Aquí mi artículo de ayer en Berria, titulado Sánchez y el mito de las dos Españas. Prácticamente la gozosa inauguración del nuevo gobierno de Sánchez ha coincidido con la dimisión de su ministro de cultura, una adquisición reputada muy original porque introducía un elemento nuevo en el casacón de la vieja política. Muchos lo aplaudieron y, luego, aplaudieron su dimisión como una muestra de transparencia, sensibilidad, etc. No es mi caso, ni en lo primero, ni en lo segundo. A reserva de que el amigo Huerta tenga algún mérito oculto, por sus tuits, sus declaraciones y alguno de sus escritos (sin contar el pegajoso mundo de la imbecilidad televisiva en que trabaja y, supongo, seguirá trabajando), este hombre me parecía pintiparado por lo que hacía, pero no para ser ministro porque, con todo su desparpajo, es un estúpido vanidoso. Su dimisión y sus justificaciones son las de un vanidoso estúpido y engreído. Han consistido en culpar de su fraude a Hacienda a todo el mundo menos al único responsable, que es él mismo.
Pero esto no es más que un indicador de que Sánchez ha compuesto un gobierno con no mucha más altura intelectual que el de M. Rajoy, tan de derechas y tan catalanófobo como aquel. El juicio completo de Palinuro sobre estos socialistas que no tienen nada de socialistas pero sí de muy y mucho españoles se encuentra en la versión en castellano:
Sánchez y el mito de las dos Españas.
El nuevo gobierno servirá para dilucidar una cuestión siempre viva: ¿son los gobiernos de turno de la oligarquía dominante los incompetentes o es el Estado mismo el que no tiene remedio porque es un Estado fallido? Durante los últimos tiempos de Rajoy, mucha gente de la sedicente izquierda socialdemócrata insistía en distinguir entre el Estado español y el PP y afirmaba que, una vez liberado el país de aquella asociación de delincuentes, las cosas cambiarían y España retornaría al sendero de los Estados democráticos de derecho.
Por supuesto, la doctrina oficial del gobierno de Rajoy y sus voceros (jueces, periodistas, intelectuales, banqueros) ya daba por supuesto que España es un Estado de derecho en todo homologable a los del entorno europeo, criterio que comparte la izquierda. Al decir que, cambiando el gobierno, el país retornaría a su condición de Estado de derecho, esta acepta la doctrina de la derecha y retorna al mito de las “dos Españas”, una reaccionaria y nacional-católica, de la derecha y otra liberal, progresista y socialista de la izquierda.
El mito es una patraña. De los doscientos años de historia que tiene, solo en los escasos seis que duró la II República tuvo algo de verosimilitud. El resto se ha repartido entre gobiernos reaccionarios, a veces larguísimas dictaduras militares y breves interregnos en los que ha podido gobernar a medias una izquierda pusilánime, sometida a la vigilancia de la derecha. Ni Felipe González ni José Luis Rodríguez Zapatero hicieron políticas consecuentes de izquierda en cuestiones esenciales de modelo productivo, redistribución de recursos, etc. Véanse los latifundios en Andalucía. Sí tomaron ambos gobernantes medidas en campos sobre todo ideológicos, de costumbres y moral: derechos de minorías, libertades, paridad, ampliación de las políticas sociales de todo tipo.
Nada que pusiera en peligro la estructura de poder de la oligarquía nacional-católica, compuesta por la alianza de banqueros, empresarios y terratenientes. Una estructura sostenida por el ejército que sigue sin despolitizar y la iglesia, financiada por todos los contribuyentes, siendo ambos, iglesia y ejército, Estados dentro del Estado. No hay “dos Españas”; hay una sola, nacional-católica, reaccionaria, clasista, atrasada y caciquil que, ocasionalmente, se deja gestionar por una seudoizquierda timorata más temerosa de la izquierda radical que del fascismo.
Queda por ver si el nuevo gobierno será capaz de romper los moldes o si repetirá la enésima entrega de los ideales de la izquierda a la derecha. Tiene por delante los consabidos cien días pero está claro, por lo que cabe entrever, que van a sobrarle más de noventa para poner el gobierno al servicio de los sempiternos caciques y los oligarcas.
La seudoizquierda española tiene muchos elementos en común con la derecha pues absorbe su doctrina a partir del catolicismo, el autoritarismo, el clasismo, etc. A ellos se une ahora el del patriotismo ante la amenaza de la disgregación del cortijo a manos del independentismo catalán. Aunque la izquierda no suele participar de estas posesiones, su espíritu patriótico, venido del recuerdo del imperio que los siglos se comieron sin que los descendientes de los conquistadores acaben de entenderlo, la convierte en sumisa gregaria del vociferante y fascista nacionalismo español.
En verdad, sola la composición de género del nuevo gobierno es motivo de aplauso sincero. Once mujeres contra cinco hombres muestran una voluntad real y decidida de avanzar hacia la completa emancipación femenina. Pero el resto son sombras. El gobierno muestra aquí una vez más el prurito de la seudoizquierda de caer bien a la derecha, a los militares, los curas, los banqueros, los capitalistas y los puros fascistas españoles. Y en el caso específico de Catalunya, no es que haya entrega a la derecha. Es que los ministros nombrados traen un historial que deja chicos a los más catalanófobos del gobierno de M. Rajoy.
Borrell es un catalán furibundamente antiindependentista, cercano a la asociación SCC que se entiende tan ricamente con las bandas de provocadores de la extrema derecha; Marlaska, un juez de derecha a ultranza, con un historial de inacción frente a la tortura o de connivencia con las mayores tropelías del PP como el accidente del Yak 42; Robles, adversaria del derecho de autodeterminación que razona como el PP; Ábalos, claro avalista del 155, como lo fue el propio Sánchez; Huerta, un gran insultador de independentistas.
Queda claro ante Europa que el nuevo gobierno de Sánchez no se diferencia en nada del de M. Rajoy en lo referente a Catalunya que es el asunto más importante que hay en España. La negativa a un referéndum pactado de autodeterminación es cerrada. La alternativa es perpetuar un régimen de dictadura de hecho a través de la renovación del 155, con más presos y exiliados políticos y al que seguirán llamando “Estado de derecho”.
Será el momento de la mediación exterior en un conflicto que el Estado no puede resolver civilizadamente.