La sentencia del Tribunal Constitucional, que ha tardado cinco años (notorio el diferente ritmo de los procesos, según se trate de cosas del PP o del independentismo catalán), está haciendo polvo los inverosímiles equilibrios que va trabajándose el gobierno, cada vez más acorralado en todos los frentes, especialmente el judicial.
La anulación del decreto-ley, un asunto meramente formal, dice Hernando, revela que algo hicieron mal. Lo reconoce, aunque tiene disculpas por la dificultad del momento. Lo llama "errores" pero el TC viene a decir que se atentaba contra el deber constitucional de contribuir todos al mantenimiento de lo público según varios nobles principios, entre ellos el de la progresividad. Y aquí se consagraba la regresividad. No son errores. Son medidas inconstitucionales. Adoptadas por un gobierno que se pasa la vida esgrimiendo la Constitución contra el independentismo catalán, como si fuera una maza.
Además de reconocer un error, el portavoz afirma que la dimisión de Montoro está en las manos de Montoro. Ciertamente la de todos los Montoros y los Monbueyes y las Monvacas del mundo y la de todo quisque. El que no dimite es porque no quiere. Incluso los despedidos a puntapiés, pues siempre pudieron dimitir antes. Lo que se quiere decir con esta esquinada fórmula es que el gobierno no ratifica su confianza en Montoro y no vería con malos ojos que causara baja voluntaria. Al fin y al cabo, el hombre ya cumplió su objetivo, que era amnistiar a los suyos y mantener sus identidades en secreto, ignoro en virtud de qué atribuciones que podrían ser hasta la aplicación de la Ley sobre Secretos Oficiales.
El problema del gobierno, ahora es cómo hacer frente a la creciente presión para que se publique la lista de los beneficiarios de esa amnistía inconstitucional que el Tribunal Constitucional ha constitucionalizado en beneficio de los dafraudadores porque ancha es Castilla.