Dos de mis hijos, Inés y Andrés, los que viven en los EEUU, han hecho una excursión por las Smoky Mountains, allá en los límites entre Tennessee y Carolina del Norte. Y ayer me enviaron algunas fotografías verdaderamente chulas, como las que se ven aquí.
Esta primera deja ver claramente por qué las smokies se llaman smokies. Y por cierto, vaya paisaje, verdaderamente grandioso. En la zona en la que vivo yo gran parte del tiempo, en Guadalajara (y que sacaré mañana o pasado porque el ayuntamiento del pueblo ha tenido la humorada de hacer una exposición de instrumentos de tortura del siglo XVII) hay paisajes así también: rotundos macizos, moles montañosas en las que se enredan las nubes, que suspenden el ánimo y lo llenan de admiración. A la vista de estos fenómenos de la naturaleza siempre he entendido muy bien por qué los seres humanos tienden a considerar sagradas, mágicas, a las montañas.
Y el grupo al completo. He escogido esta foto de cierre porque tiene gracia. El paisaje, esta vez el interior de un bosque, que también es objeto de magia desde la antigüedad, enmarca el paralelismo de las dos figuras, el tío y la sobrina que nos miran cada uno en su estilo y con el ánimo propio del momento de la vida en que se encuentran.
¡Cómo me gusta mi gente!