La editorial Vosa, que dirige Manuel Blanco Chivite, acaba de sacar el libro de fotos que se ve a la izquierda, bajo los cuidados de Luis Puicercús Vázquez y con un prólogo de Carlos Pérez Merinero. El autor había ya publicado otro interesante libro de análogo objeto, pero dentro de la tradición oral, sin imaginería, Ventas-Ciudad Lineal en el recuerdo, hecho a base de acopiar las memorias de los vecinos del lugar para construir una especie de historia de memoria colectiva. Lo mismo sucede con las fotos, la memoria iconográfica es tan importante como la oral y ambas se complementan. Estamos acostumbradxs a que las editoriales y otras empresas sólo consideren de interés la publicación de los relatos de los grandes protagonistas de la historia, las fotos de acontecimientos excepcionales o personalidades relevantes, pero no las de las gentes del común. Y sin embargo, la realidad, la historia es tan obra de éstas, tan resultado de sus afanes y esfuerzos como de las grandes personalidades. O quizá más. Es la idea que expresó muy atinadamente Bertolt Brecht y que guió gran parte de su obra: la historia no es solamente el resultado de las decisiones de los reyes, los generales, los papas sino, fundamentalmente de la obra callada y colectiva de lxs artesanxs, lxs campesinxs, lxs obrerxas; en definitiva, de la gente de la calle.
Por aquellos años, en los jardines y parques a que nos llevaban a jugar de pequeños no faltaban los barquilleros, con sus cubas cónicas rojas (he buscado en el DRAE por si tuvieran un nombre específico, pero no lo parece) a cuestas, como la que se ve en la imagen, coronadas con una ruleta metálica dorada con lengua de cuero que los chavales hacíamos girar porque de la suerte que tuviéramos dependía la cantidad de barquillos que iba a tocarnos. Siempre había premio. Unos barquillos que estaban exquisitos, con un lejano sabor a canela que todavía recuerdo, curruscantes y que se deshacían en mil trocitos cuando uno los mordía. La foto está muy bien y es muy propia, pues nunca vi un barquillero que no anduviera rodeado de niñxs porque, cuando uno no podía jugar por falta de dinero, seguía siendo muy divertido ver cómo lo hacían los demás.
El libro está lleno de imágenes de este tipo, distribuidas por secciones, como lo estarían los álbumes de las familias si la abundancia de material se lo aconsejara: Ayer y hoy, infancia, colegios, vecinas y vecinos, bodas, familias, celebraciones, viviendas y comercios, oficios diversos y credenciales. Es, pues, un retrato completo de una forma de vivir que se ha ido y, por eso mismo, un documento antropológico e histórico de primer orden. Algunas fotos son estupendas. No me resisto a reproducir la del pic-nic del señor cura con su hermana, su tía y un compañero de clerecía; detrás, el flamante 600. Uno imagina a los dos curas, con sus gafas de sol y sus chapeos, conduciendo el vehículo, con las dos mujeres en los asientos de atrás. O quizá la hermana del sacerdote se hubiera sacado ya el carné de conducir, aunque a fines de los años 50 resulta más improbable. En todo caso la escena parece sacada de una peli de Marco Ferreri, con Rafael Azcona de guionista.