Hace unos días se celebró en la capital del Reino uno de esos actos de boato y relumbrón que dan la medida de la altura intelectual y moral de nuestro tiempo y nuestro país. Se presentaba el último libro de Pedro J. Ramírez, una obra que, al parecer versa sobre los agitados y decisivos meses que van desde la ejecución de Luis XVI el 22 de enero de 1793 (el dos de pluvioso del año I de la Revolución francesa) hasta el reinado del terror del Comité de Salud Pública con la derrota de los girondinos a manos de los montagnards del 27 de mayo al 2 de junio de 1793 (8 al 14 de pradial del mismo año I). Según se dice es un ensayo de historia al tiempo que una especie de fábula sobre los peligros de la democracia a manos de las turbas radicalizadas, que dan un golpe de Estado e imponen un régimen tiránico. Una metáfora acerca de la amenaza que suponen los indignados (esa chusma de extrema izquierda, al decir de Aznar) para el funcionamiento de la democracia representativa española.
Pero lo importante del acto no reside en el contenido de la obra, que ya habrá tiempo de comentar, sino en la versallesca dinámica de grupo que se organizó en estos momentos de presumibles cambios en las relaciones de poder y la necesidad de la caterva de aduladores y tiralevitas de ocupar buenas posiciones de salida para la nueva época y los nuevos repartos de prebendas, cargos e influencias.
Que el libro no debe de tener mucho que ver con la historia lo atestigua la presencia en la mesa del Director de la real Academia de la materia, Gonzalo Anes, principal responsable de la edición de un Diccionario Biográfico Nacional a imitación del correspondiente de Oxford de 1885 (reeditado y actualizado en 2004) y en el que entre otras prestidigitaciones se oculta que Franco fue un dictador que es justamente lo único que fue.
Si la capacidad del historiador sobrevenido se acerca a la que muestra para manipular la realidad presente como adalid del periodismo amarillo, probablemente de la Revolución francesa quedará poco en el texto. Pero este asunto es aquí indiferente (hasta es posible que el libro esté bien) porque es esa posición de jefatura de la prensa amarilla la que, gracias al papanatismo y la ramplonería de nuestro país, sitúa al autor en una posición de poder que bastantes envidian, muchos temen y casi todos adulan con el espinazo doblado.
Al acto de glorificación del director de El Mundo acudió una nutrida representación del establecimiento político y económico, signo inequívoco del poder mundano. Pedro J. manda mucho y todos le rinden pleitesía. Es cierto que no asistieron historiadores de verdad ni intelectuales, salvo que se considere tales a los paniaguados que el presentado tiene a sueldo en su periódico, quienes se hicieron lenguas del escrito en un país en el que hablar bien de un libro de alguien que no esté muerto se entiende normalmente como un acto de adulación. Y normalmente lo es.
También asistieron Rajoy, Aguirre, Cospedal y la plana mayor del PP, así como Rodríguez Zapatero. Lo dijo emocionado José Bono, ese indescriptible político de la derecha socialista más beata en encendidos trémolos de admiración: que la presencia del jefe del gobierno ya en funciones y el jefe del gobierno in pectore demuestra el poder de Pedro J. Menudo ditirambo de cantamañanas. Sólo le faltó añadir -y no por falta de ganas, sino de imaginación- que el homenajeado había conseguido lo mismo que el Papa, esto es, que los dos políticos más importantes del país se prosternasen ante sus borceguíes rojos.
El poder, ese atributo ante el que se rinden los bonos del lugar. El poder desnudo, crudo, sin preguntar por su legitimidad y su autoridad moral, el poder sin más, la fuerza. Ese poder fáctico que emborracha de tal modo a quien lo ostenta que acaba creyendo que sus fantasías y deseos son realidades. Ramírez piensa que es a él, a su persona y sus méritos a quien rinden pleitesía embajadores, banqueros, ministros y cortesanos, sin percatarse de que se la rendirían por igual a otro Ramírez, Pérez o Fernández que tuviera la misma falta de escrúpulos de valerse de un medio de comunicación para ensalzar su figura, favorecer sus intereses y ajustar cuentas con sus enemigos. Es una confusión intencionada entre el temor que su carácter agresivo y rencoroso inspira y un reconocimiento intelectual inane porque quienes lo prestan tienen menos valía que el que los recibe. Cosa que saben todos, pues necios no son. Pero escenifican la farsa entre luces, flashes y sonrisas porque es la farsa del poder.
Que al acto acudieran Rajoy y los suyos es lógico dado que representan una opción política que necesita el apoyo de los medios que controla el autor de la obra. Que también lo hiciera Zapatero, supuesto representante de una mentalidad progresista (de la que suelen hacer irrisión todos los allí presentes, empezando por Ramírez), abierta, democrática y tolerante no lo es y sólo se entiende como muestra de desorientación moral quizá producida por el fin de su mandato. De probar lo absurdo de la presencia de Zapatero en esa cuchipanda de ruedo ibérico se encargó el propio Ramírez por partida doble, la teórica y la práctica. En lo teórico alabó la categoría de Zapatero que, a diferencia de quienes sólo acuden a sus propios actos sectarios, es capaz de acudir a los actos sectarios de los demás. En lo práctico, al entonar estas alabanzas el director de El Mundo ya sabía que su periódico estaba a punto de iniciar una de esas campañas amarillas contra el gobierno, en concreto el ministro de Fomento, Blanco, a base de las acostumbradas acusaciones sin pruebas procedentes en este caso de un empresario procesado por supuestos delitos y que, probablemente, las usa como estrategia de defensa. Es decir, el presidente queda cornudo y apaleado si bien con una sonrisa que deja a sus electores preguntándose en qué estarían pensando cuando votaron por alguien así.
La humillación ante el poder es un círculo que produce pingües frutos a quienes la practican. El propio Ramírez, husmeando la próxima victoria de Rajoy, de quien hacía chistes no ha mucho, había anunciado su disposición a acudir en socorro del seguro vencedor; él y la opinión pública, de la que se piensa señor merced al uso que hace de sus medios. Un bonito carrusel de recíprocas reverencias en el que el director tira de la levita al presidente in pectore y éste al director. Algo así como aquellos grupos de saintsimonianos que sólo podían abotonarse sus mandiles por detrás, para lo cual precisaban formar un círculo, con lo que ilustraban que todos necesitaban de todos. El periodista del político y el político del periodista.
Esta farsa del poder no se limita a El Mundo. Unos días antes, Cebrián, otro poderoso con su correspondiente claque de tiralevitas en El País, dispuestos a afirmar que el académico es un genio de las letras y un figura del pensamiento, había descubierto que Rajoy sí entiende bien el valor de Prisa, el mismo Rajoy que formaba parte del gobierno que en 1996 intentó meterlo en la cárcel junto al difunto Polanco. El poder rendido ante el poder es como las aguas del Leteo: hace olvidarlo todo en nombre de la conveniencia, incluida la dignidad, convertida en abyección ante los de arriba y soberbia con los de abajo. Democracia en estado puro.
(La imagen es una reproducción del cuadro del pintor "africanista" Lucien Jorez, titulado El discurso).