Algunos amigos me han reprochado que en mi artículo de Público, Lo más sagrado, a mi vez sacralizo el Tribunal Constitucional como requisito esencial e intangible del Estado de derecho y de la democracia. Nada menos cierto. Sé de sobra que hay Estados de derecho y democracias antiguas y sólidas que carecen de Tribunal Constitucional bien porque es el mismo Tribunal Supremo, como en los Estados Unidos (lo cual, dicho sea de paso, ahorra muchos disgustos), bien porque simple y llanamente, no existe, como es el caso de los Países Bajos o de Dinamarca, entre otros. Los tribunales constitucionales se abren paso en algunos países europeos por influencia germánica y, allí en donde existen, su función es crucial para el imperio de la ley y la democracia. En donde no existen, obviamente, no.
Lo que sucede es que si hago estos matices se me acaba el artículo que iba sobre si se puede o debe cuestionar las motivaciones de los magistrados del Constitucional. No criticar sino sugerir que los magistrados actúan por razones políticas antes que jurídicas. Eso equivale a deslegitimar el Tribunal Constitucional que tenemos, el máximo intérprete de la Constitución que es una fórmula política bajo la forma de una ley.
(La imagen es una foto de Invisgoth (Own work), en el dominio público vía de Wikimedia Commons).