Hace meses que las noticias cotidianas parecen mensajes elaborados por gabinetes de intoxicación y desmoralización de un hipotético enemigo en contra de algunas economías capitalistas, singularmente Grecia, Irlanda, Portugal, España, Italia, pero también Francia, la zona euro y los Estados Unidos. Son discursos dirigidos a acogotar a las sociedades, imponerles condiciones tan drásticas para ayudarlas que esa ayuda es como un pesado yugo que, en lugar de aliviar su situación, la hace más y más penosa, hasta hundirlas en la miseria. Es una situación que recuerda las onerosas condiciones impuestas por los aliados a la Alemania vencida en la primera guerra mundial de las que ya Keynes advirtió que provocarían la segunda porque Alemania no podría cumplirlas. De modo análogo, las exigencias de los acreedores a los países abrumados por la deuda dan la impresión de tratar de arruinarlos del todo. El capitalismo pretende destruir la base misma de su funcionamiento.
Asustados, literalmente aterrorizados, los gobiernos ceden sin parar a unas condiciones cada vez más leoninas. Dentro de poco puede que haya que comprometer las reservas de oro o sacar a la venta partes del patrimonio histórico-artístico o trozos del territorio nacional. A lo mejor no es tan disparatado que los alemanes compren la catedral de León, por ejemplo, y la conviertan en una discoteca.
No sabemos si el capitalismo es un sistema viable a medio y largo plazo. En el corto, esta crisis parece comprometer su existencia y amenaza con hundirlo sin tener recambio alguno previsto pues el retorno a una economía de trueque no es pensable. Y tampoco puede serlo el discurso que tan alegre como estúpidamente repite la derecha de que "vivimos por encima de nuestras posibilidades" porque este es, precisamente, el mecanismo que ha permitido el enorme desarrollo capitalista de la segunda posguerra. El capitalismo amenaza con su autodestrucción por el mismo mecanismo imposible de detener por el que el parásito acaba destruyendo a su anfitrión.
Pero la izquierda, que se adjudicaba la función de su sepulturera, no está mejor. Ese enunciado de otro mundo es posible, que pretende tener un valor performativo y no solamente enunciativo, quiere ser como el faro que oriente su acción pero, de momento, arroja poca luz. Como decía Éluard, hay otros mundos, sí, pero están en éste. No hay que ir a buscarlos a otras partes sino que hay que actuar sobre éste. No hay secretos para "cambiar la vida", como reconocía la virgen loca de Rimbaud, sino que basta con ponerse a buscar. Es lo que hizo el Partido Socialista francés que convirtió el cambiar la vida en el tema de su himno en los años setenta del siglo XX... con los resultados que pueden verse en la actualidad.
Entiendo que la última propuesta para cambiar el mundo dentro de éste en la izquierda (la derecha no tiene ninguna sino más del mismo aceite de ricino) es la de imponer una política de decrecimiento. Teóricamente es impecable: puesto que el mundo vive "por encima de sus posibilidades" en la biosfera, al extremo de ver en un horizonte muy lejano el destino que Klaus Eder marcaba para las sociedades que llamaba sin salida, lo lógico es imponer una política de restricciones paulatinas al uso de fuentes energéticas no renovables y materias primas. Pero eso es lo lógico y el mercado libre no se mueve por la lógica racional cartesiana sino por el afán de lucro y su peculiar racionalidad.
Tomar la iniciativa en este campo es impensable sin una intervención creciente del Estado en su versión legislativa en el funcionamiento del libre mercado, algo que muy probablemente no se dará porque es una actitud dominada por el miedo al miedo, el temor a las consecuencias catastróficas del desarrollo capitalista, basado en el afán de lucro individual en el libre mercado, mecanismo que él es incapaz de
(La imagen es una foto de celesteh, bajo licencia de Creative Commons).