en esa actitud vivió el resto de sus días, que fueron muchos y lo llevaron a viajar por muchos países, excepto el suyo, que abandonó en 1949, en plena época macartista y al que no retornó, salvo en un par de ocasiones, transitoriamente. Nunca cambió su orientación fundamental que se afirmó con el tiempo hasta aproximarlo al Partido Comunista de los Estados Unidos. Ciertamente, no creo sea válido calificar a Strand de hombre de partido, pero parte importante de su obra, films y libros de fotografías está hecha dentro de los ambientes comunistas. La voz en off que narra Native Land (1942) y de la cual pueden verse unas escenas en la exposición es de Paul Robeson y el libro que publicó sobre Italia en los años 50, que tiene fotos decisivas en el neorrealismo italiano, como la que ilustra este post, que tanto recuerda Los santos inocentes, lleva textos de Cesare Zavattini. Basil Davidson hizo el texto de su libro sobre el África, a partir de la Ghana de Kwme Krumah. La idea era fotografiar el nacimiento de sociedades socialistas (también tiene un libro sobre el Egipto de Nasser). La intentó también en Europa, en Rumania, pero eso ya no le salió.

Strand estudió fotografía en la Ethical Culture Fieldston School, que era un centro privado lejanamente basado en la filosofía y la ética de Dewey y con tolerancia hacia todas las confesiones, por lo que lo frecuentaban los hijos de judíos, discriminados en otros lugares. Allí tuvo como profesor a Lewis Hine, otro prominente fotografo clásico estadounidense, deweyano por formación quien debió de enseñar Strand algo más que fotografía. Hine era un hombre duro, también de convicciones y, a diferencia de otros grandes maestros, Stieglitz y, por supuesto, Steichen, no consiguió ningún reconocimiento en vida, solo publicó un libro y murió en la miseria. Pero nunca abandonó su actitud social y ética. Y eso le pasó a su discípulo, aunque a este le fue mejor en la vida.

Quizá sea lo que pueda llamarse "conciencia de clase" en la fotografía: la de un hombre que empezó rodando el fabuloso corto Manhatta, con textos de Walt Whitman en Hojas de hierba y terminó haciendo exquisitas fotos a las hierbas de su jardín en Orgeval, Francia, en donde se retiró, rodeado de reconocimiento. Precisamente por su recta trayectoria política. Algo que, según se ve, los artistas pueden hacer mejor que los políticos.

dijous, 14 de maig del 2015

Meneses y el Angelus Novus
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Muy interesante la exposición de 90 fotografías del gran fotoperiodista Enrique Meneses, que falleció hace un par de años. Parte importante de los acontecimientos de la segunda mitad del siglo XX está aquí captada en instantáneas directas, naturales, espontáneas, sin arreglos ni artificio, desde la nacionalización del Canal de Suez por obra de Gamal Abdel Nasser y que provocaría la guerra del canal hasta reportajes mucho más actuales para la televisión española y fotos más recientes de creadores y personalidades que fueron cayendo a lo largo de los años, Dominguín, Dalí, Picasso.
 
Documentos vivos, esenciales, que vuelven a aparecer una y otra vez  cuando alguien quiere visualizar el pasado. Por ejemplo, en la foto que ilustra esta crítica puede verse a Fidel Castro y al Che Guevara en Sierra Maestra, en 1958, escuchando el informe de un espía sobre el enemigo. Ya para valoración de entendidos, el que aparece en el último plano y algo fuera de foco es el mítico Camilo Cienfuegos. Meneses fue el único fotoperiodista que consiguió romper el cerco de Batista y subir a Sierra Maestra, en donde estuvo un mes conviviendo con los guerrilleros castristas del 26 de julio. Su reportaje se publicó en Paris Match y muchas otras revistas internacionales, incluida la cubana Bohemia, lo que después costó un disgusto a Meneses a manos de los policías de la dictadura de Batista.
 
Desde el primer momento en que se entra en la exposición del Canal es difícil que no se venga a la memoria Walter Benjamin por dos vías conexas que se imponen de modo evidente: por su reflexión sobre la reproducibilidad mecánica de la obras de arte y por sus consideraciones sobre el Angelus Novus, de Paul Klee. Respecto a la primera, no hay duda: Meneses captó algunas de las imágenes que han pasado a ser emblemáticas del siglo XX: Nasser, le revolución cubana, la lucha por los derechos civiles de los negros en los Estados Unidos, el discurso I have a Dream, de Martin Luther King, la crisis cubana de los misiles, el asesinato de Kennedy y ya en tono menor las bodas de Fabiola y Balduino en Bélgica y la de Juan Carlos y Sofía en Atenas. Son fotos que se han reproducido miles de veces, que se han constituido en imágenes de una época, que colgaban en paredes y espacios públicos en donde han sido a su vez fotografiadas como objetos de interés en sí mismos. Forman parte de la memoria de mucha gente. Son elementos ya del pasado gráfico de la especie.
 
Por otro lado, el Angelus Novus, el ángel de la historia. El tiempo ha pasado, el ángel ha emprendido el vuelo, la memoria ha quedado congelada y se acumula como el sedimento del progreso de la humanidad. Las figuras se suceden en un encadenamiento cuya razón, de haber alguna, está fuera de él: la Begum, Melina Mercouri, el Shah, Farah Diba, Castro, el Che, Kennedy, Baez, Dylan, Davies, Heston, Brando. Todas las gentes y los elementos que intervinieron en los sobresaltos en que nació el mundo de hoy, a su vez destinado a estar en el fondo de la memoria del de mañana.

Y luego está la peripecia biográfica de Meneses, un hombre que se coló, por así decirlo, de rondón en los grandes acontecimientos de su tiempo, desde la muerte de Manolete hasta el fin del comunismo y que lo hizo casi siempre en precario, a base de audacia, trabajo, tesón y de lo que él llamaba muy gráficamente potra, esto es, "suerte", para las actuales generaciones. La potra de tener ángel, el ángel de la historia.

dijous, 12 de març del 2015

El arte y la imbecilidad.

En un par de años se celebrará el primer centenario de la inauguración del Palacio de Comunicaciones, luego Palacio de Cibeles y actual sede del Ayuntamiento de Madrid. El centenario de un horrible chafarrinón, atentado contra el buen gusto, palacio ostentoso, rebuscado, cursi y feo hasta el agotamiento. Durante toda su vida fue sede de Correos en Madrid y algunos detalles populares y simpáticos como la galería con los buzones de provincias con cabezas de león, ayudaban a los sufridos madrileños a sobrellevar la carga de esa espantosa tarta de nata, mal imitada de las construcciones estadounidenses que a su vez eran una mala imitación de las europeas.

Pero como sobre gustos..., etc., alguien habría de llegar con el suyo tan estragado que valorara semejante adefesio. Ese fue Ruiz Gallardón, por entonces alcalde de Madrid, un cursi relamido y petulante con ínfulas de esteta. A este exministro de Injusticia,  el precioso y castizo conjunto arquitectónico municipal de la Plaza de la Villa, en el Madrid de los Austrias, con la antiquisima Torre de los Lujanes, parecía algo de pobretes e indigno de un suculento emperador de la Trapobana con espíritu de indiano enriquecido, como él. Su anhelo  era deslumbrar al mundo con su Xanadú particular, por supuesto, a costa del contribuyente, personaje a quien los mangantes peperos cargan todos sus desmanes.
 
Gallardón cedió luego su puesto a otra cursi, Ana Botella, paleta reprimida, tan necia como él, incapaz de entender una conversación de nivel medio tirando a bajo, pero convencida de ser una inteligencia solo segunda, a causa de su condición femenina, a la de su portentoso marido, un zoquete malicioso y perverso.  Esta ya levitó con el adefesio del palacio y terminó de convertirlo en un centro de exposiciones artísticas para mayor gloria de Madrid, un Parnaso, un Helicón, un lugar de encuentro con las musas. Y a esto se ha dedicado este horrible edificio, llamado a tales efectos CentroCentro, a ser un escaparate de lo más sublime que hay en la vida, el arte.
 
Pero como de los imbéciles solo cabe esperar imbecilidades, el criterio que impera en las exposiciones de la casa, y en todo lo demás, es el dogma neoliberal de la empresa privada. Todo al servicio de lo privado. Nada público. A machamartillo, a lo bestia, en su estilo. Para eso, ¿qué hacen? En lugar de apalabrar exposiciones con gentes entendidas en arte, con museos y colecciones, salen en busca de colecciones privadas enteras, de fondos de empresas que son las que verdaderamente reflejan su miseria espiritual, su supina ignorancia y su papanatismo. Porque las empresas, los bancos, las aseguradoras, no coleccionan arte por su valor estético sino económico, como inversiones y entienden tanto de él como de las aventuras del Ramayana.
 
Pero eso da igual. Como es habitual en los neoliberales cuya esencia ideológica es la mentira, de lo que se trata es de ensalzar los valores de lo privado, siempre con dinero público, por supuesto y, de paso, si se puede, pillar alguna mordida o comisión. Es la naturaleza humana. Entre otros atentados a la elegancia y la estética, este espantoso espacio alberga dos exposiciones temporales de dos colecciones de empresas: Iberdrola y la Fundación Pedro Barrié de la Maza. Poco que comentar. Este Pedro Barié era un amigo y enchufado de Franco que, tras enriquecerlo lo nombró Conde de FENOSA, o sea, de su empresa, Fuerzas Eléctricas del Noroeste de España, Sociedad Anónima, con tan escaso sentido del ridículo como el que muestran los expositores con esta colección de pintura y arte abstracto general contemporáneo perfectamente irrelevante y que, salvando algún caso digno, no es más que basura.
 
Lo mismo sucede con la  colección de Iberdrola, otra empresa que compra pintura como el que adquiere valores bursátiles, con la misma mentalidad. Aunque, en este caso, quizá por la antigüedad, el resultado es menos ridículo que en el de la Fundación Barrié. Iberdrola, empresa originalmente vasca, tiene un importante fondo de pintura vascuence, con cosas de Arteta, Regoyos, Guiard,  Ucelay, Iturrino , etc y también, al expandirse, ha adquirido algo de arte de calidad de los más recientes y de categoría, Arroyo, Pérez Villalta, Barceló, Antonio López, etc. Han traído uno de cada uno y dos a tres vascos. El resto, lo importante, se ha quedado en Euskadi. Aquí, de relleno, un fondo de fotografías de un valor e interés inexistente. Y no es difícil averiguar cuál haya sido el criterio de la selección y la exposición: de lo que se trata es de exhibir algo en Madrid, para que se vea la empresa. ¿Qué? Eso da igual. Nada de llevar una buena muestra, que cuesta una pasta en seguros. Dos o tres cositas y, si puede cobrarse una mordida o comisión que saldrá, claro, de los impuestos de los madrileños, mejor. No están los tiempos para dispendios. Hay que ser neoliberales.
 
Poner ladrones e imbéciles en la gobernación del país no solo tiene malas consecuencias en lo político, jurídico, económico y social. En lo estético son peores que el caballo de Atila.

dissabte, 7 de març del 2015

De dónde venimos; a dónde vamos.


Tan preocupados estamos por saber a dónde vamos que se nos olvida de dónde venimos. Obsesionados con el futuro, que cualquier líder de medios pelos nos promete "conquistar", descuidamos el pasado. Seguramente lo demos por "conquistado" y, así, tendemos olvidarlo. Pero el pasado pervive precisamente en nosotros, en nuestra lengua, en nuestra habla, nuestra cultura, tradición y costumbres. Ignorarlo es ignorar una parte de nosotros, quizá la más importante porque muestra lo que somos. Lo que seremos, ya se verá. Y, si no vemos lo que hemos sido, en realidad, no vemos nada. Cegados por el el presente nos empeñamos en compararlo con un pasado que desconocemos y así salen las comparaciones, propicias para que los vaticinios no los hagan ya los profetas o los arúspices, los poetas o los científicos, sino los charlatanes, los mercaderes. Clase esta última siempre moralmente denostada en el catolicismo de derechas e izquierdas ("no queremos una Europa de los mercaderes"), pero la única que ha movido realmente el mundo hasta traerlo al momento presente, cuando queremos "conquistar el futuro" a base de ignorar el pasado.

Quien quiera darse una vuelta por lo que ha sido parte importante del pasado del hombre en todo el planeta y muy especialmente en España, que visite la exposición fotográfica del Jardín Botánico de Madrid (hasta el 15 de marzo), llamada En movimiento, sobre la trashumancia en el Mediterráneo. Son unas sesenta fotos de fotógrafos profesionales de Marruecos, Túnez, Grecia, Turquía y el Líbano sobre distintos tipos de trahumancias de ovejas, camellos, vacas, caballos. Se añaden dos temas monográficos, ambos espléndidos, de España, uno de Gemma Arrugaeta genérico sobre "Pastoreo y trashumancia" y otro de Raúl Moreno sobre "vaqueros trashumantes". Las explicaciones, muy instructivas (aunque ya podían editar un pequeño catálogo) inciden especialmente en los aspectos científicos, ecológicos e industriales de la actividad. Pero las fotos son sobre todo arte en la naturaleza, a lo mejor ese momento cuando "la naturaleza imita el arte", de Wilde.

La trashumancia probablemente sea anterior a la revolución neolítica, ya que se trata de una forma de nomadismo, una de trayecto fijo; pero trayecto. En España forja partes de la nación desde antes de los tiempos de los celtíberos. Los 120.000 kilómetros de cañadas, cordeles, veredas, que surcan la península ibérica son a veces la planta de las calzadas romanas, algunas en uso hoy día, como la posteriormente llamada vía de la plata, desde Extremadura hasta los montes leoneses y más allá por donde viajaba el metal de América. Esos desplazamientos periódicos de cientos de kilómetros con los ganados dejaron, sí, un rastro ecológico y otro cultural riquísimo: las ventas, las majadas, las fiestas, las costumbres, los cantares e historias de zagales y zagalas, los canales, los abrevaderos, prendieron en la cultura a lo largo de los siglos. Añádase que la actividad llegó a ser políticamente dominante puesto que, estando la península dividida en dos entre moros y cristianos, las tierras de la frontera no ofrecían seguridad para la agricultura y solo podían explotarlas los ganaderos. Esto se institucionalizó cuando Alfonso X el Sabio creó el Honrado Concejo de la Mesta de Pastores en 1273, con lo que la Mesta debe de ser el gremio más antiguo de Europa. Y, en España, casi un Estado dentro del Estado, hasta su abolición en el siglo XIX y una actividad que, en su enfrentamiento con la agricultura, condicionó el desarrollo del país.

La Mesta sucumbió en el siglo XIX, pero no a la ley, sino al ferrocarril. La actividad había cambiado de signo mercantil. El ganado se transportaba en vagones. Los ferrocarriles habían venido a cerrar el pasado y abrir el futuro. O eso creían los ingenieros e industriales hasta que, a la vuelta de unos años, la trashumancia empezó a hacerse por carretera, en camiones ganaderos. Las cañadas se han reducido y estrechado, pero se han hecho mucho más rápidas. Aún así, el desplazamiento a pie siguió siendo mayoritario hasta mediados del siglo XX. El pasado se resistía a morir. No morirá nunca, salvo con la especie, que es trashumante. De hecho, trashumar es cambiar de humus, de suelo. Si no somos de donde nacemos sino de donde pacemos y hoy se pace aquí y mañana allí, no somos de lado alguno. Más al fondo oscuro de las cosas si el mismo término de hombre, homo, viniera del humus latino, cuestión que Corominas reputa prudentemente de "las más oscuras de la lingüística indoeuropea" y fuéramos menos prudentes, diríase que la trashumancia es la forma por la que el hombre cambia de sí mismo. La trashumancia es la vida. Aunque queramos olvidarla y darla por cerrada o "conquistada". Somos lo que fuimos. Y más cosas, claro. Pero, sobre todo, lo que fuimos.

La presión de avance de la técnica nos incita a lo dicho: olvidarnos del pasado, que es lo que nos explica, para obsesionarnos con el futuro. Pero, como el hombre es más cosas, además de humus, esa misma técnica pone en sus manos no solo la posibilidad de olvidar el pasado, sino de volver sobre él y destruirlo, hacerlo desaparecer, para negar su existencia. Esos bulldozers que han arrasado la antiquísima ciudad asiria de Nemrod, así llamada desde los tiempos bíblicos con el nombre del rey al que se atribuye la torre de Babel, van dirigidos contra el pasado de los mismos que ciegamente los manejan y no por soberbia técnica, sino por fanatismo religioso. La ciudad era mucho más antigua, su primitivo nombre en escritura cuneiforme parece haber sido "Levekh" y fue capital del Imperio neoasirio durante muchos siglos. De ella proceden los famosos toros alados que pueden contemplarse en Londres, París y Chicago. En ella había zigurats. Con todo han arrasado los del ISIL que también han destruido los antiquísimos fondos de la biblioteca de Mosul. Quemar bibliotecas, destruir monumentos, enterrar sabios vivos, derribar estatuas, arrasar ciudades. Los hombres han hecho mucho más por destruirse ellos mismos que todas las demás fuerzas de la naturaleza juntas. Iba a poner ciegas, pero ciegas son todas.

En fin, que la trashumancia es importante y la exposición está muy bien.

divendres, 27 de febrer del 2015

Pateando la calle. Winogrand.

Los hombres hacen las ciudades y las ciudades hacen a los hombres. Mucha gente, cada vez más, nace, crece, vive y muere en la misma ciudad. A cambio hay mucha otra, también cada vez más, que nace, vive y muere en lugares distintos, a veces separados por continentes. Las primeras se hacen a la ciudad en la que viven, son la ciudad misma que es sus gentes. Los espacios urbanos tienen tipos característicos que son quienes les han dado el aspecto que tienen. Los segundos, quienes cambian de ciudad, superponen unas experiencias a otras pero también aportan a la ciudad de acogida un toque especial, por ejemplo como inmigrantes que tienden a concentrarse en determinados puntos, barrios, distritos.

En la vida de Garry Winogrand se dan ambas circunstancias. Nacido en el Bronx neoyorquino en 1928, hijo de inmigrantes judíos procedentes de Polonia o Hungría (no lo tengo claro) creció en un barrio marginal de trabajadores. Su padre era talabartero y su madre hacía guantes a destajo para los comercios. No son comienzos muy prometedores. No hizo la guerra pero lo movilizaron en 1946. Desmovilizado en 1947, hizo cursos de fotografía en la Universidad de Nueva York y con veintitrés años ya estaba trabajando como fotoperiodista y free lancer para revistas gráficas. Obtuvo un temprano reconocimiento cuando dos de sus fotos se incluyeron en el elenco de la exposición The Family of Man, que montó Edward Steichen en el MoMA de NY en 1955, convertida luego en libro y que se sigue exhibiendo en el Château de Clervaux, en Luxemburgo, aunque he sido incapaz de encontrar su nombre en la relación de participantes. Puede que los del MoMA no coincidan con los luxemburgueses. Winogrand consiguió algo más de reconocimiento en vida, aunque no mucho. Hizo un par de exposiciones como autor único, publicó cuatro libros temáticos, fue profesor y murió relativamente temprano, a los 56 años. Por entonces, también él había cambiado NY por Los Ángeles y otras ciudades y en su enorme producción, mucha de la cual no llegó ni a ver, hay abundante fotografía paisajística.

Mapfre tiene una estupenda exposición del fotógrafo, una retrospectiva completa pero que sobre todo se concentra la obra de los años 50 y 60 en NY. Hay un especto de estas fotos que llama la atención y es el tratamiento de las mujeres. Winogrand fue muy duramente criticado por su actitud machista. Su propia hija lo definió como un "cerdo sexista", lo cual es bastante fuerte. Básicamente a cuenta de uno de sus libros, Las mujeres son hermosas cuya portada, por cierto, sirvió de ilustración para una exposición de fotógrafos yanquis hace unos años tambien en Mapfre de la que Palinuro dio cuenta en una post titulado La mirada anima la vida. Es el contenido de ese libro el que el feminismo cuestionaría por introducir un elemento sexista en el movimiento de emancipación femenina de los años sesenta. En realidad, la acusación concreta es la de ser el libro de un voyeur. Y, en efecto, tiene mucho de eso. El voyeurismo de Winogrand, a quien el espíritu del Festival de la isla de Wight, para entendernos, pillaba ya cerca de la cuarentena, captó ese elemento de explosión de sexualidad probablemente con algo de nostálgica y personal delectación. Debilidades humanas.

Pero Winogrand, que se pateaba las calles de Manhattan cámara en ristre, captando todo lo que le llamaba la atención, usaba un gran angular. No solo mecánico sino también mental. Muchísimas cosas le llamaban la atención. Niños, edificios, perros, gentes cruzando las calles, el metro. Hay abundancia de escenas de otras zonas, como el Bronx o Coney island. Al final, el visitante se encuentra con un mosaico abigarrado de la vida cotidiana de una ciudad única en el mundo. Como todas, ciertamente, pero por la que la gente siente mayor curiosidad.

dissabte, 21 de febrer del 2015

La fotografía como arma tiene que esperar.

Hace cuatro años, el Reina Sofía mostró una interesante exposición sobre el llamado Movimiento de fotografía obrera. Era una corriente de artistas soviéticos y alemanes que en los años veinte y treinta del siglo pasado convirtieron en objeto de su quehacer, tanto en fotografía como en cine, sobre todo el documental, la denuncia de las condiciones de vida y trabajo de los obreros, los barrios de los trabajadores, la explotación de los campesinos, la injusticia y la miseria. Palinuro dio cuenta de ella en un post titulado El arte y la lucha de clases. Fueron aquellos tiempos de intensa confrontación política y social, movimientos revolucionarios, el ascenso del fascismo, la guerra civil española. El movimiento Foto Soviética y, sobre todo, la revista Die Arbeiter Illustrerte Zeitung (AIZ) ("Revista Ilustrada de los Trabajadores"), centro gráfico del emporio erigido por Willi Münzenberg, el maestro de la propaganda comunista de la IIIª internacional, tuvieron impacto en el mundo de la fotografía y la imagen gráfica, aportándole una iconografía revolucionaria, protestataria de agitación y propaganda que hasta entonces había estado ausente del género más comercial y convencional.

La teoría de este movimiento sostenía que, así como la clase obrera debía tomar su destino en sus  manos en lo político, económico y social, debía hacerlo en lo fotográfico y artístico. Lo iconográfico era esencial en la lucha de clases. Las publicaciones, las fotos, los reportajes, los documentales, debían mostrar la vida de los trabajadores y ser obra de ellos mismos. No es este el lugar para decidir si el proyecto emancipador se cumplió en los otros campos. En el artístico, no. La baja calidad del material que producían los operarios obligó al movimiento y sus muchas publicaciones a nutrirse del quehacer de profesionales y expertos. Todos ellos muy izquierdistas, la mayoría comunistas o colaboradores de los comunistas en su gigantesco aparato de propaganda, pero no trabajadores manuales. Gracias a este fracaso del proyecto originario, el mundo conserva ahora la obra gráfica de cineastas, documentalistas, reporteros, fotógrafos de primer orden: Tziga Vertov, Joris Ivens, Tina Modotti, Eugen Heilig, Arkadi Shaiket, Semen Fridliand, Robert Capa, Gerda Taro, etc y, por supuesto, el caso especialísimo de John Heartfield, el inventor de los fotomontajes. Todos, y algunos otros más alejados de la estricta influencia comunista pero muy populares, como Barbusse, Paul Strand, etc tuvieron que ver con los dos genios de la organización y la agitprop que fueron el ruso Mijail Koltsov, luego asesinado por Stalin, y el alemán Willi Münzenberg, probablemente también. Y varios de ellos, activos en la guerra civil española. Gerda Taro murió en ella.

Lo anterior viene a cuento de la nueva exposición del Reina Sofía, Aún no. Sobre la reinvención del documental y la crítica de la modernidad, magníficamente comisariada por Jorge Ribalta. Hasta el título es un acierto y una lección de realismo y autocrítica. Aún no. Aún no ¿qué? Pues la realidad de las promesas emancipatorias del Movimiento de Fotografía Obrera de los años veinte y treinta, cuya continuidad en los últimos sesenta, setenta y ochenta se expone en esta ocasión. Al comienzo, en los sesenta, unos fotógrafos izquierdistas de Hamburg redescubren el legado fotográfico de la AIZ, sobre todo gracias a la propaganda del Partido Comunista (SED) de la  República Democrática Alemana, fundan la revista Arbeiterphotograhie y tratan de desarrollar una actividad similar a aquél aunque, obviamente, en un ambiente y condiciones muy diferentes. De nuevo sucede como en el caso anterior, esto es, la teoría es coherente y hasta convincente. El amplísimo movimiento de fotografía y documentalismo politizados, comprometidos, revolucionarios de estos años en todo el mundo encuentra su clave doctrinal en dos magníficos textos que Ribalta considera, con razón, determinantes: el de Allan Sekula en 1978 sobre "Desmantelar la modernidad, reinventar el documental. Notas sobre la política de la representación" y el de Martha Rosler, en 1981, "En y en torno a; reconsideraciones sobre el documental fotográfico". La cuestión es si el resultado práctico está a la altura de las expectativas.

Este renacimiento de la fotografía y el documental revolucionarios que trata de trasladar al último tercio del siglo XX el espíritu del primero tiene algunos rasgos que lo distinguen: en primer lugar, su cosmopolitismo. Así como el movimiento originario fue básicamente soviético y europeo occidental, su prolongación, sin dejar el núcleo europeo, se ha extendido por los cinco continentes. En donde quiera que se hayan dado condiciones de explotación, injusticia, represión, se han hecho reportajes, documentales, fotos; se ha aprovechado el material que, si no es de gran calidad artística, es de mucho impacto mediático y ha alimentado abundante prensa gráfica, fotoperiodismo: el conflicto de los Panteras Negras en los EEUU (por cierto, imágenes, estas sí, muy llamativas), los de centroamérica, Nicaragua, El Salvador, el de Soweto en Sudáfrica,  en donde la agencia Afrapix se establece según el modelo de la célebre Magnum, etc. Testimonios de luchas y combates que forman ya parte de la memoria visual colectiva.
 
En segundo lugar, su carácter fundamentalmente urbano. En los "paisajes sociales" que traen estos reportajes apenas hay lugar para las luchas industriales. Los trabajadores dejan el protagonismo a los inmigrantes, los ciudadanos, los habitantes de los barrios, los conflictos por viviendas, ocupaciones o planificación urbana al servicio de la gente o de intereses especulativos. Casi todas las fotos de Alemania están en relación con estos asuntos. Encuentro de especial interés los reportajes sobre ciudades y conflictos ingleses a  través de la obra del grupo Camerawork y, sobre todo, la abundancia de material en relación con las luchas en las ciudades italianas en los años setenta, con testimonios graficos de Potere Operaio y Lotta Continua.
 
Todo, por lo demás, muy relacionado con la herencia del 68. Por estos años asimismo Henri Lefebvre en Francia y Manuel Castells en España desarrollan su visión crítica sobre la vida cotidiana y las luchas urbanas, de cuya presencia hay tambien testimonio en la exposición, así como sobre la breve pero intensa experiencia del Centre Internacional de Fotografía Barcelona ( 1978-1983), único lugar de España en que parece haber prendido el movimiento.
 
En tercer lugar, el cambio en el punto de vista sobre la violencia. Los Panteras Negras, las luchas latinoamericanas, la resistencia italiana, muestran una voluntad no solamente de retratar la violencia estructural sobre los oprimidos sino también la que estos oponen a los opresores. "Aún no" se ha culminado el programa emancipador, pero hay una voluntad clara de conseguirlo, recurriendo a los medios necesarios para ello. Quizá esta circunstancia, así como la existencia de la crisis, expliquen en parte que el movimiento haya vuelto a decaer en los años noventa, a medida que se cerraban los grifos de financiación pública. Se agota el modelo del capitalismo que podríamos llamar "progresivo"; se enfundan las fotos como armas, en espera de tiempos mejores. Llegan tiempos más oscuros.
 
Además de las interesantes reflexiones teóricas que aporta la exposición no pueden dejar de mencionarse dos actividades prácticas, dos experiencias, dos hallazgos que Palinuro ha encontrado de sumo interés. Se trata de dos formas deconstrucción gráfica, por así decirlo. La primera es un trabajo de Martha Rosler sobre los sin techo, la calle y otros lugares que culmina con una serie de fotos del Bowery neoyorkino, acompañada de unos textos que chocan con las imágenes de muchas maneras. El trabajo, entre 1974 y 1975 se llama The Bowery in two inadequate descriptive systems ("El Bowery en dos sistemas decriptivos inadecuados"), aunque quizá fuera mejor traducción "incompatibles". Retrata esta mítica zona del bajo Manhattan en uno de sus momentos de degradación urbana y le contrapone unos enunciados aislados, como disparos, que nos obligan a reinterpretar las imágenes de formas no habituales.

La otra obra de deconstrucción es un trabajo de fotoperiodismo de 1982, de Susan Meiselas, sobre los procesos revolucionarios de Nicaragua y El Salvador. Aparece en un corcho a lo largo de las paredes en tres franjas superpuestas. En la superior están las fotos publicadas en revistas y periódicos que ilustraban las noticias consideradas interesantes. En la central, las imágenes que había publicado en un libro y tenían un sentido narrativo, cronológico. En la tercera, las que no habían aparecido en ninguno de los dos soportes anteriores. Viéndolas a la par se pueden construir varias historias, algo muy recomendable para quien le gusta interpretar lo que ve y no que lo aleccionen.

Colofón innecesario: entre las muchas actividades que internet está revolucionando, la fotográfica ha sido una de las primeras en cambiar de arriba abajo. La aparición de photoshop es un reto artístico de primera.

dimecres, 11 de febrer del 2015

Los barrotes de la celda del ser.


El autor de esta foto, Leontopodium Alpinum, es hermano mío en FB como los apóstoles lo eran entre sí en JC.
 
Un día de estos, Leonto, te disuelves en el éter. Solo entonces recuperaremos algunos la palabra y saldremos del gozo y el grito. Aunque eres capaz de fotografiarlo desde dentro con lo que el grito y el gozo dejarán el sitio al silencio.
 
¿Cómo se puede representar el silencio en movimiento? ¿Cómo el tiempo y su irreversibilidad, predicada no solo de sí mismo, sino del objeto que lo hace visible?  El hielo, el puñal del tiempo que se deshace en él.

Y no hablo de colores porque no soy Goethe.

Ni de armonía porque no soy nadie.
 
Tres, son tres. Como la Trimurti y las Parcas y una sola como la Trinidad, porque solo la unidad puede ser secuencia. Por eso es y no es. Como todos. Como todo.
 
Juro, Leonto,  ante los dioses que perecerán en el Ragnarok, que la utilización de la imagen  persigue un fin innoblemente publicitario y comercial: el de dar pote a Palinuro con algo tuyo.

(La imagen es una foto de Leontopodium Alpinum, con licencia Creative Commons).

dissabte, 7 de febrer del 2015

A salvo en sus cámaras de alabastro.


Si en este Madrid de la contaminación, el ruido, los desahucios, la circulación enloquecida, las manifestaciones, los mentideros y las luchas por el poder se anuncia una exposición de la silenciosa, minimalista, limpia y lejana Roni Horn en la Caixa Forum, hay que encontrar un momento y verla. No es tan caro como ir al psiquiatra y tiene efectos más tranquilizadores y duraderos. El misterio del artista consiste en invadirte de paz y sosiego mostrándote su universo de inquietud, incertidumbre y maravilla.

El título de la exposición, escogido por la autora, programático en realidad, procede del Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, una de las obras más fascinantes e inagotables del siglo XX, quizá de siempre. La cita, en la traduccción de Ángel Crespo, el gran especialista en el poeta portugués, reza: Dormía todo como si el universo fuese una equivocación y concluye y el viento, fluctuando indeciso, era una bandera sin forma desplegada sobre un cuartel sin ser. Muy adecuado que Pessoa sirva de introducción a la obra de Horn pues comparten inquietudes, obsesiones, desasosiegos. En lo esencial, dos, el lugar del artista en el mundo y su identidad. Las series de fotos, magníficas series de fotos, con variaciones mínimas, de tú eres el tiempo y también las de Ella, ella y ella inciden directamente en la cuestión de la identidad con la misma insistencia con que lo hace el poeta de los heterónimos. Y el Libro del desasosiego está escrito por uno de esos heterónimos, Bernardo Soares. Mejor dicho, según aclara Crespo, no se trata de un heterónimo al estilo de Álvaro de Campos o Ricardo Reis sino, en realidad, de una configuración literaria del ortónimo, el propio Pessoa, porque, como señala el crítico, la obra en cuestión es una especulación sobre la doble personalidad, al estilo del romanticismo alemán. Una especulación que duraría desde 1913 hasta 1935, hasta la muerte del poeta, que la dejaría inacabada, desordenada, inédita y prácticamente imposible de publicar. Veintidós años materializados en un montón de cuartillas desordenadas, con frases, reflexiones, sentencias, pasajes a veces contradictorios y escritos en un lenguaje propio que los especialistas llaman un idiolecto. Toda una vida para conseguir no entenderse.

Por eso se remite Horn a Pessoa, porque su obra plástica es asimismo fragmentaria, dispersa, incomunicada, múltiple. Dibujos, fotografías, composiciones, "situaciones", esculturas, libros, escritos, de todo lo cual hay abundante muestra en la exhibición, por cierto montada con indudable gusto y en un espíritu próximo al de la artista: mucha luz fría, mucho blanco. Porque en esta abundante e inconexa obra hay un hilo conductor que es la permanente presencia de Roni Horn en Islandia, en donde lleva más de veinte años pasando temporadas y de cuyos rostros, paisajes, luz y colores se sirve para sus creaciones.

Lo líquido, el agua, es un elemento esencial en la obra de la artista neoyorkina. Y aquí aparece la segunda referencia literaria en el quehacer horniano, la de otra escritora, también del mundo lusófono, aunque proveniente de la penúltima diáspora judía: la de Clarice Lispector y especialmente, su Água viva, publicada en 1973, también extraña como la de Pessoa, aunque por otros motivos, por su estructura narrativa líquida y reiterativa, como con ritornelli. La idea de exponer las citas de Lispector en el suelo, en forma de espirales de goma, como remolinos acuáticos, que nos obliga a dar vueltas para leerlos es un acierto.

El espacio Blanca Dickinson ("White Dickinson") nos lleva a la tercera referencia literaria/poética de Horn, Emily Dickinson, tan minimalista como ella, pero con una vitalidad exterior muchísimo más reducida y más perplejidad y obsesión con la propia identidad que Pessoa y Horn juntos. Esas barras solitarias que se apoyan en las paredes con las citas de los versos de la poeta de Nueva Inglaterra sintetizan su visión de una obra única, solitaria, indiferente, sin referencias ni clasificación y que a punto estuvo de quedarse sin lectores. El encabezamiento del post es una aportación de Palinuro a esta concentración de criaturas nada mundanas, es el primer verso de uno de sus breves poemas "A salvo en sus cámaras de alabastro,/intactos por la mañana e intactos por el mediodía,/duermen los mansos miembros de la resurrección,/madera de satén y techo de piedra". Si el poeta es un fingidor, según Pessoa, que finge hasta el dolor "que de verdad siente", ¿qué sucede con la ausencia que se irradia sobre ese mismo universo que pudiera ser un error? En otro lugar dice Emily Dickinson: "Largas calles de silencio/llevaban a vecindarios de intervalo;/aquí no había señal, ni discusión,/ni universo, ni leyes".

Un remanso de paz en la zozobra del yo esta exposición.

diumenge, 28 de desembre del 2014

Los límites de la fotografía.

Gran ocasión la que ofrece la Fundación Mapfre con su exposición sobre la obra fotográfica de Alvin Langdon Coburn. Siendo, quizá, uno de los fotógrafos más importantes del siglo XX es uno de los menos conocidos. La razón, sencilla: aunque tuvo una larga vida (1882-1966) y aunque comenzó su brillante carrera muy pronto, pues hizo su primera exposición en Londes a los 17 años, tambien se retiró en muy poco tiempo. Al final de la Iª Guerra Mundial, con 35 años, marchó a vivir con su mujer a un lugar remoto de Gales del Norte, cosa que podía permitirse pues siempre fue hombre de abundancia de medios, dedicado a la búsqueda mística, destruyó todo su archivo de negativos, miles de ellos, y solo muy ocasionalmente retornó a su antigua profesión de fotógrafo, en especial al final de sus días y tras la muerte de su mujer.

La razón de esta especie de autoexilio del mundo, de este apartamiento material y espiritual de alguien que se encontraba en el cenit de su carrera, gozaba de reconocimiento general de público y colegas, publicaba en donde quería, retrataba a las personalidades del momento y se relacionaba con intelectuales y artistas de varios países no está clara hasta que se repasa su vida y entonces se entiende. La frustración lo llevó a dejar su profesión. La frustración, el desengaño, la decepción. Coburn fue de vocación y pasión muy temprana. Tuvo su primera cámara a los ocho años y, desde entonces hasta que la dejó de lado 27 años después, con ella lo intentó todo en una carrera fulgurante a caballo entre los Estados Unidos e Inglaterra, país en el que se instaló definitivamente en 1912 (no volviendo ya nunca a los States) y cuya nacionalidad acabó adquiriendo. Una carrera que estuvo obsesivamente presidida por una idea: elevar la fotografía al status de arte, nivelarlo con la pintura y la música (sus dos grandes e inconfesas vocaciones) y ser él su principal y más reconocido representante.

Comenzó firmemente encuadrado en la tendencia pictorialista, bajo la dirección de su jefe de fila, Alfred Stieglitz, quien lo introdujo en el grupo Photo Secession, en el que también estaba otro amigo de Coburn y célebre fotógrafo, Edward Steichen. Más tarde, los británicos, especialmente su protector Fred Holland Day, lo incluyeron en la Brothethood of the Linked Ring y Ezra Pound y Wyndham Lewis lo admitieron a su vez en el movimiento vorticista. Todo en unos breves y vertiginosos años y todo apuntando siempre a lo mismo: la fotografía podía ser un arte de vanguardia, como la pintura y él su gran maestro. Obvio: la Photo Secession reproducía la Sezession austriaca de Klimt y otros; la Brotherhood se hacía eco de la de los pintores prerrafaelitas y el Vorticismo se concebía como continuación y superación del cubismo.

Con este fuego en su interior, Coburn hizo una vida errática, en busca paisajes, de la foto al aire libre, como los impresionistas. Viajó así al Gran Cañón del Colorado, al Yosemite, a las cataratas del Niágara, lugares de los que hizo fotografías muy originales y muy dignas de verse, siempre concebidas con la mentalidad del pintor. También buscó temas abiertos en las ciudades, dejó un reportaje impresionante sobre el comienzo de la industrialización en Pittsburgh y abundantes fotografías de Nueva York, sus avenidas, sus rascacielos, desde perspectivas originales, el Central Park, en donde tomó esa simbólica imagen llamada el Octopus, que se ha escogido para el anuncio de la exposición.

Pero todo eran fotos, esto es, una visión mediada por un elemento mecánico que, de un modo sutil, pero inevitable, siempre mata la punta de creatividad que tiene la acción humana, la pluma, el buril, el cincel,  el pincel del artista que jamás serán iguales al hecho de apretar un botón.

Merced a sus buenas relaciones, Coburn, quien´compró un estudio en Hammersmith, Londres, vivió como un típico expatriado yanqui en contacto con las vanguardias. Su sólida fama como buen fotógrafo le permitió retratar a algunos de los artistas e intelectuales más importantes de su tiempo. Gracias a él, por tanto, que cambió la pintura al aire libre por el trabajo de estudio, tenemos estupendos retratos -algunos casi iconográficos, expuestos en esta muestra- de Bernard Shaw, Ezra Pound, Wells, Twain, Matisse, Stein o Rodin. Solo por ver el retrato de G. B. Shaw posando para Coburn en pelota picada como Le penseur rodiniano, merece la pena llegarse a la exposición.

Coburn, que fotografiaba por afición y no por necesidad, en el sentido en que Baudelaire defendía l'art pour l'art, quemó todas sus ambiciones en unos breves años y topó con los límites de la fotografía. Quiso luego pintar y, de hecho, cabe ver algunos de sus dibujos y acuarelas en la muestra. Quiso orientarse hacia la música. Pero para ninguna de ambas actividades tenía el talento que tenía para la fotografía; y esta se le había quedado pequeña. Por eso se retiró a la meditación mística.

Y por eso también es hoy el menos conocido de la pléyade de extraordinarios fotógrafos estadounidenses de fines del XIX y primeros del XX.

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Echando el día a la fotografía, nos acercamos asimismo a ver la exposición de la obra de Pablo Genovés en el Canal de Isabel II, en Santa Engracia, que se anuncia bajo el título de el ruido y la furia buscado a propósito por las resonancias de Faulkner quien, a su vez, también lo  buscó por las suyas shakespearianas. No está mal traída la invocación pues, aunque parece fijarse sobre todo en el aspecto material del asunto, ruido y furia de los elementos desatados, la conjunción entre estos y los salones, bibliotecas, museos que las aguas invaden transmite en cierto modo esa idea de decadencia, degeneración y destrucción que las obras de los dos genios citados presentan.
 
El único inconveniente -y no menor- es que el tema se repite sin descanso. Aunque la narrativa de la comisaria, por cierto, concebida en términos casi tan gongorinos como los barrocos de algunas fotos, pretende hilvanar una secuencia desde la irrupción de la naturaleza hasta el destrozo que deja a su paso, en el fondo, es siempre la misma fotografía. Mejor dicho, el mismo montaje ya que no se trata de tomas simples, sino de superposiciones, normalmente con la misma técnica: un primer plano de elemento desencadenado, el agua y un segundo plano solemne, barroco, arquitectónico, de biblioteca, coro de iglesia o sala de antigüedades.
 
El trabajo de montaje es por ordenador y, la verdad, si la fotografía a pelo pronto revela sus límites, la trabajada digitalmente, aunque sea tan pretenciosa como esta, llega a aburrir. Una sola, como muestra, hubiera estado bien por su originalidad. Treinta o cuarenta, todas muy parecidas, son una penitencia.

dissabte, 25 d’octubre del 2014

Niños antiguos.


Antiguos como el mundo en donde aparecen; como el aire y el sol que los alumbra; como el agua que beben. La verdadera sal de la tierra, la metáfora del espíritu, el genio de la especie. Patria y padre del hombre, puente a la eternidad. Niños eternos, sublimes. Niños.

Llevo unos días pensando escribir este breve crónica sobre la exposición de la Fundación Canal en Madrid, titulada Caminos a la escuela. 18 historias de superación y aprovechar la ocasión para hacer un paralelismo ejemplarizante entre las increíbles historias de sacrificio, esfuerzo, trabajo que 18 fotógrafos de todos los países han reunido aquí y el denigrante espectáculo de la vida pública en España, en donde los ejemplos son de codicia, corrupción, molicie y vileza. Tan preocupado estaba que, no fiándome de mi primera idea, acudí segunda vez a la exposición para cerciorarme. Y, en efecto, cambié de idea. Escribiría, sí, la crónica, pero omitiría toda referencia a España por no ensuciarla.

En cierto sentido, ya sabía que no saldría una crónica al uso porque es imposible. No sería capaz de acertar en la elección del tono para hablar de estas historias. Lo único que cabe hacer es recomendar vivamente la visita. Miren las fotos, todas ellas normales, sin pretensiones artísticas, ni paisajísticas, ni vanguardistas; puras instantáneas de la vida cotidiana de unos niños entre 8 y 14 años de edad en los más diversos lugares del planeta. Lean los textos, magníficos textos, tan minimalistas como las imágenes. Vuelvan a mirar las fotos y, después, hablamos.

Si así fuera, este sería mi parlamento. He visto niños de todas las razas y todos los colores, con un solo factor en común: la pobreza, la privación, en condiciones muy duras, en medios extraordinariamente adversos y peligrosos. Niños ágiles, sanos, vigorosos y también niños enfermizos, contrahechos, estropeados por la naturaleza o la mano del hombre y todos de nuevo con otro factor en común, la alegría y las ganas de vivir, de salir adelante. Adelante salen todos los días camino de sus escuelas, que es el tema monográfico de la exposición. Escuelas muchas veces alejadas kilómetros y kilómetros, al otro lado del río, del lago, incluso del mar en el caso de islas próximas a las costas. Escuelas destartaladas que, en ocasiones, tienen que cerrar cuando llegan las lluvias porque no tienen techo y que, cuando abren, han de agrupar niños de todas las edades porque no hay aulas ni profesores.

La exposición se centra en esos trayectos cotidianos de los niños, de ida y vuelta, en los que pueden llegar a demorarse tres, cuatro, cinco horas. Se trata de un verdadero catálogo de heroicidades. Hay chavales que cabalgan kilómetros por el sertao a lomos de burro; niñas de Kenia que han de atravesar zonas enteras de chabolas de campos de refugiados convertidas en verdaderas letrinas con riesgo constante de que las violen como sucede indefectiblemente al veinte por ciento de ellas; peligro que también acecha a las niñas marroquíes a las que es fuerza acompañe un hermano mayor al autobús; críos con malformaciones que han de desplazarse diariamente en vehículos especiales para asistir a una alejada escuela adaptada a sus necesidades; alumnos aventajados en las zonas deprimidas de Queens o el Bronx que invierten cuatro horas diarias entre metros, autobuses y transbordos; niños japoneses de núcleos arrasados por el Tsunami hace unos años que habitan espacios urbanos como de película de Mad Max y solo pueden asistir a escuelas en otras ciudades; hijos de pueblos esquimales que viven por encima del círculo polar y han de ir a la escuela corriendo porque, no teniendo abrigo suficiente, pueden helarse.

Un hilo de oro recorre este aluvión de voluntad, de espíritu, de esfuerzo titánico: los niños lo hacen contentos, riendo y jugando. Como los dioses antiguos. 

diumenge, 19 d’octubre del 2014

El ocaso del imperio.


Con motivo del viaje a Barcelona, a participar en un seminario de la Fundación Josep Irla sobre el derecho a decidir, nos hemos dado una vuelta por la exposición de fotos de Ryszard Kapuczinski que hay en el Palau de la Virreina, en la Rambla, titulada el ocaso del imperio. Son 36 instantáneas tomadas entre 1990 y 1991, en un largo viaje por la entonces todavía Unión Soviética. El famoso fotoperiodista y escritor polaco, fallecido en 2007, recorrió todo el país, de Este a Oeste y de Norte a Sur, tomando fotos que luego conservó celosamente, no expuso nunca, pero son el telón de fondo de su célebre libro Imperio, publicado en 1993, en el que reflexiona sobre el hundimiento de la URSS. Las fotos salieron a la luz en 2010 y se expusieron primeramente en Varsovia; después, algo disminuidas en número, empezaron su gira. La exposición ya había pasado por Madrid, pero no llegué a verla. No sé porqué, pues es muy interesante.

Puede decirse que Kapuczinski fotografió el fin del comunismo. La Unión Soviética comenzó su colapso acelerado en 1990, pasó por el intento de golpe de Estado del vicepresidente Guennadi Yanáiev en agosto de 1991, el encumbramiento de Boris Yeltsin y el fin de la URSS. Es decir, estuvo presente y dejó testimonio de lo que suele llamarse un hito histórico. Sobre eso reflexiona después lúcidamente en Imperium que, además, tiene una fuerte carga personal porque, a diferencia de otros testimonios, el de Kapuczinski tiene el interés de que se trata de alguien muy cercano al fenómeno, que habla ruso, que es eslavo, que ha sido comunista y polaco.
 
Y esas reflexiones nos vuelven en la visión de estas fotografías que dan testimonio de dos circunstancias que el autor sabía tratar muy bien pues se había especializado en ellas en sus correrías por el mundo, sobre todo por el África: la pobreza, la miseria y las turbulencias políticas. La Unión Soviética que Kapuzcinski visitó en 1990 esra un imperio andrajoso, miserable, atrasado, excepto en las grandes ciudades. En estas también se vivía un tiempo de intensa agitación política. La Perestroika había abierto las compuertas a la expresión democrática y hubo un estallido de pluralismo social y político, hasta entonces tan oculto como la pobreza de la gente por la propaganda oficial.

Son fotos que muestran un país en estado decrépito: monumentos vandalizados, campos yermos, carreteras descuidadas, cementerios abandonados, ruinas por doquier y, al mismo tiempo, en plena efervescencia política, mítines antigolpistas, protestas sindicales, manifestaciones democráticas, procesiones zaristas y de popes, actos contra la represión en Rusia y en las repúblicas. A medida que el comunismo moría, la sociedad iba despertando del letargo, reviviendo, recuperando las calles. Un tiempo en verdad interesante. Hubiera podido pasar cualquier cosa. Y, de hecho, pasó. La presidencia de Yeltsin, que este se ganó, por cierto, parando el golpe de Estado en contra del infeliz de Gorbachov, inaugura la era de los gobernantes que rompen el modelo de los de la guerra fría. Yeltsin es el precedente de Berlusconi. Y pudo pasar mucho más. Una de las fotos, la ilustración de este post, muestra un manifestante pidiendo la presidencia de Solzhenitsyn, a quien se había devuelto la ciudadanía en 1990 pero que no regresó a Rusia hasta 1994. Es casi un ejercicio de fantasía literaria imaginar qué hubiera sido de Rusia bajo la presidencia del autor del archipiélago Gulag.

divendres, 7 de febrer del 2014

Sebastiao Salgado: la ReCreación.

La Fundación CaixaForum Madrid (Pº del Prado, 36) expone 235 fotos de la última serie de Sebastiao Salgado, bajo el nombre de Génesis, un trabajo que le ha llevado ocho años viajando por los cinco continentes, visitando sus lugares más inaccesibles, más recónditos y más apartados y, por lo tanto, los más puros. Después de su serie anterior, Éxodo, que también tuve ocasión de ver hace unos años, sobre los desplazamientos de masas de población por sequías, hambrunas, guerras, se mantiene el recurso a los nombres del Antiguo Testamento. Trasluce una visión grandiosa, bíblica del autor, ese economista brasileño, hombre bien situado en el mundo de las finanzas que un día decidió cambiar abruptamente de vida, agarró una cámara Leica, fichó por la agencia Gamma, pasó luego a la mítica Magnum y cuando creyó haber haber terminado sus años de aprendizaje, fundó la suya, Amazonas Images, con la cual prosiguió su obra de fotorreportero del mundo. Es un típico sucesor del espíritu Magnum pero de otra época, de la nuestra. Comenzó con conflictos sociales, humanos (sus primeras series fueron sobre el trabajo industrial masificado y sobre el conflicto del Sahel, producto de su colaboración con Médicos sin fronteras), para ampliar el foco al planeta entero (en Éxodo) y llegar ahora a esta visión primigenia de la tierra, cuya contemplación impresiona por la belleza de las imágenes que muestra. En Expresión Klandestina se encuentran algunas de ellas; no las mejores porque el resto no son peores.

Entras de la calle en una tarde lluviosa y, de pronto, te encuentras en mitad de los puntos más alejados y escondidos de esa mitad del planeta que habitamos y todavía está virgen. Pasas del círculo polar ártico o la península de Kamtchatka a los puntos más extremos de la Patagonia, rodeado de miles y miles de graves pingüinos. Los indígenas de la Amazonia, las tribus más aisladas (a veces unos cientos de individuos) de Papúa-Nueva Guinea, las de los africanos de Namibia que se insertan platos como palanganas en el labio inferior, o los nativos (no recuerdo si malgaches) que se fabrican unos tubos o cuernos para enfundar el pene y llevarlos de la mano o los que se embadurnan los rostros de blanco con ceniza de excremento de ganado. Y los animales en su hábitat, las colonias de albatros de las islas del sur de la Argentina, los hipopótamos, los elefantes en el África, las cebras, los leones, las morsas, la ballena blanca austral. A muchos lugares hubo de llegar el fotógrafo en globo para no asustar a las fieras y poder retratarlas. Porque son retratos. Hay muchísima foto aérea, lo que le permite mostrar desiertos de increíbles dunas, cañones como el del Colorado, sabanas, cordilleras, cataratas, glaciares, ríos de lava, volcanes en erupción, icebergs como catedrales, como montañas. Génesis. Pero génesis ahora mismo, aquí, a unos miles de kilómetros. Con un poderoso mensaje: esto es lo que queda de nuestro planeta.

No hace falta más. Sebastiao Salgado tira del visitante, lo absorbe como el torbellino, lo sacude, lo sumerge en una realidad tan potente como la suya pero mucho más grandiosa porque la presencia extrema de la naturaleza es abrumadora, y lo devuelve (casi podía decir "lo escupe"), luego a la calle, en donde sigue lloviendo y el tráfico se hace insoportable, con la cabeza llena de los infinitos sonidos de la jungla, los acantilados batidos por las olas, la selva tropical, que no ha oído pero ha visto. Y ha visto, por cierto, en riguroso blanco y negro. Delgado muestra en su obra el triunfo de la gama de grises frente al color en la fotografía artística, en esa sempiterna controversia propia de este quehacer. También típica tradición magnum que lleva a nuestro hombre a mostrar las luminarias de los ojos de cientos de caimanes por la noche en un pantano de la Amazonia o fotografiar unos guacamayos y conseguir que uno se imagine los colores que no ve.

Eso es también algo patente a lo largo de la exposición: lo que no se ve. No se ven coches, ni trenes, ni aviones, ni carreteras, edificios, ciudadanes. Lo más cercano a viviendas que contemplamos son las tiendas de los inuit nómadas de la tundra del Canadá o las casas arbóreas de unas tribus de Sumatra. No se ven comercios ni objetos modernos. Al contrario: hay fotos de indígenas encendiendo fuego frotando dos palos junto a la yesca o pelando árboles con instrumentos de piedra. Es un mundo no civilizado, puro, virgen. Y completa su mensaje: dejadlo así. La cuestión es si podemos. El mero hecho de que Salgado lo haya fotografiado ya lo pone en peligro. Es el punto de ambigüedad de la belleza. Toda contemplación la profana porque su naturaleza es estar escondida. Como Dios.

diumenge, 19 de gener del 2014

La vida en blanco y negro.

La fotografía ha cambiado el mundo. Como todos los adelantos tecnológicos. Unos mucho, otros poco; unos de golpe; otros gradualmente; unos de modo palpable; otros imperceptible. De la fotografía han salido cientos de técnicas y un arte por derecho propio con un gran pasado y que ha entrado en simbiosis con las demás artes y, desde luego, las actividades comerciales. La pintura moderna a partir de Degas es incomprensible sin la fotografía. El cine no es otra cosa que fotografía en movimiento.

El género tiene además una compleja tradición, más o menos conocida. Hay un razonable acuerdo en que tuvo su época cumbre entre los años treinta y sesenta del siglo pasado. El reinado del blanco y negro. La corriente principal (no la única, pues la fotografía está muy individualizada y es muy diversa) era la "fografía social", cultivada por unos artistas que se sentían comprometidos con las miserias de su tiempo. Y en aquellos años las hubo y muchas. Son los fotógrafos de la gran depresión, de los turbulentos treinta en Europa, la guerra civil española y las postguerras. Los Ansel Adams, Walker Evans, Dorothea Lange, Frank Capa, Gerda Taro, Brassaï, Henri-Cartier Bresson, etc.  y también el prácticamente desconocido Nicolás Muller sobre el cual lleva tiempo abierta una exposición (125 tomas) en la sala del Canal de Isabel II en colaboración con LAFABRICA.COM

Muller fue un abogado húngaro judío, nacido en 1913, con una prometedora carrera ante sí que, en 1938, tras la anexión nazi de la vecina Austria, consideró conveniente exiliarse en París. Como era fotógrafo aficionado, decidió hacerse profesional y, sin hablar más que magiar, intentó abrirse camino con ayuda de amigos como Brassaï o Capa. Pero al estallido de la guerra, se refugió en Portugal y de allí, dio el salto a la entonces internacional ciudad de Tánger en donde ya se quedó siete años. Una vida huyendo de la guerra. Pero no del "compromiso" que arrastra desde sus años mozos en Hungría, cuando fotografía las condiciones de extremada miseria de los campesinos y jornaleros magiares, casi en régimen feudal. La exposición trae alguna de estas impresionantes imágenes. Luego, en París, en Marsella, en Oporto y en Tánger siguió fotografiando con el espíritu de documentalista capaz de plasmar en imágenes la diversidad de la miseria humana, la injusticia, el abandono, la pobreza. Era el "el compromiso", ese concepto que luego se popularizó entre los intelectuales occidentales, que se consideraban ante todo "comprometidos" en aquel espíritu que predicó el ruso Visarión Belinski, el del compromiso del intelectual. La idea recibió el entusiasta respaldo de Lenin y, al día de hoy, un intelectual que no esté "comprometido" viene siendo como el centinela que abandona el puesto de guardia.

En Tánger, Muller se casó y echó ciertas raicillas, dividiendo su actividad entre la fotografía de la realidad popular de la población árabe y bereber y su trabajo como fotógrafo para entidades oficiales de la ciudad y también del gobierno español. Sus imágenes sobre la población, su vida, sus casas, calles, ceremonias, desfiles, fiestas son extraordinarias, con la luz de Tánger haciendo maravillas en los contrastes. Tienen también un regusto de exotismo orientalista (muy comprensible en un centroeuropeo) pero se compensa con una gran capacidad de captar situaciones psicológicas.

En un vídeo que reproduce una entrevista que le hicieron, ya retirado en Asturias, en la TV húngara, cuenta que un alto funcionario del gobierno español, luego ministro de Exteriores, visitó Tánger y le encargó dos libros sobre la ciudad, que se publicaron en España en el Instituto de Estudios Políticos. El personaje no podía ser otro que Fernando María Castiella, fundador y director del dicho Instituto y luego ministro de Exteriores de Franco. Entre eso y una conexión que consiguió con Ortega a través de su secretario, Fernando Vela y la editorial de la Revista de Occidente, en 1977 pasó a España y aquí se quedó hasta su muerte en 2000. Por cierto, el pasaporte que le dieron para entrar constaba que el hombre no tenía patria. Así que, cuando se nacionalizó español, años más tarde, fue como si le tocara una. Españolizó su nombre y su mismo ser; tanto que hay quien lo considera español de nacimiento.

Aquí, en España, reprodujo la dualida africana: siguió estando "comprometido" pero se ganaba la vida en la fotografía comercial, incluso en la publicidad. Todas las fotos expuestas de la época son estupendas, pero las "comprometidas" son magníficas. Años cincuenta: el campo español, imágenes de campesinos, que le recordarían los de su tierra, procesiones, discursos de las autoridades locales a unas gentes que apenas los entendían, el ejército y la iglesia, las ruinas de los templos, lugares de las Castillas, carros y aperos, aldeanas en la lavandería, aldeanos con blusones. España profunda en blanco y negro, vista con los ojos de un extranjero.

La actividad comercial tenía una veta de interés, si bien de otro tipo. Su vinculación con La Revista de Occidente, acabó convirtiéndolo en el fotógrafo oficial (por así decirlo) de la intelectualidad española de la época. Fue su retratista preferido, así como Gyenes lo era de la gente "bien". Son cuarenta retratos que el artista dejó al pueblo de Llanes, en Asturias, de los que algunos se exponen aquí: Azorín, Fernández Florez, Ortega (un poco conocido retrato de cuerpo presente), Ana María Matute, Buero Vallejo, Pío Baroja, Luis Rosales, Laín, Menéndez Pidal...La verdad, es una alegría verlos. Hay uno curiosísimo titulado El grupo de Burgos, 1973 en el que reconozco a Ridruejo, Rosales, Torrente, Laín y Tovar. Los otros dos me fallan. La reunión, en definitiva, viene a ser de intelectuales falangistas arrepentidos. Todo uno documento.

En el vídeo, Muller truena con bastante gracia contra el color en la fotografía. El blanco y negro, dice, es superior. Él, desde luego, lo demostró. Es una pena que no tenga un mayor reconocimiento. 

divendres, 22 de novembre del 2013

El rostro del tiempo.


En 1955 la agencia de fotos Magnum, fundada en 1947 como una cooperativa con intención de proteger los derechos de autor de sus fotógrafos, realizó su primera exposición ambulante en Francia y Austria. En ella expusieron Inge Morath, Robert Capa, Werner Bischof, Henri Cartier-Bresson, Erich Lessing, Ernst Hass, Jean Marquis y Marc Ribaud, cada uno de ellos con un reportaje con el que todos juntos pretendían mostrar al mundo su nueva concepción del fotoperiodismo, como una mezcla de crónica y arte. Luego, la exposición se clausuró, las fotos se guardaron cuidadosamente en maletas de madera y quedaron depositadas en algún lugar del que se perdió la memoria. En 2006 reaparecieron en los sótanos del Instituto francés de Innsbruck. Las maletas y las 83 fotos originales que componían la muestra, con una nota en alemán que decía: Magnum Photos es una agencia de fotos y de prensa gestionada por sus propios fotógrafos. La agencia tiene oficina en París y en Nueva York. Magnum Photos trabaja con las mejores revistas ilustradas de Europa y Estados Unidos, pero no cuenta con revista propia ni supervisa los contratos con los editores en Francia y en el extranjero”. Hoy Magnum quizá sea la agencia de fotos más famosa del mundo. Estos fueron sus comienzos. Y tenemos ocasión de verlos en sus originales (fotos y maletas) en la exposición de la Fundación Canal, en Madrid, por cierto, montada con muy buen gusto.
 
Los ocho fotógrafos escogieron trabajos muy distintos por los temas y los emplazamientos. Son en general imágenes de extraordinaria calidad técnica y mucha fuerza, que transmiten ambientes, psicologías, culturas, empresas. Son dignas de resaltar también por su valor documental tres de ellas, dos obra de los más participantes más famosos: Cartier-Bresson y Robert Capa; el tercero, menos conocido, Ernst Haas. Cartier-Bresson estaba en la India en el momento del asesinato de Gandhi. Sus fotos tienen enorme valor emotivo. Dos o tres representan al Mahatma en el momento de abandonar su último ayuno (huelga de hambre, diríamos hoy) con el que pretendía poner fin a la violencia sectaria que había estallado en la India recién independizada. El 18 de enero se alcanzó un acuerdo entre los bandos y Gandhi, postrado en el lecho, rompió el ayuno. Y Cartier-Bresson estaba allí. Doce días después unos fanáticos hindúes -enemigos de la partición de la India- lo asesinaron de tres balazos a quemarropa. Nehru dio a conocer la muerte del Mahatma quien un día después era cremado en una pira y sus cenizas esparcidas al viento entre la consternación general. Y Cartier-Bresson seguía allí. Solo por ver esas fotos merece la pena visitar la exposición.
 
Capa volvió al País Vasco en 1951. Había estado en la guerra civil -su mujer, también fotógrafa, murió en la batalla de Brunete, aplastada por un carro de combate republicano en huida- y, más concretamente, en Bilbao, durante el sitio. Las imágenes aquí expuestas, una escena de un baile folklórico en Zarautz, tienen un valor de retorno a los lugares de la memoria.
 
El reportaje de Ernst Haas documenta momentos y escenas del rodaje de la superproducción de Hollywood, Tierra de faraones, dirigida por Howard Hawks y protagonizada por Jack Hawkins (Faraón Keops) y una supuesta reina de Chipre, (Joan Collins), en cuyo guión colaboró William Faulkner  y estrenada el año de la exposición. Fue un fracaso de taquilla, pero las imágenes de Haas son un reportaje magnífico del rodaje de una superproducción que, si no ganó el favor del público, quizá fue por ser demasiado complicada.
 
Los otros fotorreportajes son también estupendos, los niños en la Viena de comienzos de los cincuenta, los campesinos dálmatas o las clases altas en Myfair, y Bond Street, en Londres.
 
No el rostro del tiempo sino los muchos rostros de los muchos tiempos pues estos, siendo coetáneos, no se parecen en nada. 

dimecres, 16 d’octubre del 2013

Las fotos de la historia y la historia de las fotos.


La Fundación Mapfre, la de la exposición de los machiaioli trae también otra de fotos que quiere ser un recorrido en imágenes por la historia de España. Bueno, de fotos, de algunos cuadros y de un par de docenas de vestidos femeninos. Es un propósito algo desmesurado. Las fotos no son muchas ni todas ellas muy representativas. Pero, con estas limitaciones, siempre es interesante un recorrido por la historia patria a base de imágenes. Sobre todo porque la idea es sana: ver cómo evoluciona un país y cómo evoluciona el ojo mecánico que lo registra. Si bien esta relación casi se agota en el nacimiento. El primer daguerrotipo se tiró en Barcelona, claro, en 1839 y luego se documentan algunas otras imágenes obtenidas con técnicas primitivas. Pero, a partir de ahí, se abandona el empeño y ya no se habla de los subsiguientes avances de la fotografía, la madre de la octava arte, el cine. Ni el paso del blanco y negro a color merece una reflexión. Y eso del color tiene su aquel, con tanta crítica que le hicieron (y le hacen) los puristas. ¿Cabe imaginar la cubierta del LP de los Beatles, Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band en blanco y negro?

Lo dicho, hay fotos muy conocidas, como la de Franco y Millán Astray berreando canciones legionarias, el miliciano de Frank Cappa o la guardia de asalto en Barcelona, de Agustí Centelles. Igualmente alguna conmovedora imagen de las misiones pedagógicas. Aunque la exposición abarca unos 160 años, por razones obvias se concentra en el franquismo y la segunda restauración borbónica. Las épocas anteriores pasan rápidamente pero se descubren imágenes muy poco conocidas. Por ejemplo, algunas fotos de las guarniciones españolas en Cuba, Puerto Rico y las Filipinas antes del desastre del 98. Procedente del Museo de Antropología hay una serie de estampas de nativos filipinos tomadas en la época muy interesantes de ver.

No menos lo es una serie de fichas de las autoridades argentinas de inmigración a principios de siglo. En ellas se ven rostros de nuestros compatriotas hace cien años, mujeres demacradas, niños, viejos, hombres desaliñados. Y, debajo, escrito a plumín o máquina primitiva, los nombres y las observaciones por las que habían sido devueltos: "sin papeles", "padece tuberculosis", "afectados de tracoma". Es bueno recordar de dónde venimos pues también nosotros fuimos sin papeles. La foto serializada tiene mucho impacto. Hay una colección de imágenes de bandoleros andaluces enriquecida con la presencia de algunas bandoleras, aspecto este de la igualdad de género (aunque se trate de una mínima parte) que no es habitual.

Los escasos cuadros tienen una función de apoyo, pero es decisiva. Hay un óleo de Gutiérrez Solana de un café cantante en 1910 que reproduce fielmente una foto sevillana de fines del XIX. Otro óleo de Sorolla, retrato de su mujer Clotilde, supongo, en una playa del norte, de cuando la corte veraneaba en aquellos lugares. El flamenco, los toros, las diversiones populares son como instantáneas que van fijando la espuma de los días.

Aparece mucho la guerra de Marruecos, la leva, los conflictos sociales relacionados con ella, la corte de Alfonso XIII, Primo de Rivera y el desastre del El Annual y la batalla del monte Arruit, con una de esas fotos en que se ven los cadáveres de los soldados españoles al sol, ennegrecidos, medio devorados por las bestias. Aunque quien quiera ver qué se hacía con esos cadáveres, puede echar una ojeada a este vídeo en You Tube y poner a prueba su estómago.

Si me dijeran que eligiera dos imágenes del franquismo para ilustrat esa pretendida división de la dictadura en una etapa "dura" y otra "blanda",  creo que seleccionaría una cartilla de racionamiento y un seat 600. Con la cartilla, el Estado regulaba lo que los españoles comían; sobre todo, cuánto. Con el 600 España se ponía a nivel europeo. Ni el Pegaso ni el Biscuter pudieron hacerle sombra. El uno por demasiado y el otro por demasiado poco. El 600 era justo el punto medio, el de la medianía, el de la clase media  que emergía al socaire del turismo, las remesas de los emigrantes y las inversiones extranjeras. Un triángulo hecho de playas soleadas, maletas de madera e inversiones extranjeras en polos de desarrollo que es un panorama al cual parecen apuntar los proyectos del gobierno actual: turismo, emigración e inversión extranjera. 

La transición tiene amplio tratamiento. Fotos célebres del destape, la movida, la Constitución, Europa, etc. Hay una composición que no conocía: un escaparate con unos veinte televisores de todo tipo emitiendo en directo la dimisión de Adolfo Suárez. Por algún motivo, la sincronización de las pantallas no es perfecta y vemos el rostro del presidente en dos momentos distintos, con una diferencia de segundos, pero es muy llamativo. Se queda uno pensando varias cosas: ¡qué tiempos en que los presidentes del gobierno dimitían! Y ¿por qué exactamente dimitió Suárez? Ese es uno de los misterios de la transición que probablemente nunca se aclarará.