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diumenge, 27 de novembre del 2016

El hombre que sabía intrigar

La fundación Telefónica, sita en la Gran Vía madrileña ha tenido la estupenda idea de hacer una exposición sobre el director de cine anglo-americano Alfred Hitchcock (1899-1980), llamado el mago del suspense. El cine es un arte tan espectacular y de tal potencia plástica que no abundan las exposiciones acerca de él en ninguna de sus múltiples facetas. Y tiene muchas. Una de ellas, que ha ido ganando en importancia en los últimos años es la del cine de autor. El incuestionable predominio de Hollywood en el mundo cinematográfico venía imponiendo el criterio de que lo que "pegaba" en el mercado, en la taquilla, no era el director de los films, del que casi nadie sabía gran cosa, sino los actores y actrices, las llamadas "estrellas", de las que todo el mundo estaba informado a través de la prensa especializada o no hasta en los menores detalles de sus vidas personales. Fue el llamado Star System. Eran Gregory Peck, Gary Cooper, Olivia de Havilland, Bette Davies, etc, quienes ganaban el corazón de los espectadores y canalizaban millones de dólares en los bolsillos de las empresas productoras. No los directores, a los que nadie conocía.

Todo esto comenzó a cambiar precisamente con Alfred Hitchkock. Cuando la exigente crítica francesa de la nouvelle vague revolucionó los gustos cinematográficos del continente, revisando los acartonados juicios sobre el cine de Hollywood, especialmente los Westerns, pero también el "cine negro" y las comedias de costumbres, una de las primeras figuras que quedó consagrada fue Alfred Hitchkock. Eran los inicios del decenio de 1960 y, por entonces, el autor de "los 39 escalones" había emigrado de Gran Bretaña a los Estados Unidos y llevaba cuarenta años haciendo películas. Fue así uno de los pioneros del "cine de autor". Uno de sus amigos y admiradores, François Truffaut, lo consagró y, ya en los últimos 15 años de su vida, cada nuevo film suyo, era la "última película de Hitchkock" y eso que en sus obras seguía contando con grandes estrellas: James Stewart, Grace Kelly, Cary Grant, Doris Day, James Mason, Eve Marie Saint, Anthony Perkins, Kim Novak, etc. Lo que también había hecho en la primera parte de su carrera: Peter Lorre, Robert Donat, Maureen O'Hara, Charles Laughton, Joan Fontaine, Lawrence Olivier, Ingrid Bergman, etc, con muy otros resultados.

Confieso que encuentro un gran placer al recitar estas listas de nombres porque todos ellos me traen memorias de films inolvidables, alguno de los cuales he visto varias veces. Por ejemplo, mi favorito, "con la muerte en los talones", nombre que se puso en España a North by Northwest. Puedo haber visto una veintena de películas de Hitchkock, lo cual no me convierte en absoluto en un especialista de la obra de un hombre que llegó a rodar 60 films, sin contar los 140 (aprox.) episodios cortos de TV que también hizo, de los cuales una docena larga fueron suyos y que se pusieron en casi todas las cadenas del mundo, convirtiendo su oronda figura y doble papada como sombra chinesca en algo familiar a cientos de millones de personas en todos los continentes. Por eso, mi agradecimiento a Telefónica por una exposición inteligentemente comisariada por Pablo Llorca y con mucha información sobre el autor de Vértigo, fotos, "stills", vídeos, gadgets, carteles, historias, libros, etc., es mucho.

Aquí se confirman algunos de los viejos saberes sobre la personalidad de Hitchkock, el hombre que más inteligentemente maridó preocupación artística (sus películas son prodigiosas obras visuales cuidadas en sus mínimos detalles, riquísimas de sugerencias y con un ritmo sutil y elegante así como un irónico distanciamiento que son verdaderos placeres) con éxito comercial: sus breves apariciones mudas en muchas de ellas, a modo de firma; el parecido de gran parte de sus protagonistas femeninas, todas rubias, con una punta de encanto fatal; sus frecuentes y ambiguas referencias a las relaciones entre los géneros (no solo entre hombres y mujeres en el plano erótico sino también en las relaciones familiares de madres e hijos, etc); su no menos frecuentes recursos a los equívocos de identidad en los que un personaje es confundido con otro, de donde se siguen innumerables peripecias que te tienen atornillado al sillón; sus protagonistas masculinos, muchas veces verdaderos títeres, casi "hombres sin atributos". Y, además de todo esto, su también frecuentes incursiones en dominios intelectuales, artísticos y literarios, nada habituales en el cine de suspense: Daphne du Maurier, Patricia Highsmith, John Buchan, Joseph Conrad, Ethel White, Cornell Woolrich, Boileau-Narcejac, Leon Uris son algunos de los escritores cuyas obras adaptó a la pantalla. El psicoanálisis, el surrealismo, la psiquiatría y los grandes avances de la ciencia y los descubrimientos de la época también están presentes en su mundo. Y la música, por cierto, parte esencial de sus relatos.

Es más, su visión de los años decisivos de la guerra fría y los estereotipos de agente y contraagentes son también elementos componentes de las intrigas. Como lo es su, voluntaria o involuntaria, aunque siempre con un punto de ironía, propaganda del American Way of Life. Y ahora que acaba de morir Fidel Castro, viene a la memoria uno de sus últimos (y no de los mejores) films de propaganda anticomunista, localizado en Cuba, durante la llamada "crisis de los misiles", cuando el mundo estuvo al borde de la guerra nuclear.

dissabte, 26 de novembre del 2016

Pintura de la pintura

El Museo del Prado ha dado con una buena idea que ha convertido en una exposición de nombre Metapintura. Un viaje a la idea del arte, comisariada por Javier Portús, jefe de conservación de pintura española de dicho museo. Como el nombre indica, se trata de concentrarse en aquellos aspectos que trascienden la pura expresión artística y plástica de las obras para llegar a otras regiones, más allá de la pintura. Algo para lo que esta es instrumental o vehicular. Obviamente, desde un punto de vista semántico estricto, toda pintura es metapintura puesto que toda ella es un símbolo, un significante que remite siempre a un significado. Recuérdese el famoso cuadro de Magritte en el que se ve una cachimba perfectamente pintada y, como título: Ceci n'est pas une pipe, que contradice y no contradice al mismo tiempo la imagen. En el caso de esta exposición, las pretensiones son filosóficamente más modestas, pues se limitan a mostrarnos diversos ejemplos de ese carácter vehicular de la pintura. Algunos se refieren a la composición misma de la obra de arte y otros a su contenido o mensaje. Esto es, unos al impacto visual simultáneo y otros al contenido narrativo de la imagen que nos remite a otras historias.

Los casos referidos son bastante conocidos, Palinuro siente especial atracción por ellos y, grosso modo podemos referirnos a los siguientes: 1) el relato sobre el origen de la pintura y la figura del artista. 2) En relación con ello, el arte del retrato y, en especial, del autorretrato, una de las fascinaciones de Palinuro. 3) La aparición de los espejos en los cuadros, objetos misteriosos, llenos de posibilidades y otra de dichas fascinaciones; recuérdese que todo espejo lleva la semilla del doble en él, el Doppelgänger, excepto en el caso de los vampiros. 4) Los trampantojos, muy de moda en los siglos XVI y XVII a partir del descubrimiento de la perspectiva. 5) Los cuadros dentro de los cuadros. 6) Los relatos mitológicos que tienen o no que ver con el origen del arte.

Enseguida se ve que es un programa muy ambicioso. Demasiado. Cada uno de estos casos daría para una amplia exposición por derecho propio. Así que no es posible evitar cierta frustración en la visita, sobre todo porque la inmensa mayoría de las piezas proceden de los fondos mismos del Prado, son casi todas muy familiares y, lógicamente, guardan escasa relación entre sí. Si añadimos que préstamos de otros lugares solo se cuenta una veintena, acordaremos que la exposición parte de una buena idea, pero la desaprovecha por querer abarcar demasiado sin medios. Ello es visible cuando el hilo narrador, problemático en todo momento, se diluye ya en la etapa final en la que se exhiben conocidísimas telas del XIX español, muchas goyescas, incluidos grabados que tienen poco que ver unas con otras. Si añadimos que, al ser el Prado, no hay obra contemporánea, en donde más han impactado estos asuntos (piénsese en el simbolismo o el surrealismo), veremos que la exposición, como tal, siendo apreciable, es un "quiero y no puedo".

El origen de la pintura aparece en la insistencia de los pintores en seguir la leyenda evangélica de hacer a San Lucas pintor y de especial devoción mariana. En tiempos precristianos, el origen de la pintura se atribuía al dibujo de contornos de las sombras sobre paredes. La función de la sombra en la historia de la pintura es descomunal y autorizaría a dedicarle una monográfica. Por cierto, la idea de que a ella se deba el origen del arte está empíricamente refutada por las pinturas rupestres del paleolítico.

Retratos y autorretratos. Su cabida en este concepto de "metapintura" es problemático, pero, al mismo tiempo, ha de reconocerse su importancia. Quizá el retratístico haya sido el género más cultivado en Occidente y está indirectamente vinculado al origen del arte en la muy frecuente referencia al mito de Narciso. En todo autorretrato hay algo de narcisismo. O quizá no en todos. Hay autorretratos estremecedores (Rembrandt, Hodler, Edvard Munch, Picasso, Bacon, etc) en los que nadie puede complacerse y menos que nadie, el propio pintor.

Los espejos. Otro tema monográfico para exposiciones. Los espejos están, además, casi siempre indirectamente presentes (a fuer de ausentes) en los autorretratos. Algunos son hitos en la historia del arte: Los Arnolfini, de Van Eyck; el autorretrato del Parmigianino en un espejo cóncavo; la Venus del espejo de Velázquez, aquí ausente o el de Las Meninas, que figura en la exposición, pero en otro aspecto.

Los trampantojos. Hay muchos por haber sido truco muy popular en el XVI y XVII. No son elemento del agrado de Palinuro, a quien parecen gustos de un realismo elemental y de tosco refinamiento. La inevitable mosca en los bodegones flamencos me parece tan detestable como la que me molesta cuando escribo en verano; los cuchillos con el mango fuera del marco, o los manojos de puerros de Sánchez Cotán son descorazonadores. Hasta el más famoso de todos, que figura, claro, en la exposición, el del mozo escapándose del cuadro de Pere Borrell i del Caso (1874) me resulta excesivo y rebuscado.

Los cuadros dentro de los cuadros. Vemos uno de los más famosos, uno de los lienzos que David Teniers pintó para el Archiduque Leopoldo Guillermo, reproduciendo las obras que este coleccionaba en su exquisita galería de Bruselas. De este modo, Teniers probaba su mano reproduciendo a pequeñísima escala, obras celebérrimas de Giorgione, Tiziano, Tintoretto, etc. Un diálogo de la pintura consigo misma.

La mitología. Por supuesto, al amplio universo. La mitología fue, es y será fuente inagotable de temas, motivos, estilos, mensajes artísticos. Las versiones de los artistas, pueden ser libres y corresponder con su genio especial (como el de las Parcas en las Hilanderas velazqueñas o la caída de Ícaro, por no hablar de la abigarrada vida de los olímpicos y sus relaciones con los y las mortales: Rapto de Europa, de Rubens, Dánae, de Tiziano, en uno de los cuadros que pinta Teniers), etc. El alcance de la mitología llega a hoy mismo: la Leda atomica de Dalí o el oscuro, indómito y avasallador Minotauro picassiano es lo mismo.

Con todo, es muy interesante esto de la metapintura. Sin olvidar que toda pintura es metapintura porque toda obra de arte nos lleva a otro lugar. Lo que sucede es que ese lugar está en nosotros mismos, como dice Omar Kayyam: "Más allá de los límites de la Tierra,/más allá del límite Infinito,/buscaba yo el Cielo y el Infierno./Pero una voz severa me advirtió: "El Cielo y el Infierno están en ti."

dilluns, 14 de novembre del 2016

La misoginia del arte

En el museo del Prado hay una exposición monográfica de Clara Peeters.

Bien, se dirá, ¿y qué? Peeters es una reconocida pintora del siglo XVII.

Justamente. Una pintora. Y en el siglo XVII, cuando se cuentan con los dedos de las manos las que lo fueron. El comisario de la exposición, Alejandro Vergara, uno de los conservadores del museo, en un documentado artículo, cita tres o cuatro más, a modo de ejemplo, la pionera Catharina van Hemessen, y las italianas Sofonisba Anguissola y Artemisia Gentileschi, esta última, quizá la más conocida. En todo caso, un puñado que apenas aparece en las historias del arte más al uso. En verdad, el director del museo, Miguel Zugaza, señala que es la primera exposición dedicada a una mujer.

El dato encaja con esa frecuente denuncia del feminismo de que, en conjunto, las mujeres acceden a los museos como objetos y en un porcentaje muy alto, desnudas, mientras que apenas tienen presencia como artistas. Precisamente uno de los escasos museos que tiene cuadros de Peeters en exposición permanente es el Prado. Pero la crítica feminista es real. Las mujeres están ausentes de los museos salvo como objetos o como visitantes. Quizá no sea disparatado sospechar que se trate de la primera exposición monográfica sobre una mujer pintora en España. No sé si en Europa. Esto es, pintora no contemporána, no de la mitad del XIX en adelante.

Las razones que, según los especialistas, explican la ausencia de las mujeres en la pintura de otros siglos son variadas y plausibles. La pintura es objeto del gremio de San Lucas y coto cerrado a las mujeres. Por supuesto, comparte ese dudoso honor de ser exclusivamente masculina con los demás gremios y corporaciones de la época, incluida la noble profesión del sacerdocio de la que, entre los católicos, las mujeres siguen apartadas como agentes del maligno. En el fondo todas las razones apuntan a una misma fuente: el carácter patriarcal de la sociedad. El gremio de San Lucas no es más ni menos machista que la sociedad en su conjunto. Se atribuye la inexistencia de Peeters de las relaciones gremiales al hecho de que, al parecer, faltan justo los años en que Peeters floreció. Pudiera ser o no ser.

Una de las razones que se apuntan, sin embargo, llama la atención y es la de que las mujeres no podían formarse como pintoras en ningún lugar porque no tenían acceso las escuelas en las que se estudiaban los desnudos y los futuros artistas aprendían anatomía. Esto explicaría la exclusiva dedicación de Peeters a los bodegones. No parece haber pintado otra cosa. Cuarenta hay certificados y otros tantos de atribución dudosa, dado que el género era muy de taller. Las obras de Peeters son difíciles de distinguir de las de Osias Beert de no ser por la omnipresencia de pescados, aportación casi exclusiva suya al género naturaleza muerta. La exposición, por cierto, consta de quince cuadros con una temática única, mismos recursos y hasta los mismos objetos. 

La obsesión por los bodegones y el refinamiento de su técnica deben de revelar algo más que la falta de dominio de otros temas, especialmente con la figura humana. Tanto Genthileschi como Anguissola pintaron mucha gente y una casi contemporánea y compatriota de Peeters, Judith Leyster, pintó todo tipo de escenas humanas en el más alegre espíritu barroco flamenco. O tenían acceso a las escuelas de pintura o aprendieron anatomía de alguna otra forma.

Por supuesto, el bodegón es un género en sí mismo y tiene sus reglas, usos y costumbres. Refleja además la irrupción de nuevos gustos y demandas de una clase ascendente, la burguesía, que valoraba la riqueza, el lujo, la ostentación y el refinamiento. Hasta entonces, los bodegones venían acompañados del memento mori de la doctrina cristiana en forma de calaveras y otros símbolos de los novísimos, como el candil apagado o la rosa marchita. Los bodegones flamencos son alegre, epicúreamente laicos. Los elementos religiosos han desaparecido de estas alegorías de los placeres de los sentidos, la vista, el oído y sobre todo, el gusto. De ahí que este género popularizara también los trampantojos pues era el deseo de hacer intervenir también el sentido del tacto. 

Los bodegones de Peeters son magníficos; la técnica, depurada con exquisito detalle, como corresponde; la perspectiva a nivel de la mesa, siempre la misma; el encuadre, cerrado; el fondo, negro; la luz, concentrada y sabiamente distribuida. Las piezas de caza y pesca, minuciosamente reproducidas, las conchas, los cangrejos, las ostras, las gambas con sus finos bigotes; los quesos tipo Gouda con sus texturas; las flores recién cortadas; los dulces, pasteles y pretzels. Todo ello entremezclado con una gama de objetos de refinada y exótica factura, muestra de lujo, cuchillos repujados, platos chinos, vasijas de cristal veneciano, copas sobre peanas labradas, a veces monedas como doblones de oro y algún collar de cuentas rojas, jarrones de peltre. Todo ello con una discreta armonía de colores en la que los más vivos están reservados a los animales, especialmente aves con sus brillantes plumajes. 

Lo más curioso de la exposición y que el comisario recuerda siempre es la costumbre de Peeters de autorretratarse en los reflejos del metal de las jarras de Sajonia o en los de las cuentas incrustadas en las copas de plata. En algunos casos hay hasta seis autorretratos en un solo cuadro. Solo conozco una imagen de Peeters en un bodegón con una mujer y que se presume autorretrato. Esta y los que la pintora fue dejando ocultos como reflejos en sus cuadros. Esos reflejos que Jan van Eyck había metido en el cuadro en el Matrimonio de los Arnolfini en un doble juego de distancias.

Los bodegones de Peeters, como todos los flamencos son de una exuberancia aplastante. Es entretenido compararlos con los de los españoles de la misma época, por ejemplo los del  toledano Sánchez Cotán, modelo de frugalidad y austeridad monacales: unos puerros, ristras de ajos, algún melón, repollos, zanahorias. Y nada de mesa: en alacenas. Para ver más que para gustar, aunque el amor al trampantojo está aquí tan presente como allí. Supongo que las diferencias en los bodegones son extrapolables a otras manifestaciones artísticas.

dissabte, 29 d’octubre del 2016

Los fieras son solitarios

Excelente idea de la Fundación Mapfre de Madrid la de una exposición de los pintores fauves a los que no suele prestarse atención como movimiento en su conjunto. Algunos de sus representantes son muy conocidos, pero por derecho propio, no como miembros del grupo o tendencia: Matisse en primer lugar, Braque, Van Dongen, Vlaminck, Rouault o Derain. Los demás tienen mucho menor renombre, pero su calidad media es muy alta. En todo caso, una ocasión única para ver la efímera unidad de un movimiento y estilo que están muy disperas y sus cultivadores no son figuras de universal reconocimiento. Unas cien obras, procedentes de muy diversos y distantes museos así como de colecciones particulares, nos ilustran sobre similitudes e influencias recíprocas entre pintores que raramente se exhiben juntos y que, sin embargo, formaron una especie de comunidad, una hermandad en la que compartían experiencias, recursos, puntos de vista y hasta modelos. Cosa que se aprecia cuando se contemplan sus obras conjuntamente. Por ejemplo, la exposición reúne una veintena de retratos de unos fauves a otros y de autorretratos que permiten entender muchas de sus características viéndolos juntos.

La denominación les fauves les viene de una crítica ferozmente negativa que se les hizo en el famoso Salón  de otoño de 1905. Las obras allí expuestas, verdaderos estallidos de color, sin ningún respeto por nada más, fuera dibujo, perspectiva o equilibrio, provocaron indignación y escándalo y uno de los críticos los acusó de ser fauves, fieras, queriendo insultarlos. Tal fue el nombre que ellos mismos adoptaron. El movimiento se consagró, pues dando la vuelta a una determinación negativa: fieras parecían ser y ellos convirtieron en estilo esa fiereza. Ils étaient fiers d'être fauves.

Pero el momento, último decenio del XIX y primero del XX, era muy difícil por la proliferación de vanguardias. El inmpresionismo estaba ya dando paso al postimpresionismo y el simbolismo también desaparecía, si bien el gran maestro de algunos de los fauves fue, precisamente, Gustave Moreau, quizá el representante más acabado del simbolismo, incluso ya sublimado. Desde luego es quien más influyó en Matisse que posteriormente sería líder espiritual del estilo. Otras muy variadas influencias que en esta exposición quedan patentes, gracias a un buen comisariado, fueron fuerzas que lo orientaron luego en sentidos muy dispares: Van Gogh, Gauguin, el puntillismo de Seurat y, desde luego, Cézanne (algunos de los cuadros expuestos parecen pintados por él) aparecen más o menos obviamente en gran parte de la producción del grupo. Este se mantiene a duras penas en el agitado ambiente de las vanguardias y acaba cediendo a varias de las más significativas en torno a la primera guerra mundial, el postimpresionismo, el cubismo o el expresionismo. Braque se va con Picasso, Vlaminck y Kees van Dongen, cada uno en su estilo, hacia un expresionismo combativo.

Por eso, para conservar su existencia como movimiento, los fauves se constituyeron en hermandad, casi en comuna. Viajaban juntos, iban de vacaciones de a dos o de a tres, trabajaban en grupo, a veces con el mismo modelo. Pero la época no ayudaba a la consolidacióin del grupo, cohesionado menos por solidaridad orgánica que mecánica, como diría Durkheim. Añádase a ello que esta vieja costumbre de constituir hermandades o asociaciones de artistas, especialmente pintores, es una especie de tradicionalismo, casi atavismo, del arte pictórica, probablemente del tiempo de los gremios y corporaciones medievales para la protección de ciertas actividadees artísticas. Cuando el mercado se desarrolló y evolucionó, estas colectividades perdieron gran parte de su razón de ser sobre todo porque, además, la capacidad creadora del arte no procede de actividad colectiva alguna sino del genio del individuo. Aportar visiones nuevas, desconocidas, que cambian nuestra forma de ver las cosas es un atributo del espíritu individual. Y este exige seguir su camino, librándos, incluso de la influencia de sus maestros.

Yendo a los artistas expuestos, Matisse es el más venerable y venerado del grupo, pero su obra es tan vasta que representarla aquí aunque fuera a título de muestra, sería temerario. Del resto reconozco especial debilidad por Vlamick y Rouault, dos extremos opuestos, pues lo que en Vlaminck es casi una tempestad de colores, en Rouault se reduce a unos cuantos sombríos. Pero los dos tienen mucha fuerza. Los abigarrados colores de Vlaminck le hace rayar con cierta cursilería pastel estilo Dufy. Y Kees Van Dongen tiene algo de los dos.

Los paisajes, las escenas urbanas, los desnudos, loa retratos se manifiestan siempre a base de colores amontonados, muchas veces puros. La desestructuración de las formas facilitaría luego el tránsito al expresionismo y el abstracto, como por otro lado, lo haría al cubismo. La multiplicidad de influencias en el origen y la diversidad de manifestaciones posteriores harían que el fauvisme subsistiera durante un par de años y se disgregara después como si nunca hubiera existido. Por eso hablaba al principio de estilo efímero y por eso es muy de agradecer esta exposición que nos permite explicarnos su carácter efímero. Cegados por la fuerza del color, del aire libre, la luz del midi francés,los fauves se olvidaron de los contenidos. Pero son los contenidos los que vinculan un estilo artístico con una realidad social y los hacen perdurables. Los mejores fauves acabaron siendo fieras solitarias, como el lobo solitario de Hesse.

divendres, 21 d’octubre del 2016

El tiempo muerto

¿Cómo pueden mostrarse 1.000 años de una civilización continental en doscientos o trescientos metros cuadrados? Muy sencillo: no se puede. Es lo que sucede con esta sin duda bien intencionada exposición de la Edad Media europea a base de una recopilación de piezas procedentes del Museo Británico, cuya colección debe de ser la más grande del mundo. Aunque la muestra de la Caixa Fórum comprendiera la totalidad de lo exhibido en aquel museo, tampoco se conseguiría. Sobre todo porque el plan no se pone límites de tiempo, pues pretende mostrar los 1.000 años; ni de espacio, pues abarca objetos de todo el continente; ni de actividad, pues se quiere mostrar todo, la escultura, la pintura, la arquitectura, las ciudades los campos, las guerras, el saber, los viajes, las fiestas, las cortes, todo. El resultado no es un fracaso estrepitoso porque el visitante siempre agradecerá contemplar imágenes, objetos, actividades procedentes de la llamada Edad oscura, pero produce cierta decepción, sobre todo dado lo ambicioso del título, los pilares de Europa. Nada menos.

Sin duda los comisarios han hecho lo que han podido para despertar el interés y hacer atractiva una colección de objetos pobre, sin especial valor material o simbólico, deslavazados y tan distanciados en el tiempo y el espacio que apenas cabe creer tengan algo en común. Verdad es que se agradece ver vitrales pintados de una casa del siglo X, espuelas corroídas del XII, aguamaniles del VII, capiteles del VIII, broches de todos los tiempos, anillos, platos, tejidos milagrosamente conservados, un borceguí mugriento del siglo XIII, escudos, trozos de armas, polípticos sacros, estatuillas, imágenes de catedrales, platos, crucifijos y hasta silbatos para llamar halcones. La tarea de dar una explicación coherente de todo, de encajar estas verdaderas reliquias en una imagen civilizatoria de conjunto recae sobre la amplia pedagogía que se despliega en la muestra, con abundantísimas explicaciones y frecuentes vídeos ilustrativos de lo que se ve y lo que no se ve.

Pero aun así, se tiene una sensación de insuficiencia, de incompletud, de carencia. Las frecuentes aclaraciones, con toda lógica, ensalzan el valor y la importancia de lo que muestran y explican su funcionalidad en la vida social, espiritual, artística, política de un ámbito tan complejo como Europa entre la caída del Imperio Romano y la Reforma. Poco callan sobre lo que no hay. Por ejemplo, no he visto una sola imagen ni explicación acerca del fundamento mismo del orden medieval, que es el feudalismo. Algo se habla de la caballería, de las relaciones de los Reyes y los nobles, etc, pero no de la institución que fue columna vertebral de aquella era, la jerarquía señorial y el juramento de vasallaje, desde los siervos hasta el Rey, en una organización que mezclaba el derecho público con el privado, la ley divina con la humana.Y eso es solo una muestra.

En realidad, la exposición persigue un objetivo ideológico muy respetable, el de apuntarse a la corriente revisionista acerca del carácter del medioevo en Europa con la finalidad de dar una imagen contraria a la heredada por la historiografía occidental a partir del Renacimiento. Innecesario decir que el concepto mismo de "Edad Media" (ya tan cargado de connotaciones negativas) es privativo de Europa y carece de sentido fuera de ella. Algunos historiadores han querido extrapolarlo a la historia de la China o del Japón, pero solo a base de forzar y desfigurar conceptos. Del resto de Asia no merece la pena hablar.

La intención es hacer hincapié en los aspectos positivos, luminosos, del mundo medieval, sin dejar de mencionar las condiciones de miseria, analfabetismo, injusticia y caos de aquellos siglos. Por supuesto, ¿cómo no iba a haber momentos excelsos, obras brillantes en el trabajo de un milenio en todo un continente? ¿Cómo no iban a cambiar las relaciones sociales, las costumbres, las ideas? ¡Si cambió hasta la lengua, pues se pasó del latín a las distintas lenguas romances y también las germánicas evolucionaron sin que hubiera punto de comparación! Por eso resulta un poco absurda la insistencia en colar de matute una idea sobre el supuesto dinamismo medieval para combatir el prejuicio de un milenio de inmovilismo. Se dice y repite que la Europa del año 400 poco tenía que ver con la de 1400. Es posible pero con mucha mayor razón cabe decir que la Europa de 1850 tiene todavía mucho menos que ver con la de 2000 y no se trata de mil, sino de ciento cincuenta años. Y, aun más, la Grecia del siglo VII tiene también muy poco que ver con la del siglo de Pericles, apenas trescientos años más tarde.

Diga lo que diga la exposición, la Edad Media fue un indudable retroceso en relación al mundo clásico, una época ruda, tosca, bárbara, inculta, opresiva y, probablemente el momento en que el continente más se acercó a aquel dictamen de Hobbes cuando decía que en el estado de naturaleza, la vida humana era solitary, poor, nasty, brutish and short. En la Edad Media brillaron talentos, poetas excelsos, artistas, gente de mérito: Roger Bacon, Juan de Salisbury, Marsilio de Padua, Dante, Tomás de Aquino, Alberto Magno, Duns Scoto, Guillermo de Occam, Rabelais, Villon, Monmouth, Beda el venerable, Alcuino de York, Hildegard von Bingen, Averroes, Avicena, Maimónides, Ramon Llull, Giotto, Cimabue, Holbein  etc. Pero es que estamos hablando de mil años. Se levantaron edificios egregios, sobre todo catedrales, y se generalizó el estilo artístico que conocemos como "gótico internacional". Sin duda, el juicio negativo de las épocas posteriores es excesivo, pero de ahí a convertir el Medioevo en una epoca de luz, colorido, refinamiento y creatividad media un abismo.

El argumento más ladino que se maneja para mejorar el concepto sobre la Edad Media es que, en realidad, muchos de sus elementos siguen hoy vivos y no solamente las catedrales: el romanticismo es un eco de esta época, como la literatura gótica de la segunda mitad del XIX, la arquitectura neogótica de principios del XX, por no hablar de algunas instituciones usos y costumbres que se remontan a aquellos tiempos, desde la Magna Charta hasta el Tribunal de la Aguas en Valencia o la Universidad de Bolonia. Lo que sucede es que eso puede predicarse de todas las épocas de la humanidad. La historia no es una sucesión de compartimentos estancos, sino un sistema de vasos comunicantes, como una serie de esclusas. Nada se pierde del acervo de la humanidad, salvo lo que el tiempo, los destrozos o la incuria hayan ocultado. Véanse los retratos de Picasso y se verán emerger en ellos no solo las máscaras del África Negra sino los retratos de Fayum y no se habl de la influencia del arte rupestre del paleolítico sobre el contemporáneo. Cualquier trazado de carreteras de países europeos aprovecha en gran medida el sistema de calzadas romanas. La democracia la inventaron los atenienses y  el sistema político más dinámico de nuestro tiempo, el de los Estados Unidos, es una organización federal, al estilo romano, en la que una de las cámaras es un Senado como el de Roma, que celebra sus sesiones junto con la Cámara de representantes (especie de comicios) en un edificio que lleva el muy romano nombre de Capitolio.

Los pilares de Europa no se echaron en la Edad Media. Al contrario, en la Edad Media estuvieron a punto de hundirse. Los verdaderos pilares de Europa son la religión mosaica, la filosofía griega y el derecho romano, todos anteriores a la Edad Media. Y, por descontado, todos presentes hoy día en mucha mayor medida que las creaciones medievales.

dissabte, 15 d’octubre del 2016

El cine de Cristo

Ben Hur es una película de valientes. No solo en su historia sino también en su filmación. Porque hace falta valor para rodar una remake de la película más "oscarizada" de la historia, Ben Hur (1959), de William Wyler, con Charlton Heston y Stephen Boyd. Once óscares se llevó aquella versión, hazaña nunca superada y solo igualada recientemente por Titanic y El señor de los anillos. No estoy seguro de que a esta, dirigida por Timur Bekmambetov y protagonizada por Jack Huston y Toby Kebbell, vayan siquiera a nominarla. Y con razón porque es muy inferior a su modelo. Y es modelo, porque, aunque hay algunas otras versiones de la historia en la época del cine mudo, la pauta que esta sigue es la de 1959, aunque con significativas variantes.

La historia original es una de esas novelas de propaganda cristiana de fines del siglo XIX, como Quo Vadis, otra tan famosa como ella. Ben Hur, de Lew Wallace, escrita en 1880, se subtitulaba una historia de Cristo. Fue un exitazo de ventas que llegó a superar a La cabaña del tío Tom, que ya es decir. No es de extrañar que haya tenido tantas versiones cinematogáficas y que en cine también tuviera un triunfo espectacular solo superado por Lo que el viento se llevó.

En efecto, propaganda cristiana: un relato del tiempo de Cristo en que se traba una historia de traición, venganza y violencia con la vida y los últimos días del Mesías. La intención es clara: ilustrar el paso civilizatorio de la moral pagana, politeísta, guerrera, de gloria y conquista a la cristiana, monoteísta, pacífica, de humildad, perdón y amor. Esa mutación se dará en la persona del héroe, el príncipe judío Judá Ben Hur en un par de esporádicos encuentros con Jesús de Nazaret. En definitiva, una metáfora del fin del mundo pagano y el surgimiento del cristiano que habrá hecho las delicias de Nietzsche si esté llegó a enterarse de su existencia.

La versión de 1959, un film de altísimo presupuesto, en cuyo guión intervinieron Gore Vidal y Christopher Fry entre otros, minimizaba el contenido religioso y la dejaba reducido a esas intervenciones momentáneas de Cristo y algún episodio tan incomprensible que parece error del relato, como un par de apariciones de un despistado Rey Baltasar que, 30 años después del portal de Belén, retorna buscando al Mesías e invita a Ben Hur a acudir al sermón de la montaña. La película se concentraba en el drama de los dos hermanos, el príncipe judío y el tribuno romano que, de ser prácticamente uno solo por lo unidos, se enfrentan a muerte y sus peripecias, que culminan con la famosa secuencia de la carrera de cuadrigas, una de las más famosas de la historia del cine. Mantiene la propaganda cristiana a raya y concluye la historia en el espíritu pagano: no hay arrepentimiento, no hay perdón y nada de final feliz.

La nueva versión, aunque tiene diversas escenas concebidas como homenaje y referencia a la de 1959, deja mucho más espacio a la historia cristiana, a Cristo y a la conversión de los personajes, incluido un final feliz que resulta ridículo. Por supuesto, los medios son incomparablemente superiores. Más de medio siglo de avances en técnicas y estilos cinematográficos se nota mucho y la presencia de los efectos especiales es permanente. Y, sin embargo, el film es inferior al otro en todos y cada uno de los óscares. Hasta la secuencia de la carrera es de menor calidad, resulta confusa y no tiene la emoción de la otra.

Las dos sitúan el relato en el contexto de la dominación romana y el espíritu de resistencia de la población judía que en esta película se residencia en los zelotes y en la anterior era más difuso. Hay otras variantes entre aquella y esta, con ventaja para esta en cuanto a verosimilitud del guión. Es un acierto suprimir la historia del Cónsul que, salvado en último extremo, adopta como hijo a Ben Hur y, por tanto lo hace romano y sustituirla por la que se narra aquí para justificar el retorno de Ben Hur, siempre como judío, mucho menos providencialista. Pero, luego, esa mayor verosimilitud se desvanece con la blandenguería del último tramo de la historia que lleva el inconfundible sello de la propaganda cristiana.

Los dos duelos entre hermanos en el campo de la interpretación dejan clara la superioridad del primero. Charlton Heston y Stephen Boyd son mucho mejores que la nueva pareja, más contenidos y mucho mejor caracterizados. Estos dos son más exuberantes, gesticulantes y vociferantes y, además, no acaban de diferenciarse el uno del otro. 

Fotografía, paisajes y exteriores en general, incluida reproducción más fidedigna de atuendos e instrumentos favor de la nueva versión. Es más vistosa, ciertamente dado que la de 1959, siguiendo costumbres de entonces y disponibilidades técnicas era en gran medida de estudio. Pero en punto a la construcción literaria de la historia, su interés, su capacidad para captar la atención del público, este nuevo intento deja bastante que desear. Una vez más se prueba que, por logrados que estén los decorados, es la peripecia humana la que les presta la fuerza.   

dimarts, 11 d’octubre del 2016

Por amor al libro

Mi Universidad, la UNED, tiene el acierto de dedicar a exposiciones el espacio de acceso a la biblioteca. Es encomiable. Podía convertirla en una sala de espera con tresillos de plástico y una gran mesa de metacrilato en el centro con revistas de actualidad. Pero lo dedican a exposiciones, lo que es muestra de preocupación por los demás. Ya de paso quizá quepa cuidar la iluminación, sobre todo cuando hay vitrinas y mucho cristal, pero eso es menor.

La exposición actual es, muy apropiadamente, sobre libros. Pero no sobre libros históricos o primeras ediciones o ediciones príncipe, como suele suceder; no sobre los libros del pasado, sino del futuro. Sobre los libros que se están haciendo ahora. Contiene muestras de la obra de cuatro artistas jóvenes que forman el grupo llamado Libroz. La ceta se debe a que los libros suelen tener forma desplegable, como en el metro de carpintería y forman figuras quebradas, como cetas. Y también, según dicen ellos mismos, porque, siendo de Madrid, pronuncian Madriz, con cierto orgullo chamberilero. Además de ellos cuatro (Mela Ferrer, Mariana Laín, Javier Lerín y Miluca Sanz), traen a dos artistas invitados, César Fernández Arias y Damián Flores Llanos. Tienen formaciones, orientaciones y aficiones muy distintas y trabajan con materiales muy diferentes, pero los cuatro primeros mantienen el proyecto específico de Libroz. Todos aportan diversos objetos de muestra de su quehacer, los instrumentos de que se valen, las maquetas, muchas obras terminadas, curiosos libritos a veces con una cinta, casi como los jardines floridos de poesías para consumo de señoritas en el siglo XIX, pero de contenido muy distinto, hay grabados y ejemplares de obras de referencia de las autoras.

Se trata de la edición de libros de pequeño formato, desplegables, en tirada limitada, numerados y firmados. Los temas suelen ser gráficos, todo tipo de grabados, fotos, algún texto o poemas. Es un propósito singularísimo de convertir los libros, como tales, en obras de arte, con independencia de su contenido. Para recordarnos que son artistas y el contenido les importa tanto como la forma, han llenado el espacio de la exposición de frases brillantes sobre los libros de autores famossos: hay dos especialmente afortunadas, aunque no las sé de memoria porque, al pasar por alli con frecuencia, también cambio mi afición, según mi estado de ánimo. Las de hoy son una de la incomparable Emily Dickinson sobre que para viajes a lejanas tierras, el mejor navío es un libro. Aún no se había inventado la aviación. Otra del también incomparable Ramón Gómez de la Serna según el cual los libros son pájaros con cien alas para volar. Hay quien dice, no recuerdo quién, que sobre los libros está todo por decir. Es verdad, pero sobre los libros y sobre todo, empezando por el ser humano, que es el que los escribe, los dibuja, los ilustra, los imprime, los difunde y los lee.

Claro, los libros. Estamos acostumbrados a pensar en ellos a partir de la invención de la imprenta en Occidente (porque en la China llevaba siglos), primero los incunables y luego la libre reproducción que condujo al libre pensamiento, el intríngulis de la civilización occidental. Los libros simbolizan todo en la historia de la humanidad, son la historia de la humanidad porque en ellos se conserva el saber entero de esta. Por eso tienen esa enorme autoridad, ese prestigio y se les otorga esa importancia que tiende incluso a convertirlos en potencias sobrehumanas, celestiales o diabólicas. ¿Qué quemaban los nazis que hacían hogueras de libros?

Asimilar el libro al libro impreso creyendo que lo anterior a la imprenta no eran libros es un error. Sobre todo porque los antiguos los llamaban libros, tuvieran la forma que tuvieran. Los libros no son solo los pájaros de cien alas; también lo son los papiros, los pergaminos, las tablillas de todo tipo. Libro es todo soporte en el que la mano humana haya escrito algo con significado. La mano desaparece y el significado se queda. En realidad, los libros están en el origen de todo porque la única forma que ha tenido el ser humano de explicarse su origen es a través de los libros. El libro de las tres religiones monoteístas, la Biblia, se llama así, libro. En él habla el dios de todos ellos y a fe que es un dios belicoso, el "dios de la guerra". Un libro es el Tao te King que, a saber en que soporte se conservaba desde que Lao-Tse se lo dejara al guardian de la aduana a modo de porte hacia el Tao. Libro es el Libro de los Muertos, un libro de metafísica práctica, en que se enseña a los interesados las ceremonias de ingreso en el más allá.

¿A qué seguir? El libro es todo en Occidente y seguirá siéndolo. ¿Seguro? ¿Qué pasa con lo virtual? ¿No es el fin del libro? Pues claro que no. Es el fin de libro de papel, pero no del libro. Simplemente, toma otra forma, como lleva siglos, milenios, haciendo. Cuando el futuro llega, llega a través de los libros, de sus libros. Innecesario insistir en los múltiples aspectos de esta batalla perdida de los libros de papel.

El hecho es que, perdida o no, hay una batalla y esta exposición es prueba de ello, muestra de una vía de supervivencia de los libros en su infinita capacidad de adaptación. En muchas de estas obras hay intervención de ordenadores; son obras híbridas, en cierto mdo, ciberarte. En la época de la reproducibilidad técnica de las obras de arte, elevada al paroxismo en el espacio digital o ciberespacio, los artistas de Libroz tratan de singularizar e individualizar sus obras hasta donde se puede en compatibilidad con las tiradas en serie. Con esto no solo se exploran vías creativas, sino que se ayuda a sobrevivir al libro. Para los cascarrabias de siempre, este tipo de actividad solo delata una vuelta más en el camino del fetichismo de la mercancía. Pero no se ve por qué haya de ser mala una vuelta en un camino que nadie sabe a dónde va. Eso sin contar con que la relación con los libros de antaño también era fetichista. ¡Pues no hay libros escritos sobre la fascinación que otros libros ejercen! El arte es puro fetichismo y su relación con la mercancía es singular pues suele impregnar una obra o producto cualquiera a condición de que haya perdido su utilidad. Lo único que no puede ser el arte es utilitario.

Por eso, estos libroz del colectivo de ese nombre resultan tan interesantes y atractivos.

divendres, 7 d’octubre del 2016

Lo que nos rodea

En dos días seguidos dos fotógrafos de eso que se llama "lo cotidiano", casi contemporáneos, pero uno estadounidense y el otro francés; ayer, Bruce Davidson, hoy Robert Doisneau, cuya retrospectiva inauguró ayer la Fundación Canal en Madrid. Los dos se pasaron la vida fotografiando escenas de la vida diaria en torno suyo, en los años 40 y 50 Doisneau y en los 50 y 60 Davidson, que es más joven. La diferencia está en lo que retratan. París no es Nueva York ni los pueblos franceses son los norteamericanos. Y también en cómo lo hacen. Doisneau es menos narrativo, más de fotoperiodismo, más de instantáneas, pero muchas de estas son estupendas porque el hombre tenía una mirada amable. Su estilo levemente sentimental y afectuoso recuerda el de René Clair en el cine. Si no estoy equivocado, Doisneau trabajó como fotógrafo con el cineasta.

En esta exposición, de la que son comisarias sus hijas, hay un documental gráfico de las calles de París y algunas otras localidades a mediados del siglo pasado, sus gentes, sus comercios, su estilo urbano, sus coches, las actividades sociales, los trabajos, el ocio, los juegos de los niños, las calles, los negocios, las parejas. Hablando de parejas, se exhibe la famosa foto del beso callejero frente al Ayuntamiento de París, que lo hizo mundialmente conocido. Por su frescura y su espontaneidad, la imagen se convirtió en el icono universal del París des amoureux, que cantaban Edith Piaf en un estilo y Françoise Hardy en otro. La foto tiene una historia reveladora. Fue objeto de un proceso judicial, cuando menos, en litigio por los derechos de autor que en Francia incluyen los de la propia imagen. Así se descubrió que la escena había sido montada de común acuerdo entre los amantes y el fotógrafo. De donde se sigue que nada es más verosímil y auténtico que lo fingido. Por eso dice Pessoa que el poeta es un fingidor. Y este fotógrafo tiene mucho de poético.

La poesía se revela donde menos se la espera. Hay varias escenas de calles parisienses patrulladas por distraídas parejas de flics; en una hasta van en bicleta por algún parque. Pero son los flics a la vieja usanza, con sus características gorras de visera tiesas y redondas. Nada que ver con los actuales, todos ataviados como robocops. Es el París de antaño. Así la ingente cantidad de fotos que hizo Doisneau es como un enorme archivo de información gráfica sobre la vida de una ciudad a lo largo de los años.

Hay una curiosa foto de Picasso, con quien se trataba Doisneau, así como con otros artistas. La imagen contiene un trampantojo. No lo es otra histórica, la del paseo triunfal del general De Gaulle por los campos Elíseos desde el Arc de l'étoile. Esa escena tiene poco de cotidiana. Entra en el campo de lo que suele llamarse "histórico". Pero no deja de tener su aquel que la foto muestre al gigantesco general a pie rodeado de civiles, con los militares en segundo plano. 


dijous, 6 d’octubre del 2016

El secreto es estar

Es el abc del fotoperiodismo, de los fotógrafos de lance, de los estilistas, de los paparazzi: hay que estar en el momento oportuno en el lugar adecuado. Hay que estar y captar la imagen en el instante preciso. De ahí salen las instantáneas, algunas de las cuales so mundialmente famosas. La foto de la niña vietnamita quemada con napalm, la del marinero besando a una chica en Times Square el día de la victoria en la IIª GM. Son imágenes icónicas de épocas enteras. El fotógrafo estaba allí y quizá labró su fortuna, como el que hizo la toma del izado de bandera en Iwo Jima. Pero ninguno de ellos volvió. El instante captado no se repitió. Fue un estar de visto y no visto.

Luego hay el estar del que vuelve al lugar de la imagen. Y no solamente vuelve, sino que se queda a vivir allí, en los lugares, con los fotografiados, hasta en sus casas. Es lo que hace Bruce Davidson, nacido en los EEUU en 1933, que lleva toda su vida con las fotos: tiene algo que ver con el fotoperiodismo, es miembro de la agencia Magnum y acusa notable influencia de Henri Cartier-Bresson. También, por supuesto, del realismo norteamericano con toques sociales muy notables. Pero lo esencial en Davidson es su enfoque de la fotografía como un relato. Es un "estar" distinto del de las instantáneas. Es un estar de quedarse en el lugar y contarlo en imágenes. Por eso su estilo es inclasificable y por eso el comisario de la exposición, muy atinadamente, lo llama "humanista". También se subraya que Davidson jamás fotografía a nadie sin pedir antes permiso, lo cual habla de una voluntad de interpretación y relato.

Así que la exposición es una retrospectiva de cincuenta años de fotos entre 1940 y 1990, de las cuales, una parte importante son las series temáticas. La de los Walls, un matrimonio de ancianos (94 y 72 años) en algún polvoriento lugar de Arizona en los años 1950, es impresionante. Como la de la viuda de Montmartre, también de esos años, mostrando la vida de la viuda de un pintor impresionista poco conocido. Todas las series son magníficas: la del enano (una foto conocidísima); la de las bandas de Brooklyn, con una de las cuales convivió una temporada; la de Escocia y Gales y sobre todo la de la lucha por los derechos civiles en los años de 1960. En todas ellas los planos, los enfoques son absolutamente personales, en nada convencionales y muy expresivos. De la serie de viajes, hay unas cuantas fotos de España en esos años (los del "desarrollo") y una de ellas quintaesencia el país, pero no revelaré su contenido por no aguar la sorpresa. Otras series, como la de Harlem hacia 1968 (calle 100 Este) lo llevaron al MoMA. Entre otras cosas porque estos temas, como el de los derechos civiles, denotan implicación personal del autor. Magnífica también la serie dedicada a Central Park.

Hay mucha categoría en la obra de Davidson. Es un depósito de memoria visual colectiva pero interpretada y, sobre todo, relatada en sus propios términos. Hay dos tomas de Nôtre-Dame y de la torre Eiffel increíbles, bouleversantes.

dilluns, 26 de setembre del 2016

Mendo y la astracanada de España

En el Teatro Fernán Gómez de Madrid, una buena versión de La venganza de don Mendo, dirigida por Jesús Castejón, con Ángel Ruiz y Cristina Goyanes en los papeles de Mendo y Magdalena, sin hacer de menos a los demás. Don Nuño, el padre de la sinvergüenza de Magdalena, es estupendo. Don Pero, el marido cornamentado de la misma Magdalena, simplemente genial. Quien quiera reír de buena gana y sin mayores preocupaciones, que vaya a verla.

La venganza de don Mendo es la obra más representativa, la  cumbre del subgénero de la comedia llamado astracanada, puesto de moda por Pedro Muñoz Seca, que fue muy popular en España a fines del XIX y primer tercio del XX. La venganza...es el que mejor lo  representa:  un teatro de chistes gruesos, trama simple, situaciones absurdas, juegos de palabras que movían la hilaridad, falta de respeto por todas las convenciones. Pero con tiento y cuidado; nada de bromas con la Iglesia o de cuestionar el orden constituido. La astracanada es humor, pero humor de derechas. Sarcasmo y parodia de los géneros más respetables de la tradición española: comedias de honor, de venganza, celos, capa y espada, enredo, etc. Se estrenó en Madrid en 1918 y tuvo un resonante éxito, que se ha mantenido a lo largo de los años, de forma que es una de las obras más representadas, junto a Fuenteovejuna, La vida es sueño y Don Juan Tenorio. Un éxito permanente que, en cutre, ramplón y poca cosa, responde al mismo espíritu que el movimiento dadaísta, floreciente por aquellos años en Europa, a raíz de la  conmoción de la contienda que puso en crisis un modo tradicional de entender el mundo. Dada también ponía en solfa los valores del orden constituido, pero era revolucionario y de izquierda. En verdad España no entró en la guerra, pero el modo tradicional de entender el mundo hizo crisis igualmente. Y, sobre esa crisis, cabalgaron los sempiternos monárquicos españoles.

Muñoz Seca era un dramaturgo con capacidad para hacer otro tipo de teatro, pero el mucho éxito de la astracanada y el hecho de que fuera asesinado apenas comenzada la guerra civil en Paracuellos del Jarama, no le dejaron ocasión de probarlo.

Para probarlo se basta y sobra este soberbio don Mendo. Ripios, risas, chistes malos, burlas y absurdos, se carcajean del pesado manto borgoñón de la ideología española y sus vicios: la virtud de las mujeres, el honor de los hombres, la fidelidad matrimonial, las clases sociales, el servicio del Rey, los lances de amor, el paternalismo de la época, las cuestiones de género, etc., etc. Al fin y al cabo, la venganza de don Mendo es un intento de lo que hay llamaríamos crimen machista. Y su realización, la más disparatada parodia de una tragedia ya que en ella mueren prácticamente todos los intervinientes excepto los reyes y el duque de Moncada. 

La razón de la permanencia de don Mendo: su burla de los temas de la España eterna pone de manifiesto que, si ya en su momento, resultaban exagerados, traídos al siglo XX, eran francamente ridículos. Todos en la obra son irrisorios y el diálogo, que navega por su cuenta al soplo de un portentoso talento lírico del autor, hecho de juegos de palabras y absurdos, a fuer de chabacano a la par que popular, es de una gran actualidad.

Reírse en La venganza de don Mendo es reírse de España. De la España de ínfulas imperiales y realidades miserables, de la España del orgullo y la humillación, del oropel y el andrajo. Reírse de la España de la gran nación y de la marca España. El Rey vine a ser como el actual y los rimbombantes personajes, los que pueblan hoy el ámbito público. Hasta los espectadores, voto a tal, somos los mismos.

diumenge, 25 de setembre del 2016

Padre e hijo

No son raros los pintores que se dedican al arte tras los pasos de su padre. Con muy distintos resultados. Y tampoco es raro que, con esas desigualdades, padre e hijo consigan reconocimiento: Holbein (el joven) y Breughel (el viejo) son casos opuestos. También hay mujeres, por ejemplo, Artemisia Gentilleschi, hija del pintor Orazio Gentilleschi. Igualmente cuentan otras relaciones familiares. Goya casó con una hija de Bayeu cuyo estilo desarrolló; y el hijo de Bayeu, cuñado de Goya, pasa por ser el primer goyesco. O casos muy pintorescos, como el pintor yanqui Charles Wilson Peale, que tuvo un puñado de hijos e hijas, todas y todos pintores, a los que había bautizado premonitoriamente como Raphaelle, Rembrandt, Angelica Kaufman o Sophonisba Angusciola. 

Los dos Fortunys, Mariano Fortuny Marsal, que se había casado con una hija de Federico Madrazo, y Mariano Fortuny Madrazo, también eran padre e hijo; el hijo, además nieto de Federico Madrazo y bisnieto de José Madrazo, otro pintor. Cuestión de estirpe, supongo. El caso es, sin embargo que poco aprovechó al joven Fortuny la paternidad del Fortuny mayor, quien lo dejó huérfano a los tres años. No obstante también se dedicó al arte o, mejor dicho, a las artes, porque cultivó varias: dibujante, fotógrafo, grabador, diseñador de modas, escenógrafo, etc. No descolló en la pintura, en donde lo hizo su padre con una carrera brillantísima y de gran, aunque breve, fortuna y éxito social.

La Calcografía Nacional, instalada en la Real de San Fernando, expone una muestra de calcograbados de los dos Fortunys, pues tiene las correspondientes planchas, algunas de las cuales también pueden verse. La calcografía conoció buenos tiempos, antes de la llegada de la fotografía, que le arrebató la parte documental, de realismo, empujándola a la fantasía. Lo logra porque su resultado no está enteramente determinado por reacciones químicas sino que interviene decisivamente la mano del artista en los trazados previos.

Es buena idea contraponer las estampas de padre e hijo. El padre mantiene vivo un espíritu creador; al hijo se le nota mucho la tendencia más al género de arts and crafts. En Fortuny hijo influyó decisivamente Wagner y su idea del arte integral, casi como una revelación, como el efecto del padre que no había tenido. Viajó a Bayreuth, se impregnó del espíritu wagneriano y comenzó a pintar escenografías como las óperas de aquel. La exposición muestra una docena de estampas con ilustraciones del Anillo del Nibelungo que son muy interesantes, porque se apartan de las interpretaciones más habituales. 

dissabte, 24 de setembre del 2016

El código del honor

Estamos de enhorabuena los fans de Los siete magníficos, la película dirigida por John Sturges 1960. Con la nueva versión de Antoine Fucua, recién estrenada, vuelve esta preciosa leyenda de moral caballeresca. Aquellos siete magníficos de Sturges ya eran un remake de Los siete samurais, una película de Akiro Kurosawa, de 1954. El film japonés situaba la acción a mediados del siglo XVI, la época de los reinos combatientes, cuando imperaba el código Bushido o del guerrero que, en su versión romántica idealizada, venía a ser el equivalente oriental de la literatura caballesca occidental, el ciclo artúrico, el bretón. El samurai lo era por observar las virtudes caballerescas, justicia, valor, compasión, educación, honestidad, sinceridad, lealtad y autocontrol. Cuando el destino se le ponía en contra se quitaba de enmedio mediante el sepuku o harakiri.

La versión de Sturges echaba sus raíces en un pasado legendario, pero actualizaba la leyenda al Oeste americano del siglo XIX, en la raya con México. Obviamente hay una adaptación técnico-material inevitable. Por ejemplo, las armas blancas de los ronin, samurais libres pendientes de contratación, son sustituidas por las de fuego. Curiosamente, en el film de Kurosawa, los bandidos disponen de tres de las primeras armas de fuego, de avancarga. Y en el film de Sturgeon hay una sutil referencia al mundo de las armas blancas en la destreza en el manejo del cuchillo del personaje que interpreta fabulosamente James Coburn. Pero junto a la adaptación, había muchas referencias a los samurais y al código del honor y el relato seguía en buena parte el japonés, incluso en los lances amorosos. El espíritu caballeresco quedaba afirmado, a modo contrario, cuando los siete pistoleros aceptan jugarse la vida con muchas garantías de perderla, por veinte dólares. En el desarrollo hay frecuentes referencias a otro tipo de motivaciones y mucha sentencia. Pero, al mismo tiempo, la peli protagonizada por Yul Brynner, Steve McQueen y otros famosos del momento, tiene unos magníficos y muy chispeantes diálogos y algunos episodios memorables, que quedarán en la memoria del cine del Oeste, como el del enterramiento de un indio en el cementerio de un pueblecito tejano reservado solo a blancos.

La nueva versión se apoya mucho en la de 1960, tanto que reproduce en parte la banda sonora y trozos de diálogos. Pero cambia el contexto pues la acción ya no transcurre en Texas sino en California y no hay mexicanos en ella. Son colonos, mineros yanquies, pero sometidos al mismo expolio y la misma tiranía que los campesinos mexicanos en la versión anterior. La historia se ha simplificado y se ha americanizado del todo. Si la versión de Sturges estaba relacionada con los westerns de John Wayne o solo ante el peligro, esta otra es más al estilo de Sam Peckinpah y el grupo salvaje con elementos de "spaghetti western". El código del honor tiene aquí menos relevancia. Las cuestiones de la moral del guerrero palidecen frente a la vistosidad y espectacularidad de los tiroteos y las balaceras.

Pero, en cambio, la versión de nueva incorpora elementos llamativos de ruptura en el plano del metarrelato. Es como un deliberado intento de cuestionar las narraciones convencionales, dando entrada en esta al multiculturalismo en nombre de la necesidad de multiplicar las miradas, los puntos de vista y los relatos mismos. El protagonista, Dentzel Washington, es negro. Quizá por no otra razón que porque el director, Antoine Fucua también lo es. Pero hay otros elementos rupturistas. Uno de los siete magníficos actuales es un indio comanche con sus pinturas de guerra. Otro, un japonés experto, cómo no, con el cuchillo y vínculo lejano a la peli de Kurosawa.

La película desprende un tufo machista muy acusado. Solo una mujer tiene un papel de alguna entidad, aunque secundaria. Cuando menos no es como sujeto de un lance romántico sino de ardor guerrero. Queda la esperanza de que, así como Fucua ha roto el convencionalismo anglosajón, la siguiente versión, meta una o dos mujeres entre los siete magníficos. ¿Por qué no? La leyenda es eterna. Basta seguir con ella.

En realidad, da igual lo que hagan en las versiones. Gracias a su fondo de literatura caballeresca al más clásico estilo, la historia aguanta lo que le echen. Hasta ametralladoras. Con ellas se cierra el ciclo desde los mosquetes japoneses hasta las primeras armas automáticas. El episodio de la ametralladora, por lo demás, también remite a las escenas finales de Grupo salvaje.

Con tanto tiro hay poco tiempo para profundizar en los siete personajes. Tienen fuerza los tres "fuera de norma", algo también el mexicano y muy escasa los tres yanquis al uso. Irónicamente, los tres supervivientes son el negro, el mexicano y el comanche. Esto no lo hubiera tolerado el código Hayes, que no tiene nada que ver con el Bushido.

dilluns, 19 de setembre del 2016

Entre el pasado y el presente

La xerrada de Reus salió muy bien. Tuvo lugar en un salón del Palacio del Marqués de Tamarit en el puro centro. El palacio era propiedad del filántropo reusense, Evarist Fàbregas, que se había hecho millonario, al parecer, en negocios dicen las malas lenguas que non sanctos durante la Primera Guerra Mundial y postguerra. Quizá aguijonado por la conciencia lo donó a una sociedad obrera fundada a mediados del XIX de nombre Centre de Lectura, el de hoy. O quizá lo tenía por costumbre ya que era hombre poco convencional. Federalista pimargalliano, posteriormente republicano (de hecho, él proclamó la II República en Reus) fue también presidente de un comité revolucionario, nada menos, y alcalde de la ciudad por ERC. El centro es ahora un potente foco cultural con unas instalaciones típicas de ateneo cívico en el que, entre otras cosas, estaba prohibido todo tipo de juego. Porque era y es un centro cultural con una notabilísima biblioteca y no un casino. 

Cataluña tiene mucho encanto. Considérese: un círculo obrero dedicado a la cultura a mediados del siglo XIX, sito en un palacio de marqueses, donado por un millonario presidente de un comité revolucionario y miembro de ERC, en una ciudad en torno a los 100.000 habitantes hoy día. Patria de Prim y de Fortuny, el de los casacones. Una sociedad muy abierta y muy trabada.

Del contenido de la xerrada diré algo cuando suba el vídeo.

Al día siguiente, domingo, los amigos de Ómnium y la ANC nos había preparado un recorrido por la ruta del modernismo de Reus con una expertísima cicerona, Úrsula Subirá, especialista en historia del arte, nacida y criada en la ciudad, cuyos rincones, piedras, monumentos y recovecos conoce a la perfección. Hasta le echamos un ojo a la antigua judería, que siempre tiene su aquel. Hay que ver qué buena fama suelen dejar los judíos en los lugares en donde los habían tenido en guettos o de los que los habían expulsado.

El punto fuerte del recorrido, en realidad su inicio, era una visita a la casa Navàs, cuya fachada principal a la plaza del Mercadal ilustra el post. Es un edificio puramente modernista, por dentro, por fuera, en su parte privada y en la pública mercantil por cuanto es una vivienda no solo adosada, sino engarzada en un negocio textil. El textil Navàs. Es obra del arquitecto Lluís Domènech i Montaner, amigo y rival de Gaudí, a quien, por cierto, bautizaron y confirmaron en Reus, pero luego no lo contrataron como arquitecto por razones ideológicas. Reus prefirió a Domènech por ser más librepensador y republicano, quien también construyó algunas otras casas en la ciudad. Y la construyó para el adinerado matrimonio Navàs, propietario de la empresa textil. Los Navàs procedieron a derruir el edificio que habían comprado e hicieron construir esta especie de extraña fantasía en piedra, metal y vidrio con abundancia de mosaicos y reinado absoluto de la madera en el interior. Eran burgueses ilustrados, cultos, viajeros y de refinados gustos. 

El edificio luego derruido lo compraron a Eduard Toda i Güell, interesante personaje del último tercio del XIX y primero del XX, egiptólogo, diplomático, antropólogo, escritor que tuvo una vida muy variada, siendo descubridor de momias en Egipto y vicecónsul en la China, entre otros destinos. Según contó Úrsula, estuvo en París, presente en la firma del tratado del fin de la guerra de Cuba. Me dio por fantasear que podría ser el alto funcionario que inmortalizó Theobald Chartran en un cuadro en el que aparece firmando bajo la atenta mirada de otros dignatarios, obviamente el estadounidense, el francés y el grupo de españoles. Un momento dramático, solemne y amargo en la historia de España. Busqué su retrato por otra parte y creo haberlo reconocido en uno de esos asistentes, pero no el que con contenida congoja firma el documento. El cuadro es muy curioso y hoy cuelga en la llamada "Sala de los tratados" de la Casa Blanca, contigua al despacho oval.

La visita a la casa en sí misma es como un paseo por un interior de Alicia o de un cuento de Hoffmann. Desde el momento en que se traspasa el umbral no hay un centímetro cuadrado de paredes, suelos, techos, ventanales, muebles y resto de decoración interior que no sea rabiosamente modernista. Se admira mucho más, sobre todo cuando la muestra y explica una guia excepcional, Concha Blasco, familiar de los propietarios y que pasó en ella parte importante de su infancia. Realmente un privilegio porque aunque ella adoptaba una actitud de distanciamiento de guía, estaba hablando de los lugares y espacios en que había vivido. Y con tanto más mérito cuanto que lo hizo cargada con una hija bebé que ha empezado prontísimo a familiarizarse con el ámbito en que creció su madre.

Cuando una dueña, una propietaria, alguien que ha vivido en el lugar, lo muestra, transmite una vivencia muy distinta a quien lo hace por oficio, incluso aunque aquella también pueda hacerlo por oficio cuando quiera. La visita es un itinerario por multitud de espacios abigarrados, todos cargados de referencias y símbolos, salas, salones, patios, alcobas, galerías, dormitorios, cuartos de baño, cocina, comedor, despachos, vitrales, repletos de mobiliario de fantasía en maderas preciosas, taraceadas, con bajorrelieves, miradores, etc. Por cierto por ellos entraba la música de unos gigantes y cabezudos que bailaban fuera, como si la magia del lugar se prolongara en la plaza, antiquísimo lugar de mercado medieval. De inmediato hace presa en uno la sensación de que está en medio de una pura sinestesia, en donde los colores y las formas evocan sonidos armónicos. Que es justo el momento en que Concha recuerda que el modernismo profesa el concepto del arte total. Esas observaciones no tienen precio, son como síntesis de memoria, como fogonazos que trasmiten los que habitaron el lugar. Efectivamente, avanza uno envuelto en arte total. Hasta los cuartos de baño de los señores, con su complicada grifería y la cocina, con un fogón de los que llamaban "económicos", son modernistas.

Y cuando iba ya bien avanzada la visita, en la tercera planta, igualmente modernista, pero más humilde dado que eran aposentos de la servidumbre, la guía hace otra observación de radical intimidad: tras haber visto la casa entera en la que hay aposentos dedicados a casi todo, debe notarse que no hay ninguno dedicado a niños. Ella pasó la infancia en un lugar en el que no se suponía que hubiera niños en el mundo. El matrimonio Navàs no tenía hijos. En uno de los aposentos de la planta noble se ven dos fotografías de los dos cónyuges. Él, un caballero de abundante cabellera, poblado mostacho y cerrada barba con un gesto afable. Ella, una adusta matrona de severo porte. Produce tal impresión que se entiende muy bien otro comentario de la guía: a pesar de su apariencia distante, era en una realidad una mujer alegre y cariñosa. Casi parece como si hablaran las misteriosas palabras de la tribu.

En un velador perdido en una galería tropecé con un libro de poemas escritos por la abuela de la guía. Verso libre en catalán, de intenso lirismo inspirado por la casa y sus dependencias y transido de nacionalismo porque insiste en que los destinatarios de sus versos hablen catalán. El modernismo, en realidad, es un estilo nacional. Eso se ve en el patio interior de la casa, un amplio espacio al aire libre que cumplía y cumple la función de iluminar con luz natural cenital a través de unas claraboyas en el suelo el despacho al público de la tienda de textiles del piso inferior.Los textiles, ya se sabe, deben apreciarse a la luz natural. En las paredes del patio dos enormes murales de mosaico con dos temas fuertemente patrióticos: uno la flota que aparejó Jaime I para conquistar Mallorca en 1229 y el otro, una idealización del lugar en que fue asesinado en 1305 Roger de Flor, capitán de la Compañía Catalana, Gran Duque y Emperador y adalid de los almogávares. Los de desperta ferro!

(La imagen es una foto de Wikipedia, con licencia Creative Commons).

dilluns, 12 de setembre del 2016

Arte jondo

En el centro de Córdoba, en donde el Guadalquivir traza su curva, cerca de la Mezquita que los curas se han apropiado con la codicia que les caracteriza y algún día habrán de devolver, en la Plaza del Potro, se encuentra el museo Julio Romero de Torres. Contiguo a él, un Museo de Bellas Artes en el que lo más destacable son unas interesantes esculturas de Mateo Inurria.

La colección que alberga el museo de Romero de Torres, donada por su viuda y sus tres hijos, cuenta con las obras más conocidas del pintor, de forma que viene a ser como una especie de exposición antológica permanente y su visita, muy provechosa para hacerse una idea de conjunto de su personalidad y su espíritu.

Romero de Torres (1874-1930) fue un artista esencialmente cordobés. Conocía la pintura de su época, muestra algunas tenues influencias impresionistas y surrealistas, otras más fuertes simbolistas y, sobre todo expresionistas. Sus referentes más directos son Arnold Böcklin y, sobre todo, Franz von Stuck, el del grupo Sezession, de quien tomó toda una visión de la mujer, caracterizada por la fatalidad, la pasión, el destino y la muerte. No hay tanta carga moral como en el alemán, quien la identificaba sistemáticamente con el pecado y lo satánico con un aplauso generalizado en su época (fines del XIX), pero se reviste de los mismos tonos sombríos. Era tanto el paralelismo que von Stuck pintó su vez algunos personajes femeninos en estilo de Romero. Como lo haría Francis Picabia, que por cierto prácticamente lo imita.

Así que, cuando la copla dice que Romero "pintó a la mujer española", no hace justicia a la verdad por partida doble. En primer lugar, no pintó a la mujer española, sino a la cordobesa y el hecho de que el franquismo reprodujera el rostro del pintor y el cuadro de La Fuensanta en los billetes de 100 ptas. de 1953, solo responde a la tendencia de dar a lo andaluz dimensión española. En segundo lugar, tampoco pintó a la cordobesa, sino un prototipo idealizado universal de mujer como objeto del deseo y vaso del pecado al mismo tiempo, habitual en la tradición artística misógina del Occidente cristiano y llevada al paroxismo por von Stuck. Su Salomé le debe mucho y también algunos de sus desnudos (por ejemplo, la ofrenda al arte del toreo), aunque sin serpientes. El español, algo más imbuido de la luz, el sol y la alegría andaluza, daba a sus temas un aspecto ligeramente más amable, aunque dentro de su tradición tenebrista. Su tipo de mujer solía presentar los rasgos de un puñado de cordobesas, en concreto, su modelo preferida, María Teresa López, la que aparece en sus obras más famosas, singularmente en la Chiquita Piconera, la mejor para mi gusto. Y la última, antes de su prematura muerte.

El pintor cordobés tampoco podía sublimar su visión de la mujer con el grado de obsesión de von Stuck porque la completaba con otras dos: el cante jondo (del que era un auténtico fanático) y su amada ciudad al borde del Gualdaquivir. La presencia de esta, aun no siendo tan importante como en la pintura metafísica de Chirico, cuya influencia también se da en Romero, suele aparecer en los paisajes de fondo y, de modo patente en los numerosos carteles que pintó para fiestas y en honor de su ciudad a lo largo de los años. Carteles que estaban muy de moda en el modernismo a los que Romero añade su paleta más sombría y su visión trascendental.

Para él, Córdoba era más que una ciudad; era un concepto, un cruce de impulsos, fantasías, pasiones, sentimientos, poesía. Todo lo que aparece en una de sus más célebres, celebrados y problemáticos cuadros, Cante Jondo, que contiene sus típicos elementos símbólicos: Andalucía, la muerte, la mujer, el amor, el destino y todo ello como entorno de un crimen pasional, un asesinato por celos o, como diríamos hoy, un crimen machista. El cuadro es bueno, sombrío, angustioso, quizá algo sobrecargado pero plantea de inmediato la necesidad de relativizar la experiencia artística y preguntarnos si es posible formular un juicio estético cuando lo que el cuadro embellece, ennoblece y pretende poetizar es un acto tan inhumano.

Junto la Ofrenda al arte del toreo, el museo alberga el magnífico retablo de siete piezas, Poema a Córdoba, el título del de Góngora, que resume cuanto venimos diciendo. Los siete lienzos representan mujeres cordobesas, personificación de la ciudad a lo largo de la historia y en las distintas versiones que el pintor les ha atribuido, en alegoría a celebridades: Córdoba guerrera (el Gran Capitán), Córdoba barroca (Góngora), Córdoba judía (Maimónides), Córdoba cristiana (San Rafael), Córdoba romana (Séneca), Córdoba religiosa (San pelayo) y Córdoba torera (Lagartijo). No entiendo por qué no incluye una Córdoba árabe. Averroes se ha quedado sin su alegoría.

Los conservadores del museo señalan que Romero de Torres consiguió lo que pocos pintores logran: un estilo propio. Algo de eso hay, desde luego. Un estilo propio, quizá en la tradición tenebrista española con elementos míticos, que no tuvo muchos imitadores. Quizá el más famoso en la época y más peculiar fuera Jorge Apperley, el estrafalario inglés afincado en Granada hasta el comienzo de la guerra civil.

diumenge, 11 de setembre del 2016

Un castillo en España

La expresión española "castillos en el aire" se dice en francés "chateaux en Espagne". No estoy muy cierto de la razón, si la hay. Según parece, algún viajero gabacho despistado volvió a su país contando que en España no había castillos. Debió de ser muy antes de lo que se llama la Reconquista porque las fortalezas son tan frecuentes que la región más extensa de la península se llama Castilla, nueva o vieja, de arriba o abajo, del norte o del sur, pero castilla, abundante en castillos. Es igual: los franceses, más dados al racionalismo cartesiano que al empiricismo inglés, siguen pensando que los "chateaux en Espagne" son fantasías, ilusiones, quimeras, espacios inexistentes. Santa Lucía les valga.

Hay en España abundancia de castillos. Muchos de ellos muy bien conservados o restaurados con destreza, y pueden visitarse. Quien quiera más información, contacte con la Asociación Española de Amigos de los Castillos. Los hay de variados tipos y construcciones, con distintos orígenes políticos y hasta religiosos pero casi todos o todos son fortalezas de guerra. No hay en España esas mezclas de palacios y castillos como los "chateaux de la Loire" o los de los Cárpatos. Los castillos han seguido utilizándose con fines bélicos en nuestra bélica historia hasta la última guerra civil del siglo XX.

El castillo de Almodóvar del Río, a unos veinte Km de Córdoba, sobre un promontorio llamado, creo, la Floresta, es una fortaleza inexpugnable. Domina el valle, la llanura hasta Córdoba y, desde luego, el Guadalquivir que, cuando los bereberes lo construyeron, era navegable hasta la ciudad. La historia que narran las guías es sencilla: sobre un presunto castro romano, pues la zona era un oppidum, los bereberes construyen la primera fortaleza hacia 740, que luego se desarrolla hasta la imponente forma actual, sufre numerosas vicisitudes y pasa a manos cristianas con Fernando III en el siglo XIII, primero como villa de realengo, luego señorío de Calatrava y Santiago (vi la bandera de la primera, pero no de la segunda, aunque seguro que está), después me pierdo y por fin reaparece como herencia Rafael Desmaissières y Farina, XII Conde de Torralva, (1857-1932) quien ha dejado más huella en el castillo que los almorávides, los almohades y los cristianos. Lo dice él mismo en un vídeo: que la restauración del castillo se convirtió en la obsesión de su vida y, en efecto, a ella la dedicó, pues las obras duraron unos 36 años y él no llegó a verla acabada. Aunque, desde luego, se la había imaginado con todo lujo de detalles.

El hombre, un curioso personaje tranquilo, culto, desenvuelto, nos cuenta su propósito, sus proyectos en dos vídeos muy ilustrativos porque, en realidad, trasladó su personalidad a las piedras. Torralva era como un antiquijote, pero no en el sentido de ser sanchopancesco. Al contrario, compartía con Alonso Quijano la locura de vivir en el mundo de las caballerías, solo que, en lugar de hacer burla de ellas, como el de la triste figura, las veneraba. Y con otra diferencia, la caballerías quijotescas son del ciclo carolingio sobre todo, mientras que las de Torralva son del ciclo artúrico, porque el Conde era de formación inglesa. De hecho, al comienzo del primer vídeo nos muestra un monociclo que compró a finales del XIX en Londres, uno de aquellos con pedal a una rueda enorme pues aún no se había impuesto la cadena.

Es decir, visitar la fortaleza que los árabes llamaron al-Mudawwar, de ahí el nombre, es entrar en un castillo interpretado, incluso teatralizado. Desde luego, Torralva está por todas partes, en la disposición de los espacios, sus contenidos y las correspondientes explicaciones. Es como un escenario de un castillo feudal que aúna las escenas más reales, duras y hasta crueles con las idealizaciones más poéticas. La torre del homenaje, perfectamente restaurada, acoge toda la solemnidad de un juramento de vasallaje (las figuras están un poco raídas) base misma del orden piramidal medieval a escasos diez metros por debajo del suelo en que se encuentra un siniestro ergástulo con unos infelices aherrojados a las paredes. Fuera, en un espacio abierto, una reproducción de la roca en la que estaba clavada Excalibur por orden de Merlín, en espera del Rey Arturo. Tres vértices: la visión legendaria del poder, su articulación jurídica y su fundamento coercitivo. Más claro, agua. Encima, Torralva rodea la peña artúrica con una preciosa colección de espadas desde una falcata íbera a los sables de la restauración, pasando por todo tipo de modelos, algunos imitación de legendarios, como las Colada y la Tizona del Cid, la de William Wallace y alguna de los cuatro mosqueteros. Creo que también está la Balmung, igualmente clavada por Odín en un roble para que la sacara el predestinado, Sigmund. Pero que los árboles no nos hagan desconocer el bosque. Los tres vértices aparecen culminados por un ojo: la espada, símbolo del poder.

El resto de la visita depara sorpresas no menos agradables y divertidas. Torralva vivía en un palacete neogótico que había mandado construir muy al gusto de su época porque su buen juicio lo llevó no solamente a restaurar concienzudamente la mole bereber, lo cual está bien, pero es pura imitación, sino a incrementar el valor artístico del conjunto con el estilo propio de fines del XIX. En esos aposentos siguen residiendo los descendientes. Si no entiendo mal, el hijo de Rafael, actual XIII Conde de Torralva, hace visitas guiadas en ciertas ocasiones, en las que muestra sus aposentos privados. Por cierto, se viste en el mismo estilo que su padre en los vídeos. Imagino que lo representa y, en efecto, la visita es teatralizada.

La torre del homenaje es albarrana, está separada del cuerpo del castillo, unida tan solo por un pasadizo aéreo que, al parecer, era un puente levadizo de madera, para cuando, habiendo sido tomada la fortaleza, había que refugiarse en la torre. Ahora es de piedra. De hecho, las matacanas miran hacia el interior, el patio de armas, de donde podían venir los ataques. Desde el punto de vista del Conde, podían habérselas ahorrado porque creo haberle oído decir en el vídeo que la fortaleza nunca había sido tomada. Y no estoy muy seguro de eso porque no se compadece con la leyenda de la hermosa Zaida a la que el propio Torralva de pábulo con el ilustrado y comercial propósito de dotar al castillo de su correspondiente fantasma. Encerrada por los almorávides en la mazmorra, Zaida murió de amor y tristeza cuando su amante, príncipe Al-Mamún de Córdoba, no pudo rescatarla porque lo mataron antes. Desde entonces su figura blanca recorre una vez al año los pasillos del lugar gimiendo. Pero, ¿no quiere eso decir que la fortaleza había sido tomada?

Hacen bien los Condes de Torralva en animar, dar vida al castillo. Por cierto, en una de las salas, para ilustrar la inexpugnabilidad de la plaza, se representa un sitio, supongo que de los almorávides, con movimiento de tropas y mucho aparato de catapultas de uno y otro lado, lanzando vistosas bolas de fuego. Me trajo a la memoria aquel curioso tío carnal de Tristam Shandy, especialista en fortificaciones y sitios del siglo XVII en el que vivía. Sterne tenía un punto cervantino muy fuerte.