El Congreso acaba de aprobar una enmienda a la vigente Ley Orgánica del Poder Judicial que limita drásticamente la jurisdicción de la justicia española en el extranjero a los casos en que estén implicados ciudadanos españoles. Se acabó perseguir presuntos delitos de genocidio a lo larcho y ancho del planeta, proteger los derechos humanos en otras latitudes y hacer la vida imposible a los torturadores y asesinos allí en donde se encuentren. Frente a esta decisión parlamentaria lo sencillo es poner el grito en el cielo, protestar de que los derechos humanos queden abadonados en muchos puntos del mundo al capricho de cualquier sátrapa o tirano y lamentarse de que la reforma sea un paso atrás en el progreso de la conciencia jurídica de nuestro tiempo. Una vez más, para nuestra vergüenza, se ha impuesto la sórdida razón de Estado frente al bello proyecto de una justicia universal.
Lo sencillo y lo tópico. Porque el asunto es más complicado de lo que parece. Desde luego, el ideal de una jurisdicción universal es irrenunciable. Pero es un ideal, no una realidad. La realidad es que el derecho sigue atado al principio de territorialidad, lo que quiere decir, crudamente, que las normas jurídicas valen lo que vale la fuerza que lleven detrás capaz de imponerlas. Si no hay tal fuerza coactiva, no hay normas jurídicas, ni jurisdicción, ni nada. Habrá moral, si se quiere, pero no derecho porque el derecho se apoya en la fuerza. Por supuesto que España ha firmado tratados, acuerdos y convenciones internacionales comprometiéndose al principio de jurisdicción universal y que está obligada a tratarlos como derecho positivo. Pero que los trate como tal no quiere decir que lo sean. Porque el derecho positivo se llama así porque se aplica en la realidad a la fuerza.
Sólo existe una posibilidad de que se dé una jurisdicción universal: que haya un Gobierno universal. A su vez, esta idea del Gobierno universal se puede entender de dos modos al menos desde el Proyecto de paz perpetua de Kant: el primero como un Gobierno mundial único; el segundo como una confederación de gobiernos nacionales que acordaran un régimen común. El primer caso, obviamente, excluye el hecho de que un único gobierno nacional, por razón de su poderío, se erija en Gobierno mundial de hecho, en una especie de sheriff del condado. El Gobierno mundial único habría de ser una estructura cosmopolita, no nacional, esto es, de momento al menos, una quimera. Hasta Kant lo vio así y por eso se apuntó a su "programa mínimo": la confederación de repúblicas nacionales. Éstas tendrían que establecer el gobierno mundial por una especie de acuerdo o pacto entre ellas. Lo cual significa, a los efectos de nuestra jurisdicción universal, que ésta podría darse si todos los gobiernos confederados aceptaran someterse a ella voluntariamente. Pero no es el caso. Bien se ve en el proyecto de una Corte Internacional de Justicia Penal que no todo el mundo admite. Por ejemplo, no la aceptan los Estados Unidos y la República Popular China, entre otros Estados. Al no darse esta aceptación, la hipotética jurisdicción universal de los tribunales de un tercer país (España en este caso) es inexistente porque sólo podría realizarse si pudieran obligar a la China o los Estados Unidos al cumplimiento de sus decisiones incluso en contra de ciudadanos suyos, seguramente juzgados en España "en rebeldía". Y no es probable que, en el futuro previsible los tribunales españoles puedan imponer sus sentencias en los Estados Unidos o llevar a la cárcel a los dirigentes chinos responsables de la represión en el Tibet.
Se dirá que esto no obsta y que la objeción realista no es un argumento en contra de la jurisdicción universal sino en contra de quienes no permiten que se aplique. Y es cierto. Pero no hay nada que hacer. Sin fuerza de obligar, las decisiones de los tribunales no son actos jurídicos sino morales. Todo lo resplandecientes que se quiera, pero ineficaces salvo, claro es, en el terreno de los principios y los respetos humanos. Lo que sucede es que ese capítulo de las condenas mundiales a responsables concretos de delitos especialmente odiosos, ya lo teníamos cubierto hace muchos años con ejemplos como el Tribunal Russell, que condenó repetidamente a los Estados Unidos por su política de agresión y guerra en el Vietnam pero sin que ninguna sentencia llegara a ejecutarse. Ni siquiera la hubo. Lo que se pretende aquí es evitar esta vía porque, al ser dichos "tribunales" órganos políticos son fácilmente atacables por vía política. Por eso se prefieren los tribunales ordinarios ya que aportan el marchamo de la imparcialidad. Pero eso se paga al precio de la coactividad garantizada de sus decisiones y, si ésta no se da, es mejor volver a la fórmula anterior.
Sin embargo, la insistencia en que la jurisdicción universal la ejerciten los tribunales ordinarios de justicia también trata de mantener la ilusión de que existe un ordenamiento jurídico mundial en el que las sentencias de esos tribunales, en ciertos casos, tienen fuerza de obligar allende las fronteras de los Estados en los que se formulan. Pero eso es justamente lo que no se da ni lleva visos de darse en un futuro inmediato. Dichas decisiones tienen un indudable valor moral, como se puso de manifiesto cuando el juez Garzón reclamó al ex-dictador Augusto Pinochet, por entonces de viaje en Gran Bretaña, pero no cabe imponerlas coactivamente y, además, pueden ser objeto de conflictos sin cuento. Imagínese qué pasaría si un ciudadano estadounidense o chino, condenado en rebeldía por genocida por un tribunal español, pasa unas vacaciones en un tercer país que sí reconoce la tal jurisdicción universal y decide extraditarlo para que cumpla su sentencia en España. En el límite, esta situación podría dar lugar a un casus belli que dejaría pocas dudas en el supuesto de un enfrentamiento entre los Estados Unidos o la China y España respecto al resultado que quepa esperar. Por lo demás, nada daña más a la justicia que el hecho de que sus sentencias no se cumplan.
El Congreso no ha hecho, pues, otra cosa, que evitar situaciones embarazosas en el futuro o insostenibles o, incluso, conflictos de desastrosas consecuencias. Hasta el portillo que ha dejado abierto de autorizar la actuación en el caso de que estén implicados ciudadanos españoles me parece problemático. Cuando el mando militar estadounidense tuvo conocimiento de que un tribunal español pedía la comparecencia de los soldados gringos presuntamenre responsables de la muerte del cámara José Couso, una alta jerarquía comentó cínicamente que "nevará en el infierno antes de que un soldado estadounidense comparezca ante un tribunal penal español". Esto es lamentable y condenable. Pero ¿merece la pena insistir en la jurisdicción universal a instancia de parte -en este caso española- para obtener un fin de resarcimiento moral?
Todo lo cual plantea asimismo el problema de qué sucede cuando un Estado dispone de la fuerza para imponer las decisiones de sus tribunales saltándose el principio de territorialidad, como hicieron, por ejemplo -y no es un caso único- los Estados Unidos en Panamá cuando invadieron el país, detuvieron a su presidente, se lo llevaron a Gringolandia, lo juzgaron, lo condenaron y en la cárcel sigue. Pero esto sería objeto de una segunda -y melancólica- meditación.
Por último menciono otro asunto que podría poner el problema de que aquí se trata en unas dimensiones francamente ridículas sino afrentosas: ¿qué crédito merece el principio de jurisdicción universal invocado por los españoles que, después de setenta años, no han conseguido hacer justicia en un crimen de genocidio continuado que se cometió en España durante cerca de cuarenta años y en el que hay numerosas víctimas (no todas) identificadas así como numerosos victimarios, empezando por el responsable de todos ellos, el general felón, traidor y genocida Francisco Franco? Y ¿qué crédito recordando además, que la imposibilidad de investigar dicho genocidio y hacer justicia en consecuencia, la amparan y sostienen precisamente los tribunales de justicia en España?
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