La imagen que suele emplearse para describir el decurso de la vida es la de un camino. Cristo dice en los Evangelios que es "la verdad, el camino, la vida", tres conceptos para una sola realidad puesto que el camino que ha de hacerse es la única verdad en la vida, una verdad doble: pues es camino y ha de hacerse. Un camino del que sólo sabemos que tuvo un origen y tendrá un fin, sin que nos sea dado determinar ninguno de los dos. Nuestro es lo que hay entre ellos y ahí sí somos dueños de nuestro caminar. Podemos hacerlo de muchos modos y si siempre se ha dicho que hay tantas opiniones como seres humanos, lo mismo puede predicarse de los caminos. Cada cual lleva el suyo y, según nos dice el poeta, lo va haciendo según transita por él.
Cada cual hace su vida segundo a segundo y lo que llamamos las edades de la vida son momentos de recapitulación, pero no de detención porque estamos siempre inmersos en el presente, que se nos aparece como lo único que tenemos, ya que el pasado y el futuro están fuera de nuestro alcance ahora, según Schopenhauer en la Eudemonologia. Las edades de la vida son brotes de reflexión sobre la marcha acerca de la vida misma. Las esperamos provistos de expectativas, de pretensiones, de experiencias ajenas y vamos dejándolas atrás en un almacén de memorias del pasado también en continua revisión.
El romántico Caspar David Friedrich es, para mi gusto, uno de los pintores más sorprendentes. Suele bañar sus obras en las luces del crepúsculo y darles una dimensión mística que a veces se ha considerado hermética. El cuadro de Las edades de la vida (Die Lebenstufen) es un oleo de pequeñas dimensiones que se exhibe en el museo de Bellas Artes de Dresden, ciudad en la que residió el pintor casi toda su vida. No es tan famoso como sus obras cumbre (Los acantilados blancos de Rüggen, por ejemplo) las cruces en los montes o los paisajes enmarcados en ventanas, pero tiene todos los elementos de su personalísimo estilo en el tratamiento de un tema no infrecuente. Lo pintó en los últimos años de su vida y le dio una interpretación única, original. Los estadios de la vida en la tierra se prolongan y convierten en el trayecto de un barco que se aleja de la costa, camino del ocaso a la luz del mar Báltico.
Las edades en la tierra profundizan en el espacio del cuadro, con la figura del anciano en primer plano de espaldas, algo muy frecuente en la pintura de Friedrich, y la del hombre maduro mediando entre el viejo y los niños que juegan. El misterio que este cuadro evoca radica en la relación mística del ser humano con el paisaje. Los personajes parecen ajenos por entero a la trayectoria del barco y hemos de suponer que el único que lo ve es el anciano y es también el único que le da la interpretación del sentido que el artista ha querido evidenciar: la vida es un barco que rompe amarras y se pierde en el horizonte.