En los últimos lustros, la dinámica de la Unión Europea ha venido pareciéndose a aquellos coches de los años cuarenta y cincuenta cuando no tenían bien equilibrado el carburador y hacían una mezcla pobre o rica con las que el motor se paraba después de dar un par de petardazos y así varias veces hasta que, por fin arrancaba, pero ya se sabía que había que mirarle el carburador. Algo parecido con la Unión Europea (UE): se lanza a una reforma utópica, como aquel famoso proyecto constitucional del eurodiputado Alterio Spinelli, el proyecto se da una chufa, la UE peta y se pasa una temporada escuchando a los agoreros de la crisis final de la Unión, un fracaso, oiga Vd., el continente jamás llegará a unificarse políticamente y todo dará marcha atrás. Luego, ya in extremis, se sale adelante con una solución improvisada, una chapuza, una trapallada, que dicen en Galicia y que resulta ser mucho más adecuada para la pervivencia de la UE que cualesquiera programas nítidos de reforma, articulados en textos teóricos perfeccionistas. Es la teoría de la chapuza europea. Del fracaso del proyecto Spinelli salió en Acta Única de 1986, un paso importante adelante. Este nuevo paso arranca ¿de qué fracaso?
De la chufa que se dio el proyecto de Constitución Europea (que tampoco se llamaba así) en los referéndums de Francia y Holanda en 2006. Luego de meses de agonía y lamentaciones por el triste destino de Europa, condenada a la irrelevancia política mundial, los Jefes de Estado y de Gobierno (JEG) de la Unión se reunieron hace un par de días en Lisboa y aprobaron una serie de medidas que, en lo esencial, recogen las contenidas en el fracasado proyecto de Tratado Constitucional, dejando fuera las simbólicas, como la bandera, el escudo, el himno, etc. Europa es como una España en grande, siempre dudando de su misma existencia simbólica, pero una realidad práctica.
El Primer Ministro portugués, señor José Sócrates, anfitrión de la cumbre por ser Portugal presidente semestral de la Unión, no cabía en sí de gozo cuando vio que se empezaba a hablar ya del Tratado de Lisboa como un nuevo impulso de la Unión. Por supuesto, en la mejor tradición chapucera europea, el Tratado de Lisboa no es un tratado sino una serie de reformas de los tratados preexistentes que contribuirá a convertir a estos en una indescifrable maraña.
Lo más importante en la época de la imagen es que el Tratado de Lisboa pone cara a la Unión decretando que ésta tendrá un Presidente elegido en el seno del Consejo por un mandato de dos años y medio prorrogable por otro igual. También se la pone al Alto Representante de la Unión Europea para la Política Exterior y de Seguridad Común (AR para la PESC), al que se hace Vicepresidente de la Comisión y se le dota de infraestructura organizativa de la que carecía. Y la prueba de que ambos cargos suscitan interés y serán eficaces es que ya tienen candidatos.
De mucha importancia asimismo el hecho de que la declaración europea de derechos sea vinculante en cada país y directamente alegable en los tribunales. Se han autoexcluido Gran Bretaña y Polonia. Los británicos han mantenido sus four red lines con posibilidad de excluirse en materias de justicia e interior, defensa y asuntos exteriores, seguridad social y derechos fundamentales. Como los polacos. ¡Qué razón tenía el general De Gaulle cuando vetó el ingreso de Gran Bretaña por considerarla cabeza de puente de los EEUU! Pero una Europa sin Gran Bretaña tampoco es pensable. El continente "quedaría aislado".
Otro avance notable: justicia e interior pasa a decidirse por mayoría cualificada y no por unanimidad. Ésta sigue siendo necesaria para la política exterior, la fiscal, la social y la reforma de los tratados. En lo demás rige el principio de la "doble mayoría" (esto es, para decidir se necesita el 55% de los estados y el 65% de la población), morigerado por la cláusula de Ioannina, que permite aplazar la entrada en vigor de alguna medida, para tranquilizar a Polonia que es uno de los países que más se hace pesar en la política europea aun siendo un recién llegado.
El Parlamento disminuye en número de diputados de 785 a 751, en el entendimiento de que el Presidente no vota. La Eurocámara recibe ahora plena competencia en materia presupuestaria, lo que la hace definitivamente autónoma. Y también la Comisión sale reforzada pues ya no estará compuesta por veintisiete comisarios uno por cada país sino por dos tercios del total de países de la Unión.
El Tratado de Lisboa es, como se ve, una pieza esencial en el avance a ese punto ignoto al que llamamos Europa y de ahí que el señor Sócrates esté tan contento. Lisboa se suma a una ya larga lista de ciudades europeas que dan nombre a alguna forma de tratado de o con la Unión: hay tratados de Roma, de Maastricht, de Amsterdam, de Niza, sin contar con el "compromiso de Luxemburgo".
La chapuza de Lisboa funcionará porque respeta la diversidad de "velocidades" de la Unión. Si los países que la componen admiten en su seno situaciones de gran variedad y diversidad, ¿por qué no la propia Unión con respecto a aquellos?