dissabte, 11 d’agost del 2018

La cuestión de fondo

Todas las opciones están abiertas. Las declaraciones del MHP Torra, a raíz de una entrevista con Mr. Salmond, son inequívocas y, por ello, suscitan sentimientos encontrados en sectores muy diversos. Para unos, llamémoslos "radicales", está haciéndose mercadeo con la República y asoma la puta y la ramoneta. Para otros, "moderados", se reincide en la posición maximalista de la independencia. Entre medias todos los demás, rumiando distintos grados de alarma. A los "radicales" les ronda la sospecha de si la opción planteada por Torra es tan innegociable como la insistencia en la república tan solo. A los "moderados" tiene que chirriarles el hecho de dar por seguro que república sin referéndum y referéndum sin república lleva a lo mismo: República Catalana independiente. De eso habla Torra y, por cierto, con toda claridad. Claridad celestial porque vislumbra una República española en fraternas relaciones con una República Catalana. Y eso, en España, no solo está por ver sino por barruntar.

Se da por descontada la negativa del gobierno español a aceptar la oferta. No le gusta nada. Lógico. Inviertan la oración condicional en negativo y se entenderá por qué el gobierno no puede (aunque quisiera, que no es el caso) aceptar la dicotomía de Torra: "Si el gobierno no acepta el referéndum, Torra ve razonable no aparcar la República". Esta evidente posición imposible de un gobierno sin proyecto choca con la permanente iniciativa de otro a la cabeza de un movimiento que no se detiene. Con unos partidos políticos que discuten mucho entre ellos pero mantienen la unidad de acción frente al adversario común, cosa que lo desorienta. 

Si a la situación descrita se añade el desbordamiento por la derecha, con bandas de provocadores y matones, tratando de desestabilizar Catalunya bajo la dirección populista del nuevo fascismo hispano, se entiende que desorientación es poco. El gobierno está ensimismado, que diría Ortega, y solo se escucha a sí mismo, lo cual es lamentable porque no sabe lo que dice.

El fracaso de la enésima aventura imperial de España tiene dos facetas, una de apariencia y otra de fondo. La de apariencia se refiere a la imagen que las dos partes del conflicto han dado frente al mundo, singularmente, Europa. La victoria del independentismo ha sido abrumadora al imponer su relato de minoría nacional que lucha por su emancipación democrática y pacíficamente frente a un Estado que, en su tayectoria y, sobre todo, su respuesta al proceso, ha demostrado no ser un Estado de derecho al uso europeo. El fracaso de España en su relato es tan profundo, evidente, tiene rasgos tan cómicos y trágicos que los gobernantes echan mano de la "leyenda negra" como en los gloriosos días de Julián Juderías. No se habla ya de la conspiración judeo-masónica de la Antiespaña porque no se lleva; pero sí de la tradicional tirria de los países protestantes a la católica nación y, por supuesto, la cochina envidia que los corroe por no haber sido ellos quienes descubrieran América y la evangelizaran.

La astracanada de una persecución política disfrazada de proceso judicial ha paseado por el país y el extranjero un baúl de farándula repleto de togas y puñetas; la Audiencia Nacional o justicia de un solo ojo; el Supremo, más como el de Roa Bastos; las euroórdenes de quita y pon; la trifulca con los tribunales alemanes y belgas; la citación al juez Llarena en Bélgica, sin duda a ver si de viva voz se le entiende algo; la intervención del gobierno de Sánchez con una gestión cerca del ministro correspondiente que recibió el correspondiente y educado bufido protestante de que en Bélgica, aun siendo muchos los católicos, rige la separación de poderes y la justicia es independiente.

Lo interesante es el asunto de fondo, el que explica por qué la causa independentista triunfa y la unionista fracasa. Porque los independentistas dicen la verdad y eso les da mayor fuerza, y los unionistas dicen la mentira, lo que se la resta. Ambos aseguran coincidir en un punto esencial: el conflicto ha de resolverse por vías democráticas que podrán ser como quieran pero algo deben compartir: el resultado se acepta porque es vinculante. El independentismo admite de antemano todos los resultados posibles de un referéndum con garantías en el que una de las opciones sea la independencia. Acepta, incluso, la vuelta al autonomismo o al régimen del general Primo de Rivera si alguien lo propone y la mayoría lo vota. Esa es su fuerza moral.

El unionismo en general y el gobierno en concreto no tiene tal cosa. Al contrario, tiene un déficit moral tan grande que lo paraliza. Porque acepta de palabra la solución democrática, pero no que el resultado pueda ser la independencia. No admite en los hechos lo que afirma en las palabras. Incluso está por ver que acepte un referéndum en el que la independencia sea una opción. En todo caso, como no piensa respetar el resultado si esta triunfa, que figure o no es indiferente. Y ¿cómo puede negarse a respetar el resultado? Sencillamente, ignorándolo, como ya hizo con las elecciones del 21 de diciembre de 2017. El referéndum no será vinculante; todo lo más, consultivo. 

La cuestión es de fondo y no tiene arreglo salvo con el respeto a la voluntad de los catalanes, debidamente expresada en una consulta libre, legal y vinculante en la que una opción sea la independencia.

Parece mentira que el unionismo, sus faros preclaros, sus inflamados medios y sus políticos zaragateros sean incapaces de entender que la única posibilidad que les queda de retener a Catalunya es respetar la voluntad de su ciudadanía. Sea la que sea.