El mismo juez que retrasa 24 horas la suspensión de cargo electo para no interferir en las conversaciones políticas entre Sánchez y Torra es incapaz de ver que, declarando en rebeldía a Carles Puigdemont, en realidad, pone en rebeldía a la mayoría del pueblo catalán, que votó por aquel, en definitiva, a la propia Catalunya. Su sensibilidad política está en sintonía con el gobierno y solo con el gobierno. El pueblo catalán es una ficción y, ahora, una ficción rebelde.
La declaración de rebeldía de Puigdemont viene bien al juez porque es lo que más se aproxima a ese delito de rebelión que se ha inventado y no consigue probar por falta del elemento constitutivo esencial, la violencia. Y, ciertamente, si rebelde es Puigdemont, rebelde es la mayoría que lo ha votado. Es más, la rebelión consiste precisamente en esa votación. Un rebelde, al fin y al cabo, es uno que se ha rebelado; o sea, que se ha alzado o intentado alzar violentamente, que ha cometido o intentado cometer el delito de rebelión. De forma que, como dijimos unos posts más atrás, la instrucción no estará acabada en tanto no se procese asimismo a los dos millones trescientos mil votantes de los que, por lo demás, consta nombre, apellidos y domicilio.
Vaya por donde vaya esta lamentabilísima causa, burla de todos los procedimientos judiciales imaginables, acaba siempre en una situación insostenible y ridícula. Si votar es un delito, los votantes son delincuentes. Preparen campos de concentración. Es ridículo, ¿verdad? Pues más lo es que el presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, Lesmes, pida explícitamente al gobierno de Sánchez que defienda al juez Llarena ante la justicia belga para "salvar la integridad de la acción del Estado" y porque la demanda no es civil, sino que afecta a "decisiones soberanas" del Estado español. ¿Suena? ¿Es preciso seguir? Los jueces españoles piden al gobierno que interfiera en la acción de la justicia belga en función de razonamientos puramente políticos, invocando la razón de Estado del ambiguo jesuita Botero, quien reconocía que no era sino "razón de intereses". Cuando los jueces anteponen los intereses de Estado a la justicia faltan a su vocación y, si, como es el caso ahora, no consiguen su objetivo, vuelven a quedar en ridículo.
Estos son los que dicen que no hay presos ni exiliados políticos, que son políticos presos. O sea, como Zaplana, Matas (de quien nunca sé si está fuera o dentro), Urdangarin, etc. Llamar con el mismo nombre a esta gente y a quienes están en prisión por sus convicciones es una desvergüenza.
Falta por conocer la sentencia del tribunal de Schleswig-Holstein sobre la extradición de Puigdemont, el rebelde. Hasta ese momento, que está al caer, será bueno contener la impaciencia y no debatir opciones sin fundamento. Aunque se espera una negativa a la extradición, no se debe ignorar la inseguridad de la fortuna en las cosas humanas. Algo sí está claro: sea cual sea la decisión, la estrategia independentista no variará; pero sí lo hará necesariamente y mucho la táctica, según que Puigdemont sea detenido para extraditar o puesto en libertad. Entre tanto, cada cual afine su táctica para ponerla en práctica apenas se pronuncie la justicia alemana.
Porque de eso se trata, de implementar la República catalana según mandato del 1º y el 27 de octubre de 2017. De la asimétrica y muy previsible reunión de Sánchez y Torra no salió nada ni podía salir. El Estado no negocia porque no tiene nada que negociar y porque cree que, si hace un referéndum, lo pierde; cosa bastante probable. No tiene margen de maniobra y está a la defensiva. Su única esperanza es que su adversario se divida y fracase; no ganarlo ni imponerse a él. Sabe que no puede ganar; esspera que el otro pierda.
Por su lado, Torra mantiene el compromiso del mandato del 1-0 y conserva la iniciativa política. Conservada expresamente la unidad de acción, el margen de esta es muy amplio, pero a costes variados. Tal será el cálculo que sea preciso hacer al decidirse por una u otra opción: el coste. A la vista del que los políticos están soportando y el que los votantes han arrostrado, el umbral del coste es muy alto. Tanto que el Estado español quizá no pueda infligirlo.
Llegados aquí, un país declarado en rebeldía por un juez debe culminarla y, como Napoleón ante Pío VII, coronarse a sí mismo con la independencia, como pueblo libre.
Nada ilumina más el paso de la historia que los pueblos rebeldes.