He perdido la cuenta de los nombres que ha tenido el 12 de octubre a lo largo de la historia, según los regímenes políticos. Ha sido día de la Hispanidad, día de la Raza, día Nacional, como es ahora mismo, en el minimalismo españolista actual. Siempre fue, además, día de la Virgen del Pilar, Matrona de Zaragoza, de la Guardia Civil y Capitana General del Ejército español por RD de 1908. No se crea que la manía de otorgar distinciones policiales, militares, guerreras, tan acordes con su condición, se limita a las extravagancias de las autoridades actuales. Viene de antes. Y lo mismo sucede con el correspondiente desfile que, además, durante años, se llamó "Desfile de la Victoria", prueba del ánimo conciliador de la Dictadura.
Los efectivos que desfilan entre fervorosos vivas y mueras del público nacional han sido pruebas de la modernización de las invencibles FFAA españolas. Desaparecieron los pintorescos moros de la "guardia mora" de Franco, que parecían sacados de El ladrón de Bagdad. Todos los cuerpos y armas desfilan con uniformes nuevos y relucientes y armamentos de última generación.
La única que sigue fiel a sí misma, con el relevo lógico que ordena la madre naturaleza, es la cabra, mascota de la legión, símbolo de su espiritu, ese que se condensa en la castellana expresión de "estar como una cabra" o en el lema de la Universidad Nacional Autónoma de México, tomado de José Vasconcelos, "por mi raza hablará el espíritu" y convertido ahora, more hispano, en "por mi cabra hablará el esspíritu".
El rey de España saluda al animal para olvidar la amarga felonía de sus súbditos catalanes, que reniegan de él y de la institución que tan dignamente representa. Ese episodio ensombrece la celebración de la gloria hispana y atribula de tal modo a los mandatarios del régimen que les hace perder la cabeza al punto de que un republicano de toda la vida como Pedro Sánchez, perdió de vista su condición de plebeyo y se situó a la par con la pareja real con la suya, como si fueran familia de la dinastía.
Un divertido traspiés protocolario en el que se centraron los medios, dejando menos espacio a tratar qué respuesta darán el gobierno y el Estado ante la osadía infinita del Parlament. La encendida indignación de Sánchez en su primera reacción que, ya se sabe, es la sincera, se ha visto moderada por consideraciones de conveniencia. Tras invocar el Tribunal Constitucional, repara en que no siendo proposición de ley, no ha lugar a recurrir. Le echa una mano Alberto Garzón, poniéndose aparentemente crítico con él y acusándolo de extralimitarse pues, dice, al fin y al cabo, la declaración del Parlamento catalán es "política". Quiere decir, "de pacotilla" ya que él tampoco está dispuesto a admitir que la petición de abolición de la monarquía vaya adelante.
Por eso, más sereno, Sánchez habla de otro tipo de acciones ya que el Parlament no tiene competencia para determinar la forma del Estado en España. Esta brillante idea, seguramente, se la ha soplado su vicepresidenta Calvo, profesora de derecho constitucional para quien en Escocia no hubo un referéndum pactado y, además, en el mundo ya se ha abandonado la idea de que lo mejor para garantizar la libertad de expresión es no aprobar ley alguna que la regule y que, para atender a los posibles daños que se produzcan, ya está el código penal.
Por descontado, todo esto son pamemas con las que se trata de restar importancia a la reprobación parlamentaria de la monarquía, que la tiene y mucha. Claro que la declaración es un acto político. Un acto político en sede parlamentaria que es en donde se hace la política. Sede parlamentaria republicana, incompatible con un régimen caduco, antidemocrático y... caprino.
No importa. El gobierno tragará lo que sea y hará lo posible por no antagonizar más a los indepes. Naturalmente que el Parlament no es competente ni por asomo para decidir si España es o debe ser una monarquía o una república soviética. No lo es dentro del marco legal que el gobierno dice respetar a toda costa. Pero Catalunya está gobernada por una mayoría empeñada en romper ese marco legal pacífica y democráticamente y, en consecuencia, considera que sí, que el Parlament catalán es soberano y puede pronunciarse sobre la jefatura del Estado.
Frente a esto solo se puede responder con el caballo de Pavía en forma de 155, cual urge la derecha una en intención y trina en formación o callarse y mirar el paisaje, como aconseja Podemos, socio del gobierno, que prefiere quedar en la penumbra en este incómodo episodio de monarquía-república. Y el gobierno parece haber decidido un curso intermedio y mixto: entre la violencia y la negligencia, unas clasecitas acerca de las competencias de los órganos constitucionales en el ordenamiento español.
Es de esperar que le duren lo suficiente para aprobar los presupuestos generales, para lo que necesita los votos de uno de los dos partidos independentistas, razón por la cual ha decidido no ponerse amenazador sino solo aleccionador. Y este va a ser el momento de la verdad para todo el mundo. Los indepes, en principio, votarán en contra de loss presupuestos si no se libera a los presos políticos. La coalición de la izquierda, contraria a la liberación, argumentará que si los indepes rechazan las cuentas, irán contra políticas sociales que harían justicia a las clases populares.
Cabe formular este dilema más claramente: si los indepes deben apoyar medidas de una incierta justicia social general al precio de tolerar la injusticia cierta que está cometiéndose contra seres humanos concretos con nombres y apellidos, privados de sus derechos durante un año, de momento. La única forma que tienen los indepes de que el gobierno y el Estado se tomen en serio su caso es votar contra los presupuestos.