El presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y del Tribunal Supremo (TS) es un pío y probo varón, fiel seguidor de la doctrina católica y más partidario de la justicia divina que de la humana, a quien Zapatero nombró para el cargo en un momento de desvarío mental. Este curioso personaje que hasta la fecha había llevado una existencia al margen de la atención mediática de una sociedad que compra su derecho al espectáculo al precio muchas veces de la integridad de las instituciones, de pronto tomó una decisión insólita que, para cuando se hayan apagado sus ecos, puede haberle costado la carrera. Convocó a los medios, se puso bajo la luz inmisericorde de los focos y narró una historia, típica exculpación de parte, sin dar explicaciones convincentes de sus actos, sin aceptar su culpabilidad y sin demostrar fehacientemente su inocencia. Casi parecería un acto de iniciación para una dinámica de grupo: llega la figura principal, cuenta un relato y el resto de los participantes interactúa con él.
En este caso, los periodistas tenían preguntas que formular que Divar respondió ateniéndose a un guión minuciosamente preparado según el cual debía poner gesto compungido e hilvanar un discurso de inocencia sustituyendo las pruebas por insinuaciones, verdades a medias, fantasías, fábulas e insinuando que, si no da explicaciones más claras y rotundas es porque pesa sobre él una especie de obligación de confidencialidad o secreto que se estaba inventando. El resumen fue que no solo no disipó las dudas sobre sus presuntos ilícitos sino que las convirtió en certidumbres. La dinámica entró en funcionamiento; los periodistas no creyeron nada de lo escenificado y la mayoría de los comentaristas pidió la dimisión de Dívar.
La idea de que un acusado con pruebas materiales razonables puede liberarse de la acusación a base de proclamar enfáticamente su inocencia sin demostrarla por ninguno de los procedimientos habitualmente admitidos, no suele tener cabida ni en las ilusiones de los delincuentes más avezados, tanto menos en los cálculos de un profesional del derecho que está acostumbrado a los manejos de la retórica con finalidad de exculpación, encubrimiento o diversión. La fórmula según la cual se viste uno de punta en blanco, pone gesto digno y compungido, clarea la mirada y trata de parecer convincente ya no funciona. En resumen, tras haber reaccionado con expresiones despreciativas y hasta soberbias asegurando que no pensaba dar explicación alguna, Dívar se vio obligado a darla por exigencia de la opinión y hasta de sus colegas sin que alcanzara a ser otra cosa que un pobre intento de mixtificación y ocultación.
La dinámica de grupo le ha sido claramente adversa. Todos los sectores ilustrados, abiertos, avanzados del país quieren que resigne el cargo antes de que el destrozo en el prestigio de la justicia vaya a más. No así los períodicos de la carcunda. Pero eso todavía es peor para él. Esos sectores se suman hoy a la petición de que Dívar comparezca en sede parlamentaria a explicar sus fines de semana caribeños con menos bizantinismos y equívocos que en la rueda de prensa.
Pero hete aquí que el ministro de Justicia, Ruiz Gallardón otra oveja de la grey católica, se opone a dicha comparecencia pero no por razones de afinidades ideológicas o de coincidencia en la misma superstición, sino, asegura muy serio, por razones puramente técnicas ya que, dice, eso sería atacar el principio esencial de la separación de poderes ya que el Parlamento no puede controlar el Poder Judicial. De inmediato distintas voces han recordado a este maestro del escamoteo, la falacia y el sofisma una sentencia del Tribunal Constitucional de 2003 que admite que el presidente del CGPJ comparezca ante el Parlamento a petición de este.
No está mal la intención, pero demuestra poco juicio. Si el Parlamento llama a comparecer a Dívar no lo llama por su actividad como poder judicial ni lo investiga por tal sino que lo hace en su condición de funcionario público del que existen indicios racionales de que ha cometido un ilícito reiterado que pudiera ser constitutivo de delito. Al hacerlo, el Parlamento no controla el poder judicial sino el recto comportamiento personal de sus funcionarios.
Ruiz Gallardón debe intentarlo de otra forma si quiere impedir que se sepa la verdad. De momento, lo único que los dos han conseguido es lo contrario de lo que se proponían: la comparecencia de Dívar fue una pantomima y la intervención de Ruiz Gallardón un teatro.
La imagen es una captura del vídeo de la comparecencia de Dívar publicado por el diario El País