Incluyo aquí un artículo que publico hoy en el magnífico blog Publicoscopia, cuya lectura recomiendo. Del blog, claro es, no necesariamente de mi artículo.
En su sátira contra Cleón, Los caballeros, de Aristófanes, unos criados tratan de convencer a un choricero que pasa por allí de que llegará a ser el gobernante del Estado. Este es el diálogo:
Primer servidor.- ¿Cómo es eso? ¿De qué te crees indigno? Albergarás todavía algún buen sentimiento. ¿Pertenecerás acaso a una clase honrada?
El choricero.- No, por los dioses; pertenezco a la canalla.
Primer servidor.- Entonces, oh mortal afortunado, estás ricamente dotado para la política.
Choricero.- Pero, buen amigo, yo no he recibido la menor instrucción; sólo sé leer, y eso mal.
Primer Servidor- Precisamente lo único que te perjudica es saber leer, aunque sea mal. Para gobernar al pueblo no hacen falta hombres provistos de buena cultura y de buena educación. Se necesitan ignorantes que, además, sean unos granujas. No desprecies lo que los dioses te prometen en sus predicciones."
Este desprestigio de la política y los políticos en Atenas, venía ya de antiguo. S. N. Kramer comenta que el primer caso de soborno se registra en Sumer, unos 3.000 años antes de Cristo. De forma que, al abordar el problema conviene no olvidarse de que no es novedad ni algo privativo de nuestro tiempo. Pero este hecho tampoco debe inducirnos al fatalismo, al relativismo y a la resignación. Que haya políticos corruptos; que los haya habido siempre; que incluso impongan el tono de la gobernación en todos los tiempos, no dice nada sobre la política en sí misma, sino sobre los políticos que se corrompen.
Al contrario, cuanto más lejos nos encontremos de aquella política que Francis Bacon llamaba alta, más ejemplos se darán de la perversión de esta noble arte y más se extenderá la desafección entre la ciudadanía sobre la verdadera naturaleza de esa vocación. Ello es especialmente llamativo en el caso de la democracia que, por definición, consiste en la identidad entre gobernantes y gobernados.
Los enemigos de la democracia suelen argumentar que esta forma de gobierno es especialmente proclive a la corrupción y señalan en su apoyo la proliferación de casos que en ella se dan de prácticas ilegales y criminales. De este modo no solo justifican sino que incluso fomentan el despego de la gente hacia el sistema democrático en la esperanza de sustituirlo por alguna forma de tiranía, más acorde con sus intereses.
Sin embargo, la democracia no solamente no es la forma de gobierno más corrupta sino, al contrario, quizá sea la menos corrupta. Los escándalos, cierto, sacuden la vida cotidiana pero, en buena medida, porque nuestra sociedad es mediática y, aunque no lo parezca, mucho más transparente que todas las anteriores. De haber libertad de información y expresión en las dictaduras, en las monarquías absolutas, podría verse que la corrupción es en ellas mucho más grave que entre nosotros.
La garantía de la democracia frente a la corrupción no está en el intento de erradicarla (aunque no esté nunca de más intentarlo) sino en el hecho de la publicidad. Es imprescindible que todos los actos de la esfera política reduzcan o eliminen el silencio, el secreto, las zonas de penumbra –en donde el poder hace sus chanchullos- o de opacidad. La corrupción, la venalidad, la falta de lealtad, de honradez no se eliminarán nunca porque son tan inherentes a la naturaleza humana como sus contrarios. Lo que sucede es que, por una especie de actuación de una ley de Gresham moral, son más visibles que estos.
Lo que la democracia precisa no es amontonar códigos éticos que nadie cumple y solo sirven para hacer demagogia, sino disponer de medios prácticos y eficaces para prevenir la corrupción y, desde luego, obligar a los gobernantes a atenerse a ellos, a dar explicaciones de sus actos y a sufrir las penas correspondientes. Esa es precisamente la razón del agudo deterioro actual de la democracia española. No es solamente la sospecha de que los gobernantes actuales, desde Rajoy hasta los cargos de las Comunidades autónomas, sean unos corruptos y un puñado de granujas dedicado al saqueo de las arcas públicas. Antes bien, es la comprobación de que, dado el funcionamiento constitucional del sistema, la ciudadanía carece de medios para obligar a estos gobernantes indignos, presuntos prevaricadores y ladrones, a dar cuenta de sus actos, dimitir y sufrir los castigos pertinentes.
En nuestro tiempo, la expansión de internet, la política 2.0 y el “periodismo ciudadano”, han facilitado el acceso de las multitudes al control crítico del gobierno. Sin embargo, el bloqueo institucional de este mediante medidas autoritarias y reformas reaccionarias de la legislación represiva, producen el efecto de que, de todas las democracias del mundo, la única que está dirigida por un partido que más parece una asociación de delincuentes, con un presidente presuntamente dedicado al enriquecimiento personal ilícito sea la española.
Justamente una razón más para que la ciudadanía mantenga e incremente la presión extraparlamentaria, en la calle, a los efectos de que los gobernantes corruptos, empezando por el presidente del gobierno, dimitan y se pongan a disposición de los tribunales de justicia.
La política, sobre todo la política democrática es corrupta o no; los ciudadanos pueden profesar desafección hacia la política o no, dependiendo de lo que ellos mismos hagan. La política la hacemos los ciudadanos; no los gobernantes. La corrupción de estos se aprovecha de nuestro desinterés. En gran medida cabe decir que la corrupción se da porque los ciudadanos la toleran.