Dicha sublevación militar venía siendo en cambio preparada con mayor o menor fortuna (y con muchos elementos de típica chapuza hispana) desde años atrás a través de los agravios de una casta militar privilegiada, sobredimensionada, embriagada de su fuerza y convencida de que la República estaba tratando de convertirla en un chivo expiatorio de sus desmanes. Fernando Puell de la Villa, militar él mismo, analiza en un capítulo sobre "la trama militar de la conspiración" los elementos que alimentaban este espíritu insurreccional castrense que, a su juicio, se compone de una "mentalidad intervencionista" (p. 56), un "victimismo paranoide" (p. 58), con el añadido de algunos factores contingentes que siempre apuntaron en el mismo sentido, como la cuestión catalana (p. 61) o el supuesto "peligro bolchevique" (p. 64).
Muy informativo y sistemático resulta el capítulo de Eduardo González Calleja, "la radicalización de las derechas", en el que distingue las corrientes de estas y da cumplida cuenta de las pintorescas relaciones que entre ellas mantenían: legitimismo carlista, catolicismo de la CEDA, alfonsismo y fascismo (p. 222). Cuatro banderías que reconocieron de inmediato que el punto de fusión de sus intereses comunes (dijeran lo que dijeran en sus proclamas) consistía en echarse en brazos de ejército.
El clérigo catalán Hilari Raguer, de la mítica abadía de Montserrat, tiene a su cargo presentar las relaciones de la iglesia católica con el "alzamiento". Un asunto crucial porque el clero funcionó desde el primer momento como el principal aliado y legitimador del golpe militar de los generales felones. Parece prudente encomendárselo a alguien que conoce la cofradía por dentro porque, en efecto, echa mano y expone información, de interés, como esa referencia al texto del canónigo magistral de Salamanca , Aniceto Castro Albarrán, El derecho a la rebeldía (p. 248) que, aunque conocido, no está lo suficientemente valorado en su importancia en cuanto entronque del golpismo del generalato con la tradición filosófico-política del derecho de resistencia.
Novedad para este crítico es la mención a la curiosa conspiración de aquel majadero que fue Eugenio Vegas Latapie, alma de todas las conspiraciones monárquicas y de Acción Española, quien pretendía organizar un atentado terrorista que provocara la guerra civil (p. 250). En el fondo, esta provocación criminal resume como una metáfora, el sentido todo de esta guerra que aún no ha terminado: quienes ansiaban acabar con la República en defensa de sus intereses de clase, estaban dispuestos a hacer lo que fuera para ello, a cometer todo tipo de crímenes y felonías... y a achacárselos después a quienes, al apoyar al gobierno legítimo, se opusieron a sus designios. En realidad, si los psicólogos quieren una muestra empírica incuestionable de esa patología que llaman proyección, inherente a la derecha española y consistente en acusar a los demás de hacer lo que ella hace, que consideren cómo los delincuentes rebeldes acabaron encarcelando, "juzgando" y asesinando a sus enemigos acusándolos de "rebelión". Tática de proyección que la derecha sigue aplicando hoy día de igual modo aunque, de momento, con efectos menos cruentos.
El capítulo de Raguer tenía que tratar el asunto de la cruzada en cuanto concepto legitimatorio esencial del franquismo emanado de la iglesia. El autor recuerda que el término no aparece en la famosa carta colectiva de los obispos españoles del 1º de julio de 1937 (p. 255) pero lo que es evidente, obispos o no obispos, es que el término echó raíces, fue esencial para la justificación de la guerra civil y la barbarie fascista desencadenada en España y, desde luego, salió de la iglesia. No de la propaganda del 5º Regimiento. Y que el Vaticano no la empleara expressis verbis tampoco quiere decir gran cosa para quien, como Raguer, seguramente conoce las muchas lenguas con que habla la Santa Sede.
El capítulo de Fernando Hernández Sánchez, "con el cuchillo entre los dientes: el mito del 'peligro comunista' en España en julio de 1936" tiene asimismo especial relevancia a los efectos específicos del libro. Remacha Hernández la idea de que la sublevación militar, producto de la previa (y única) conspiración antirrepublicana, fue una "contrarrevolución preventiva" (p. 275) y, muy convincentemente, concluye que el Frente Popular y su columna vertebral, el PCE, lucharon siempre en defensa de la legalidad republicana (p. 287). De revolución en ciernes, nada. Son incontables los testimonios que prueban cómo los comunistas se opusieron primero y yugularon después todas las ensoñaciones revolucionarias de la CNT/FAI o el POUM. Nos adentramos aquí en este episodio -ya tratado en otras partes del libro- que podríamos llamar la "guerra civil dentro de la guerra civil" que concluyó con el triunfo de los comunistas (o los estalinistas, como los llamaban los trostkistas) y la aceptación del principio de primero la guerra y luego la revolución.
En este asunto, como suele suceder en los hechos históricos, hay matices y matices. Si uno restringe el ámbito exclusivamente al escenario español, el punto de vista de Hernández es incuestionable: los comunistas pegan un giro a raíz del VII Congreso del Komintern en 1935 y pasan a propugnar la política de "frentes populares" como forma de lucha contra el fascismo. Un giro de 180º que tiene tanta justificación y elementos propagandísticos como sus posiciones anteriores. España fue una pieza más, sin duda importante, pero una más, en la formidable política de agit-prop de la Internacional Comunista, organizada en gran parte por aquel genio de la propaganda que se llamó Willi Münzenberg, posteriormente asesinado quizá por agentes estalinistas. Los comunistas en España obedecían consignas (entre otras, acabar con los "traidores" trostkistas) y las hubieran seguido aunque hubieran sido las contrarias. Reconozco que esto no cambia gran cosa en cuanto al fondo de la discusión de si había o no un "peligro comunista" en España en julio de 1936, pero hay que ir muy al fondo de las cosas y matizar bastante para los años posteriores. Bolloten, seguramente, se vendió por un plato de lentejas; pero, es de insistir, Borkenau fue mucho más perspicaz.
El capítulo de José Luis Ledesma, "La 'primavera trágica' de 1936 y la pendiente hacia la guerra civil", que es un buen complemento al de Francisco Pérez Sánchez, "Las reformas de la primavera del 36", muy concentrado en el análisis de las distintas medidas de reforma de la República, supone un buen colofón a este recomendable libro. Ledesma no duda en calificar de "leyenda negra" lo de la amenaza revolucionaria pretextada por las derechas conspiradoras, sublevadas y golpistas (p. 311), pero matiza algo que es de justicia. No hubo una violencia especialmente significativa de las izquierdas antes de la sublevación militar (quizá fuera mayor la sistemática provocación de los pistoleros falangistas y católicos), pero sí se encendió en cierto grado a raíz de dicha sublevación. Pero eso, obviamente, requiere otro juicio. No se puede amalgamar con la anterior, como ha hecho sistemáticamente la historiografía franquista muchos de cuyos seguidores siguen produciendo esa bazofia seudohistórica y legitimatoria en defensa del que quizá haya sido el régimen más bestial, cruento, asesino y vergonzoso de la historia de este sufrido país.
Añádase a todo lo anterior con su poderosa armazón historiográfica la reproducción de los originales de las abrumadoras pruebas de cargo que aportan los autores: los contratos de Roma y en anexos los documentos elaborados por el general Mola en preparación del golpe de Estado de julio de 1936 que demuestran una clara voluntad de recurrir a la máxima violencia de la guerra para derribar la República y continuar luego con una política de represión y terror en contra de la población civil en términos que la conciencia posterior de la humanidad ha calificado de genocidio. Estos torturadores españoles que reclama hoy la justicia argentina son en realidad los servidores y perpetuadores de un régimen ilegal, delictivo, terrorista y genocida, preparado con mucha antelación a julio de 1936. Los contratos de Roma, por lo demás, ya se ha dicho, no apuntaban a un mero "golpe de Estado". Basta con ver el material bélico comprado que tan profusamente se describe. Además, lo que estas cuentas prueban asimismo es la directa implicación de Mussolini en la preparación del asalto armado contra la República española. Fueron los alemanes y los italianos quienes ayudaron decisivamente a Franco a ganar la guerra. Los rusos llegaron mucho más tarde y, por razones evidentes, pudieron hacer bastante menos.
Efectivamente, bienvenido este último libro sobre la guerra civil. Una guerra que aún no ha terminado.