No sé cuántas versiones cinematográficas se habrán hecho de Madame Bovary; por lo menos diez o doce, entre las que se cuentan obras de maestros del cine, como Renoir, Minnelli o Chabrol. Un indicador indiscutible del permanente interés de esa novela y un recordatorio de qué difícil es plasmarla en un film. Puede que imposible.
El interés proviene de la naturaleza literaria de la historia. Flaubert tomó pie en un hecho real (una mujer se casa con un médico y, al poco tiempo, se suicida), poco más o menos como Stendhal había hecho con El rojo y el negro. Pero hay más referencias en el origen de Bovary que en el del joven Sorel stendhaliano. Está Balzac, que veinte años antes, había tocado el mismo tema en La mujer de treinta, que incluyó en las escenas de la vida íntima de la Comedia humana. Y conocida es la gran influencia de Balzac sobre el autor de La educación sentimental. Más, incluso que una influencia; casi una obsesión. Emma Bovary, voraz lectora de novelas románticas, como don Quijote de caballerías, lee mucho a Balzac. Un elemento este -el de la imaginación literaria- que la directora de esta nueva versión, Sophie Barthes, prácticamente no toca y es uno de los defectos de su película. Tiene otros.
Pero, ¿cuál es el tema que trata Flaubert y, antes de él, Balzac y tanto interés suscitaba que Madame Bovary fue objeto de una querella judicial por ultraje a las buenas costumbres de la que Flaubert salió absuelto, a diferencia del pobre Baudelaire que, en el mismo año, fue condenado por lo mismo? El adulterio. Madame Bovary es una de las grandes novelas del siglo XIX, el siglo de la burguesía triunfante, el de los valores solidos, tangibles, la estabilidad, la familia, la empresa, el orden social, las buenas costumbres, las apariencias, la honorabilidad. De pronto, sin embargo, ese orden social tan seguro de sí mismo, descubre que tiene un punto débil, un punto por el que todo el edificio puede desplomarse: la fidelidad conyugal. Y no la del marido, por la que nadie pone la mano en el fuego, sino la de la esposa, elemento crucial a la hora de asegurar la legitimidad de la descendencia para garantizar la transmisión del bien que caracteriza a la burguesía por encima de todo, esto es, la propiedad privada. La propiedad privada no se comparte y, ante ella, la esposa es como el mosquito anofeles: un puro vehiculo. Pero el vehículo ha de estar limpio. El adulterio fue incorporado a todos los códigos penales como delito (y de consecuencias diferenciadas según de qué conyuge se tratara) para que el orden público se hiciera cargo de los vicios privados. Y eso que el siglo había comenzado muy fuerte, liándose la manta a la cabeza, por así decirlo, cuando el Código Napoleón prohibió tajantemente toda investigación de la paternidad. Ojos que no ven. La literatura gira en torno a este tema durante todo el siglo, de Balzac a Lepoldo Alas, pasando por Oscar Wilde, Strindberg o el Tolstoy de Ana Karenina.
De eso va también, claro es, este adaptación de Barthes, básicamente correcta, bien filmada, con oficio (aunque parece que es el segundo o tercer trabajo de la directora), con cierta elegancia, pero sin espíritu, sin brío, morne, que dirían los franceses. Que los dioses me perdonen pero da la impresión de que la directora con quien empatiza es con el marido, el manso y limitado Charles Bovary. Emma es atacada por el spleen baudeleriano; Charles ni eso se plantea. El guión ha entrado a saco en la trama y ha suprimido dos personajes de cierta relevancia: Rodolphe Boulanger, el libertino, primer amante de Emma (al que funde con el Marqués de Andervilliers) y Berthe, la hija de Emma y Charles a quien su madre no presta la menos atención y por la que no siente ningún afecto. Ciertamente, de este modo, la historia queda reducida a su mínima y directa expresión: joven con la cabeza llena de fantasías, casada con un médico raté de aldea, insatisfecha, que va buscando emociones y encadena los adulterios en busca de algo que no tiene, mientras se deja atrapar en las redes de un usurero que, al final, ocasionará su desgracia.
He visto unas declaraciones de Barthes afirmando que ha leído Madame Bovary muchas veces, que le fascina el personaje y que es bipolar como, según ella, lo es Flaubert. Su interpretación de Emma (por cierto, muy bien representada por Mia Wasikowska) es lineal, pobre, convencional y si acaso, eso, dicotómica, entre una mujer ingenua y una especie de presuntuosa despilfarradora. Que tampoco es que sea injusto con el contenido de la obra. En buena medida, Madame Bovary es también un relato moralizante con la ética burguesa al estilo de Hoggarth y los posteriores moralistas victorianos: la virtud, el vicio, el lugar de la mujer, el qué dirán, la reputación, etc.
Pero la obra de Flaubert no es solo eso, ni muchísimo menos. Precisamente, esa supresión de los dos personajes mencionados, Boulanger y Berthe, eliminan dos facetas que componen la compleja personalidad de Emma: puede caer víctima de un superficial donjuán y carece de sentimientos maternos. Y esa es la cuestión, la clave del fracaso de esta respetable (pero inmensamente aburrida) película y, quizá de todas las versiones anteriores: Emma Bovary es un personaje literario extraordinario, con elementos quijotescos evidentes (señalados por el propio autor que decía saberse el Quijote de memoria) en sus lecturas y ensoñaciones y, como pasa con esos personajes, es un cúmulo de contradicciones, matices, negaciones y afirmaciones. No hay una Emma Bovary. Hay tantas como lectores.
Y ahí está también, quizá, la explicación del problema. Es muy difícil, probablemente imposible, como señalaba antes, querer ser fiel al relato flaubertiano y hacer una buena película porque, precisamente, la discoincidencia de lenguajes -el literario y el cinematográfico- es máxima. Un ejemplo: Flaubert nos explica cómo y cuánto se aburre Emma en la aldea; Barthes tiene que mostrárnoslo y lo que consigue es que la aburrida sea su película.