dilluns, 3 de febrer del 2014

¿Tiene historia el arte?

Valeriano Bozal (2013) Historia de la pintura y la escultura del siglo XX en España Madrid: Antonio Machado. Vol. I: 1900-1939 (295 págs.). Vol. II: 1940-2010 (457 págs.).


En algún lugar de este documentado estudio sobre la pintura y la escultura españolas del siglo XX se da cuenta de cómo un puñado de artistas, más o menos partidarios de la dictadura de Franco (aunque también los había del "exilio interior") quiso poner en marcha un grupo o tendencia, una de esas extrañas fraternidades a que tan dados son los artistas, quizá para compensar el carácter radicalmente individualista de la actividad creadora. Eligieron el nombre de Altamira. En parte, la intención apuntaba a ese espíritu nacionalista que alentaba en todas los postulados ideológicos de aquel régimen tiránico, genocida y corrupto. Y, desde luego, resultaba más ambicioso -si bien menos duradero- que el elegido por sus colegas literatos de profesión política con la revista Escorial. En ambos proyectos se trataba de sintetizar en una palabra la idea de las profundas raíces históricas de España, la continuidad del genio creador de una raza que, en el caso de los artistas plásticos, se hacía arrancar del paleolítico mientras que en el de los ideólogos de la palabra (los Camón, Tovar, Ridruejo, etc.) se situaba en la época de mayor esplendor del Imperio.

Pero lo que los dos intentos ponen de relieve es la interesante cuestión de si cabe hablar de una historia del arte, esto es, una consideración de la actividad artística como un discurso, un desarrollo o progreso, una construcción acumulativa con unidad de sentido, como cabe hablar del desarrollo de la química o la medicina, por ejemplo o solo puede concebirse el arte de forma simultánea, como manifestación de una actividad creadora que empieza y acaba en sí misma y que, si bien ocasionalmente, acusa influencias de otras épocas o tendencias (no necesariamente las más próximas en tiempo y lugar) es autónoma y autosuficiente porque contiene en sí misma todo su pasado. Es algo parecido a esa disyuntiva que suele plantearse en la pintura entre las formas narrativas (propias de la Edad Media y primer Renacimiento) y las simultáneas.

Se trata de un tema que desborda el intento del ensayo de Bozal quien, con muy buen criterio, ni lo plantea. Obviamente, si nos atenemos a ese concepto estrecho de historia como discurso causal, la del arte no existe. Pero tampoco la de la literatura, la filosofía o la política. Las obras de los seres humanos no tienen historia pues en todas ellas se contienen todas las demás, igual que cada individuo concreto lleva en su interior a todos los demás. Toda ontogénesis comprende una filogénesis y a la inversa. En realidad, si entendemos la historia en una perspectiva historicista, esto es, como un programa sometido a unas normas o "leyes", tanto si  se postula un proceso teleológico como si no, nada humano es histórico y esta idea de la historia solo existe en la cabeza de quienes creen en ella.

Resultaría así que, paradójicamente, solo existiría lo que la antigüedad clasica llamaba la historia natural, la historia de la naturaleza, lo cual no tiene mucho sentido salvo que por tal se entienda la historia del modo en que los seres humanos comprenden la naturaleza, esto es, acumulan el conocimiento sobre ella. Una historia que, por su esencia, se reduce a la mínima expresión del beneficio de inventario, el del conocimiento del pasado. Este, sin embargo, es imprescindible en el conocimiento no experimental, humanista, social, artístico, filosófico. Es obvio que nada de cuanto los hombres producimos hoy puede entenderse cabalmente ignorando el pasado, conocimiento que, sin embargo, no garantiza la comprensión del presente ya que, por mucho que respetemos a Vico y los historicismos posteriores, las supuestas "leyes de la historia" solo existen ex post facto y hasta pueden modificarse a placer sin límite alguno. Dos ejemplos muy conocidos: ¿cuál juicio sobre la Edad Media es más justo, el romántico o el neoclásico? ¿Cuál más apropiado sobre el naturalismo, el cubista o el hiperrealista?

Al titular su libro historia, el autor está en su derecho y no queda obligado a justificar la elección del substantivo. En realidad es un uso admitido de carácter metafórico, consistente en llamar "historia" a todo relato que refleja el paso del tiempo, pero sin que se espere de él el descubrimiento de "relaciones de sentido" en sus manifestaciones, fuera de las de una influencia inmediata o las lejanas reminiscencias de un pasado remoto, esto es, fuera de señalar que determinado artista prolonga (o rechaza) las influencias de otro inmediatamente anterior o que en la obra de un tercero alumbran reflejos de su admiración por formas de un pasado remoto o de un primitivismo coetáneo.

En este contexto más amplio se inscribe esta obra de Valeriano Bozal, un espléndido trabajo de madurez de uno de los más reputados especialistas en estética e historia del arte de nuestro país. Ha acotado el tiempo, el siglo XX, y ha hecho una extraordinaria labor de presentación, síntesis y explicación. Más que una historia del arte plástica española es un catálogo completísimo de la pintura y escultura de nuestro país en el siglo XX. Una exposición detallada, perspicaz, original que junta un valor expositivo muy notable con un espíritu crítico refinado pero nunca injusto. Una exposición, asimismo, que relaciona las manifestaciones artísticas con sus contextos sociales, políticos y económicos con los que suelen tener diálogo. Una obra de un maestro. Y en una edición cuidada, con abundancia de ilustraciones, aunque no tantas como uno desearía, si bien ello es comprensible.

La narrativa se estructura en torno a la gran cesura española del siglo XX: la guerra civil. Un antes y un después del arte español, se quiera o no. Con ese pie forzado, el autor da cuenta de su material tan sistemática y rigurosamente como es posible en estos casos. Dado que los dos volúmenes tienen más de 700 páginas, es imposible  hacer justicia aunque sea aproximativa a tan enorme riqueza de contenido. Resulta obligado sintetizar y dejar fuera creadores, estilos, obras, hechos significativos, así como confesar que el tratamiento selectivo se guiará tan solo por las aficiones de este crítico.

Arranca la historia de Bozal con una interesante y completa reflexión sobre el modernismo español, que se plasma en el noucentisme catalán: Rusiñol, Casas, Anglada Camarasa, el primer Picasso, Mir, Nonell y otros. El modernismo es la España europea a la que pronto se contrapone, la España negra (p. 63), el título de aquel famoso librito que editaron al alimón Emile Verhaeren (texto) y Darío de Regoyos (ilustraciones) y que, en la edición que tengo, cuenta con un divertido prólogo de Pío Baroja, gran amigo de Regoyos. Regoyos, muy influido por el impresionismo francés, tenía muchos amigos literatos. Unamuno, por ejemplo, lo alababa sin mesura y lo contraponía a Picasso, de quien tenía pobrísima opinión, lo cual prueba que tampoco él era extraordinario en el juicio estético. "La España negra", realidad y concepto que Bozal explora atinadamente mezclando pintura y generación del 98, tiene abundante representación: Zuloaga, Sorolla (aunque parezca contradictorio con su amor por la luz mediterránea), Iturrino, algo de Castelao y, por supuesto, el príncipe mismo de las tinieblas hispánicas, Gutiérrez Solana, repartido entre la miseria del campo, los prostíbulos urbanos y la vida de la élite diletante.

Un capítulo dedicado a Picasso no solamente hace justicia al pintor malagueño sino que incluye una afirmación con la que me identifico: el cubismo no es un "ismo" sino que es la condición de todos los "ismos", tendencias o estilos del siglo XX (p. 107). Eso es Picasso. Sigue un primer capítulo sobre Joan Miró (habrá otro en la segunda parte para los dos, Miró y Picasso) por el que Bozal siente especial predilección y al que explica de modo admirable.

El resto del primer volumen es una tercera parte llamada Renovación y vanguardia que, como era canónico entonces, comienza con el aprendizaje de los artistas en París, singularmente Juan Gris y María Blanchard, pero también Josep de Togores (a quien Bozal atribuye la introducción de la "nueva objetividad", Die neue Sachlichkeit, (p. 156)), Luis Fernández y el escultor Pablo Gargallo. El "arte nuevo" de la República (Barradas, Aurelio Arteta, Victorio Macho) se caracteriza por el eclecticismo y la diversidad (p. 174). Cierto,  lo más importante de la República sería el impacto del surrealismo y este aparece personalizado en la figura de Dalí, al que el autor dedica escasísima atención a mi juicio, medio capítulo junto de Federico García Lorca y un breve epígrafe al tratar de la guerra civil, específicamente dedicado a su cuadro Premonición de la guerra civil (p. 247), sin mencionarlo apenas en el segundo volumen. Una carencia injusta que contrasta con la omnipresencia y ubicuidad de Pablo Picasso a lo largo de todo el relato.

La República trajo realismo, compromiso, política y un incipiente -y luego desbaratado- surrealismo, presente en la llamada Escuela de Vallecas, con Alberto Sánchez, Benjamín Palencia y Maruja Mallo o con casos especiales como el del muy interesante pero malogrado Alfonso Ponce de León (p. 216). Luego, la catástrofe de la guerra que fue en el arte un campo de experimentación y transformación. El debate que se abre sobre "arte de masas y arte popular" (p. 130), ya lo dice todo y en el pabellón de España de la Exposición Internacional de París en 1937, construido por Josep Lluís Sert y Luis Lacasa se dio cita lo más representativo del arte español entonces, singularmente Picasso (que exhibió allí el Gernika), Joan Miró, Julio González (p. 237), así como Regoyos, Solana, Ferrer, Gaya, Zubiaurre, etc. Por cierto, sería la última vez que España se codeara de igual a igual en el escenario internacional del arte en una exposición que la Alemania nazi y la Rusia Soviética -que tenían sus respectivos pabellones frente a frente- vieron como un momento típicamente propagandístico. El pabellón nazi, obra de Albert Speer, coronado por el águila imperial y la esvástica, quería presentarse como un baluarte contra el comunismo y exhibía un famoso grupo escultórico de exaltación racista, Camaradería, de Joseph Thorak, mientras que el pabellón comunista lucía el no menos famoso de exaltación clasista de la campesina y el koljosiano, de Vera Mukhina, símbolo perfecto del "realismo socialista" de Stalin.

Este primer volumen se cierra con sendas interesantes consideraciones acerca de la cartelística de la guerra, muy abundante en el campo republicano, Renau, Bardasano y otros (p. 250) y sobre la actividad artística en la España rebelde, los franquistas.

El segundo volumen, todavía más minucioso que el primero, se divide en seis partes cuyo enunciado es muy ilustrativo tanto del proceder del autor como de sus inclinaciones ideológicas que, por supuesto, están presentes, aunque Bozal las refrena con prudencia y tacto: Postguerra y exilio, Picasso y Miró tras la guerra, el fin de la postguerra, la época del desarrollo, 1880 y sin canon y Coda: Work in Progress. Imposible dar cuenta del completísimo inventario de las artes plásticas que se realiza en este texto. Solo son posibles algunas referencias salteadas. El panorama de teoría del arte de la postguerra , la llamada "retórica hueca de lo sublime" y el intento de "renovación desde dentro", bajo el magisterio de Eugenio d'Ors (p. 43) y las obras muy diferentes de Benjamín Palencia, Ortega Muñoz y Pancho Cossío, uno de los escasos pintores falangistas de cierta categoría.

Trata el autor el arte del exilio, de la España peregrina que, en su gran mayoría, continuó haciendo lo que venía haciendo antes de su marcha (p. 57). Ramón Gaya, Luis Fernández, Francisco Bores, Alberto Sánchez, José María Ucelay, etc. Varios de estos volvieron al país; otros, no. Especial atención dedica Bozal al "exilio interior", un fenómeno interesante en sí mismo por su curiosa dimensión humana (artistas obligados a vivir una existencia creativa desdoblada) y que nunca se analizará lo suficiente. Ángel Ferrant y el muy discreto Joan Miró. Este exilio interior es el que fomenta la creación de grupos, como si los artistas quisieran adquirir más fuerza agrupándose de la que tenían como individuos: grupo Pórtico, Dau al Set, el mencionado Altamira, que no llegó a cuajar porque su carácter netamente fascista echó para atrás a varios posibles participantes (p. 97).

La orientación ideológica del autor asoma en los capítulos IV y V, dedicados a Picasso y Miró, con interesantes noticias sobre las relaciones entre el malagueño y el realismo socialista del partido comunista al que se había afiliado (p. 108). Por cierto, magistral el juicio sobre el último autorretrato de Picasso ( p. 113). Ese autorretrato es una pesadilla. La ideología vuelve a asomar al referirse a los tres grandes anteriores al informalismo, los escultores Chillida y Jorge de Oteiza (con algunas referencias a Agustín Ibarrola) y el gran pintor del muro, Antoni Tàpies (p. 143).

Le explosión de los años de crisis, previos a la complacencia del desarrollo, la "pintura gestual" y la llamada "poética del informalismo" es aquella en la que Bozal se siente obviamente más a gusto probablemente por su carácter comprometido, radical, innovador, no convencional y volcado hacia el tratamiento de lo contemporáneo: Guinovart, Ràfols Casamada, Canogar, Chirino, Manolo Millares y Antonio Saura (p. 196). El juicio sobre este, que le permite una nueva definición de lo moderno, adquiere dramatismo y profundidad en su análisis del perro semihundido del pintor aragonés goyesco a su modo: "Saura ha pintado que Goya es el perro y que el perro somos nosotros" (p. 202). Me atrevería a decir que las mejores páginas de este libro son las que van desde el tratamiento de Tàpies a las de Saura a las que añadiría las que dedica a otro genio de casi insondable profundidad, Antonio López (p.248).

A partir de la época del desarrollo, la pintura y la escultura españolas, todavía con las memorias del pasado, se abren a las influencias exteriores, dejan de alimentarse a sí mismas en la tragedia española y se adaptan a las corrientes y modas. Y lo hacen de modo sobresaliente. Bozal muestra, a mi entender, cierta frialdad en el juicio que engloba bajo un epígrafe "genérico" que llama la ironía. Sin duda hay de esta en el Equipo Crónica y otros equipos y algunos sobresaltos al estilo ZAJ que, aparentemente, no concitan el pleno entusiasmo del autor. Sí lo hacen, sin embargo, Juan Genovés y Rafael Canogar, que innovan formalmente, por cierto, pero en un mundo conceptual más tradicional o respetuoso con las tradiciones de la protesta y la movilización (p. 235). Incluido en este capítulo aparece Eduardo Arroyo, a quien el autor trata con el debido respeto pero sin especial entusiasmo. Palinuro, en cambio, lo tiene por uno de los artistas españoles contemporáneos más fascinantes quizá en medida pareja al juicio que le merece algún novísimo como Pérez Villalta (p. 305) y, ciertamente, el inmenso Luis Gordillo (p. 311).

Son ya las últimas páginas de este libro, que se lee casi como una novela, aquellas en las que la cercanía del fenómeno impide toda perspectiva y en donde el juicio carece de referencias o bien corre el peligro de emplear las equivocadas. Bozal traza un elenco de los artistas vivos actualmente, hablando, claro es, de "diversidad" porque no es posible hacerlo de otro modo. Trata de hacer justicia a todos, incluida la que juzgo sea su hija, Amaya Bozal (p. 389), en un trabajo que tiene el valor orientativo que siempre adornan estos juicios emitidos por expertos incuestionables.