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dimarts, 1 d’agost del 2017

Sobre la crisis constitucional española

Ernesto Garzón Valdés et al., Democracia y procesos constituyentes. Fundación MAPFRE: Madrid, 2017. 160 págs.

Esta obra colectiva, producto de unas jornadas que se celebran periódicamente en Las Palmas de Gran Canaria sobre el tema genérico de “ciudadanía y democracia en España y Latinoamérica” versa sobre un asunto de importancia en sí mismo y agrandada por el momento que vive el país, un momento de crisis constitucional. Cinco especialistas abordan diversos aspectos monográficos del trilema que vive España entre: a) dejar las cosas como están; b) reformar la Constitución; y c) abrir un proceso constituyente nuevo. Ninguno aboga claramente por la primera opción aunque, como en todo debate político, algún suspicaz, partidario de una de las otras dos, pueda atribuir tal intención soterrada a quien propugne la otra, algo habitual.

El primer trabajo, “La reforma de la Constitución, una asignatura pendiente”, de Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho constitucional de la Universidad de Sevilla, señala la anomalía de que en España, a diferencia de otros países democráticos occidentales, no haya una tradición de reforma constitucional. Este mecanismo es el que permite conectar la legitimidad de origen con la de ejercicio y, por tanto garantiza la estabilidad de los sistemas políticos. Pero España constituye una excepción. Pérez Royo hace un repaso de las peripecias del constitucionalismo español de los siglos XIX y XX para concluir que la Constitución de 1978, que se debatió y aprobó con diversas anomalías (proceso constituyente de hecho, pero no de derecho; exclusión de la Monarquía del debate, etc.) se concibió de forma tradicional para no ser reformada, siendo así que esta es la única manera de ordenar jurídicamente la evolución político-constitucional. El trabajo es atinado y muestra una gran pericia del autor en su terreno pero, en la medida en que esta necesidad de reforma constitucional se postule como algo deseable para resolver la actual crisis constitucional española, la pregunta obvia es si no llega demasiado tarde. Discrepo, por lo demás, del autor en la idea de que no quepa considerar el Estatuto de Bayona como la primera Constitución española del siglo XIX y que este privilegio quede reservado a la de Cádiz de 1812. Es el punto de vista tradicional y al uso del constitucionalismo español de todas las orientaciones pero, desde uno estrictamente lógico y racional (no sentimental), no es sostenible. Verdad es que este Estatuto nace de la felonía de Carlos IV a favor de Napoleón y responde a una idea patrimonialista de la monarquía, incompatible con el principio liberal de la nación. Pero eso no quiere decir que el Estatuto sea nulo de pleno derecho porque ese espíritu liberal-nacional doceañista que así había de considerarlo es posterior a la felonía en sí que se produjo de acuerdo con la mentalidad y las leyes de la época. Guste o no a los españoles, más o menos patriotas, ese Estatuto es la primera Constitución española, cosa que no puede negarse sin incurrir en una petición de principio.

El trabajo de Ernesto Garzón Valdés, profesor emérito de la Universidad Nacional de Córdoba (la Argentina) “Dignidad, derechos humanos y democracia” aborda una cuestión esencial de la teoría democrática, la de la justificación de la democracia. El autor sostiene que esta no es “autojustificable” (p. 47) desde un criterio procedimental de mayoría/minoría, sino que necesita una justificación de contenido, material, que solo puede llegar de fuera y estar al amparo del mayor defecto del principio justificatorio de la regla de la mayoría y ha de ser necesariamente la primacía de la dignidad de la persona en cuanto titular de derechos fundamentales. Se trata de una propuesta de solución mediante el postulado de unas “muletas morales” (ibíd.) que contrarresten el peligro de la “tiranía de la mayoría”. Esta se expresa a través de la famosa “paradoja de Condorcet” que prueba cómo las decisiones mayoritarias pueden no ser justas ni racionales (que es, por cierto, el argumento de la teoría de la decisión racional al respecto) y, por lo tanto, necesitadas de algún mecanismo de protección de esos derechos, de la dignidad de la persona y, en consecuencia, paradójicamente, de la democracia misma. Tal cosa solo es practicable mediante el principio del imperio de la ley y los mecanismos arbitrados para poner coto a los excesos de las mayorías, las que llama “restricciones horizontales” (ya presentes en Aristóteles) y las verticales generalmente mediante las jurisdicciones constitucionales que obligan al reconocimiento de los derechos humanos (p. 62). Se trata del recurso de que se valen habitualmente las sociedades democráticas contemporáneas, interesantemente justificado con una referencia a la idea de Durkheim de que la fortaleza del Estado garantiza la libertad del ciudadano, algo que en realidad viene repitiéndose en la historia del pensamiento político desde Aristóteles a Rousseau, pasando por Hegel. Es un punto de vista civilizado y prudente, pero no garantiza siempre que alcance sus nobles fines con más seguridad o eficacia que la irrestricta regla de la mayoría, probablemente por la esperable razón de que aquella seguridad solo sea alcanzable mediante una mezcla de ambos principios. Si acaso, dado que, en el fondo, la democracia descansa exclusivamente sobre la cultura política democrática de la ciudadanía.

El trabajo de Jaime Pastor, profesor de Ciencia Política de la UNED, “procesos constituyentes en el marco de la crisis española y europea” aborda la cuestión constitucional de forma más directamente relacionada con la actual crisis constitucional española. No solamente no ha habido una reforma constitucional en un sentido democrático en España sino que la que se dio sorpresivamente en 2011 del artículo 135 (prevalencia del cumplimiento de los límites del déficit) y la sucesiva normativa europea al respecto, supuso la imposición de la Constitución económica europea sobre la española. A partir de entonces se ha dado un vaciamiento progresivo del Estado social y democrático de derecho, frente al cual el autor propone un nuevo proceso constituyente que retorne la capacidad de decisión a la ciudadanía atendiendo sobre todo a dos criterios esenciales: la forma confederal del Estado plurinacional y la substitución de la Monarquía por una República. No obstante, Pastor reconoce que la correlación de fuerzas a partir de las elecciones de 2016 no es favorable a estas finalidades, aunque el aumento de propuestas de reforma constitucional apunta en el sentido de la necesidad de un proceso constituyente que permita al Estado resolver la presente crisis constitucional. Podría tratarse de un caso práctico de la célebre antinomia marxista entre la cantidad y la calidad de no ser porque en España las antinomias tienden a convertirse en aporías.

El artículo de Marco Aparicio Wilhelmi, profesor de Derecho constitucional de la Universidad de Girona, sobre “Horizontes constituyentes. Propuestas desde el Sur global” aporta una visión extraeuropea aunque para problemas específicamente europeos, como la refoma de la ley orgánica del Tribunal Constitucional español de 2015, que ilustra bien su idea de que, a raíz de la globalización, está dándose un ataque general a las vías constitucionales nacionales garantistas en lo que de hecho es un proceso deconstituyente al servicio de los intereses del capital, lo que le permite hablar de un orden no post-estatal sino post-constitucional (p. 89). Un nombre algo más preciso para la idea de Agamben (ya presente en Walter Benjmin) del estado de excepción permanente en nuestros países en los que la excepción se ha hecho la regla (p. 92). La solución estaría en una “acumulación de lucidez” que, tomando el ejemplo boliviano, proceda a procesos constituyentes con fuerte presencia indígena.

El trabajo de Pablo Ródenas Utray, codirector de la cátedra cultural “Javir Muguerza” de la Universidad de la Laguna,sobre “El trilema nacional canario (o por qué la realidad nacional canaria debería formar parte de la reconstitución democrática del Estado plurinacional español)" es un alegato sobre el contenido del subtítulo, un curioso trabajo que el autor presenta como una entrevista que este hace a su heterónimo Pablo Ródenas Utray, quien tiene otros heterónimos, al modo de Pessoa. El trilema nacional canario se presenta como una versión de las tres opciones que enunciábamos al principio: a) relación positiva España-Canarias o autonomismo y estatu quo; b) relación negativa España-Canaria o respuesta independentista; y c) relación ambivalente España-Canarias o respuesta autodeterminista (pp. 117/118). En otro lugar afirma el autor que el trilema es aplicable a cualquier otra nación en España. Sin duda y muy principalmente a Cataluña. Diagnosticando un fracaso de la fórmula autonomista, Ródenas reconoce que, en el estado actual de la conciencia nacional canaria, falta un largo trecho para que esta llegue a aproximarse a los logros de las naciones de máximos autonomistas (País Vasco y Cataluña) y esté resignada a una suerte de “subordinación neocolonialista) (p. 158).

Una recopilación interesante de trabajos que permite ver la dificultad de abordar la complejidad de la actual crisis contitucional española con criterios doctrinarios y simplificadores.

dissabte, 3 de desembre del 2016

Un día grande

Grande, grande. De esos que los políticos llaman "históricos", pero de verdad. El Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ha rechazado el último recurso del gobierno del Reino Unido en contra de un decisión suya anterior que, por tanto, pasa a tener pleno efecto. Esa decisión fue requerir al gobierno del Reino Unido que ponga ipso facto en libertad a don Julian Assange, a quien mantiene ilegalmente detenido en la embajada del Ecuador desde hace seis años. Igualmente le ordena, así como al de Suecia que depongan su actitud de persecución del fundador de WikiLeaks y lo restablezcan en el pleno uso de todos sus derechos.

Histórico, verdaderamente histórico. Va a resultar que la ONU tiene una fuerza moral mayor de la que los llamados "realistas" le conceden. A ver cómo se zafa el RU de esta. Es miembro del Consejo de Seguridad y, obviamente, no puede desobedecer un requerimiento de un órgano de la Asamblea General. La excusa de poner en cuestión la fuerza de obligar de una decisión de un órgano de este tipo, queda desactivada dsde el momento en que RU aceptó el procedimiento e hizo uso de su derecho de recurso, aceptando con ello el resultado.

No hay sino poner en libertad a Assange. Mucha gente aduce que este asunto no es jurídico, sino político. Cierto, el asunto es puramente político disfrazado de judicial. Véase: Assange está practicamente secuestrado por el gobierno de su graciosa majestad en cumplimiento de un requerimiento de un órgano judicial sueco que quiere a Assange a declarar en un asunto de abusos sexuales. Pero: a) no formula cargos concretos, sino que lo requiere para indagaciones, y b) no se compromete a no extraditarlo a los EEUU si los norteamricanos lo solicitan. Y ¿para qué lo quieren los yanquies? Para averiguar algunas cuestiones secretas de WikiLeaks. Secretas porque no se especifican.

Es un caso político, obvio. Pero los políticos son los que se disfrazan de jueces. El otro es un perseguido. Un perseguido al que hasta ahora se ha respetado el derecho medieval de Santuario. Lo interesante es si pasamos de la Edad Media a la Moderna y reconocemos a los seres humanos como titulares de derechos. Todos los seres humanos. Siempre. Assange también. El hombre había aceptado ser interrogado por una comisión judicial sueca en la embajada del Ecuador y Suecia tardó cinco años en enviarla.

Esto es algo atroz. Piénsese en seis años en el espacio que pueda ser la parte que le hayan asignado de la embajada del Ecuador, que no es la Arabia Saudí. Cierto, peor hubieran sido las mazmorras del Conde de Montecristo o los ergástulos de la antigua Roma. Pero aun así, es inaudito que se pueda estar seis años encerrado, sin acusación concreta, como sucedía con los presos que iban a la Bastilla.

Está por ver qué hace el RU. Los tiempos no parecen acompañar a la idea de un cumplimiento de las normas del derecho internacional. La reciente elección de Donald Trump induce a pensar que se pondrá a soltar exabruptos si se le informa de que Assange es puesto en libertad.

Por eso es un día grande. Cuando se va a ver si todo cuanto enseñamos en las universidades, declamamos en el Parlamento, debatimos en los foros públicos, escribimos en los periódicos, alabamos y predicamos por el mundo es cierto o no. Cuando se va a ver si el respeto a los derechos del individuo se impone frente a la arbitrariedad del Estado.

dimecres, 20 d’abril del 2016

Y mañana, en la universidad de Zaragoza

¡Qué vida! Hoy en Valladolid y mañana en Zaragoza, también Facultad de Derecho, una mesa redonda-conferencia con muy ilustres colegas juristas sobre el Derecho a decidir, organizado por Diplocat y la Fundación Manuel Giménez Abad Voy encantado, sobre todo, tras haberme metido entre pecho y espalda el mamotreto de Cagiao Conde y Gennaro Ferraiuolo sobre ese mismo tema y que reseñé en el post aporías jurídicas hace unos días. O sea, que voy puestísimo. Eso aparte de que no tengo querella alguna con el "derecho a decidir" salvo que me parece un prudente eufemismo, una especie de elegante understatement para no despertar la fiera en lo más hondo de la caverna si oye hablar del derecho de autodeterminación de la nación catalana.

No se me escapa, pues no soy tan romo, que la expresión "derecho a decidir", así con esa encantadora vagarosidad kantiana, trata de conseguir un objetivo más cuantificable, tangible, palpable: convencer al legislador español de que permita el ejercicio de ese derecho en el marco de la Constitución. Ciertamente, si entre los intérpretes, asesores y decisores españoles hubiera gente con altura de miras, raciocinio, entendimiento esclarecido, gente libre y abierta, podría hacerse una "interpretación conforme" (que diría el Tribunal Constitucional) de la Constitución y delegar en la Generalitat la competencia para convocar un referéndum consultivo en Cataluña. Desde luego, nada más fácil.

Esa posibilidad solo tropieza con un inconveniente que afecta tanto al nacionalismo español de derechas como al de izquierdas: que a ningun de los dos (ni, por supuesto a los chuletas de C's) les da la real gana de acceder a algo tan elemental. Por eso es igual que lo llamemos "derecho de autodeterminación", "derecho a decidir", "derecho a soñar" o "derecho a tener derechos", como dice Stefano Rodotà. La respuesta es siempre "NO". Y por más Zaragozas que le echemos será siempre "NO".

El "SÍ" lo tendremos que arrancar; pacíficamente, pero con tenacidad y aguante.

Aula magna de la Facultad de derecho.- 16:00. Entrada libre. Creo que dan un diploma de asistencia.

dijous, 14 d’abril del 2016

Aporías jurídicas

Jorge Cagiao y Conde y Gennaro Ferraiuolo (Coords.) (2016) El encaje constitucional del derecho a decidir. Un enfoque polémico. Madrid: La catarata. (270 págs.)

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Un libro muy interesante y muy oportuno. Hace justicia a su subtítulo, pues es polémico y, a pesar de estar escrito por académicos, siempre moderados y bonancibles, tiene garra y nervio. Probablemente porque los autores son jóvenes y, además de su probada competencia profesional, parecen tener una causa por la que luchar, aunque no todos lo hagan desde la misma perspectiva: el derecho a decidir de los catalanes. Quizá les convendría repasar algo más los textos que escriben. No para enfriarlos, por cierto, pero sí para mejorarlos gramaticalmente. En algunos casos, la pasión va en detrimento de la elegancia y el afán clarificador resulta excesivamente repetitivo.

Desde el punto de vista del contenido, hay un punto central y es el decidido propósito de limitar el tratamiento del espinoso asunto a la perspectiva jurídica. Los demás enfoques se tienen muy escasamente en cuenta (aunque asoman a veces la oreja) y hasta son tratados con cierto desdén. Los politólogos no salimos especialmente bien parados. Y es curioso porque, al poner en marcha su prístina intención y no poder llevarla a cabo, algunos participantes contradicen a otros y no solo en aspectos conceptuales sino en la recepción de enfoques complementarios. De esta forma, un libro que comienza con el trabajo de Boix poco menos que excluyendo del horizonte cognitivo a politólogos y políticos (tampoco se invierte mucho tiempo en hacer distingos) termina en el de Bastida haciendo justamente lo contrario, esto es,  sosteniendo que, dadas las circunstancias, los  juristas deben enmudecer porque es es " el momento del político" (p. 268).

Con una pizca de sano humor, el título pudiera ser el encaje de bolillos constitucional del derecho a decidir. En principio, se trata de fundamentar y legitimar este supuesto derecho, del que se reconoce que es nuevo, de difícil precisión conceptual y equivalente, cuando no sinónimo, según algunos de los participantes al derecho de autodeterminación, lo cual contradice esa deseable unidad doctrinal en la que el saber académico suele depositar sus esperanzas. Con todo, la complicada pasamanería no vendría de la citada distinción entre dos derechos que se parecen como dos gotas de agua, sino del empeño, a veces francamente trabajoso, de ahormarlo en el contexto constitucional español .

En el capítulo 1, de Andrés Boix Palop, (La rigidez del marco constitucional español respecto del reparto territorial del poder y el proceso catalán de "desconexión") parte de una reconsideración crítica de la transición ("transaccionada") se ilustra el objeto de forma poco al uso en los textos de dogmática jurídica con una referencia a dos de las más conocidas novelas del recientemente fallecido Rafael Chirbes,  valenciano, como el autor del trabajo. Se trata de Los viejos amigos y La caída de Madrid y se agradece a Boix que haya escogido esta vía literaria e indirecta para trasmitir al lector su criticismo a la transición, si bien, siendo justos con la literatura de Chirbes, no se trata tanto de una visión de la transición como de lo que la traidora vida ha hecho después con quienes la vivieron. En todo caso, el "genio" (diríamos, un poco a lo Chateaubriand) de la transición española viene de la frase "de la ley a la ley", de aquel remedo de príncipe florentino que fue Torcuato Fernández Miranda (p. 14) El modelo que salió fue muy rígido y a mediados de los 70 se condensaron varias líneas de fractura (p. 23). De aquellos polvos, estos lodos.  Procès en fase Beta: reforma estatutaria catalana de 2006 y famosa sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010 desmochándola; sentencia que viene a ser como el payaso que recibe las bofetadas de los autores del libro, pretendiendo ser moderada sin serlo (p. 38). La sentencia ciega toda pretensión de innovar y hacer evolucionar nuestro ordenamiento jurídico, que se había logrado mediante una interpretacion flexible y sin que en esto haya gran diferencia entre la izquierda y la derecha (p. 41). Considera Boix con razón esperpéntico que el TC niegue valor jurídico a la idea de Cataluña como nación en el preámbulo cuando su propia jurisprudencia ya rechaza que los preámbulos tengan validez jurídica y queotros artículos anulados sigan en vigor en otros estatutos (p. 43). Es imposible un referéndum pactado. Por tanto, procès 2.0 vía a la consulta no pactada, convertida en proceso participativo ciudadano (p. 49), elecciones plebiscitarias y estado actual de la hoja de ruta para la desconexión (p. 53). Resumen ceñudo del autor: la insólita rigidez constitucional es uno de los incentivos para la ruptura y la independencia (p. 59).

Mercè Corretja Torrens (El fundamento democrático del derecho de los catalanes a decidir), parte de las elecciones de 27 de septiembre de 2015 y juzga que en ellas, los catalanes y catalanas "han podido ejercer su derecho a decidir, de forma pacífica y democrática, y manifestar su apoyo mayoritario a favor de la independencia". (p. 63) Pero, ¿es cierto que han ejercido el derecho a decidir? Sostiene la autora que este derecho, que empezó siendo una mera reivindicación política, "se ha ido configurando como un nuevo derecho democrático a partir de la práctica seguida en otros Estados y de elementos presentes tanto en el derecho constitucional como en el derecho internacional y ha ido adquiriendo unas características propias que lo distinguen frente al derecho de autodeterminación de los pueblos" (p. 65). Será verdad, pero hay que creerla bajo palabra, porque no lo demuestra conceptualmente. Sí lo muestra citando los ejemplos de creación de Estados en Europa en el siglo XX (Islandia, Noruega, Estonia, Letonia, Lituania, Eslovenia, Croacia, Montenegro, etc) que no encajan en el derecho de autodeterminación porque no son excolonias ni pueblos oprimidos (p. 69). Este crítico no tiene inconveniente en ver en ellos la realización del derecho de autodeterminación o, si se quiere, del derecho a decidir. Pero se trata de pruebas empíricas, no teóricas y, por tanto carecen de fuerza de refutación de la aporía jurídica, igual que el hecho de que Diógenes caminara de un extremo al otro de una sala dejaba frío a Zenón de Elea. Lo mismo sucede con el caso de Quebec, muy bien interpretado por Corretja como resultado de la aplicación de tres principios: 1) el federal; 2) el democrático y 3) el constitucional (p. 71). En el Canadá la gente es de espíritu libre. A su vez el derecho a decidir de los catalanes dependería de que se hiciera un interpretación ponderada y evolutiva de los principios constitucionales (p. 73), algo muy en la línea de lo que en otras partes ha defendido Josep María Vilajosana, voluntarioso adalid del derecho a decidir como distinto del de autodeterminación.  Este viene a recogerse en la STC 42/2014 (por la que se anula la Declaración de soberanía y derecho a decidir del pueblo de Cataluña) (p. 74). Otros autores, sin embargo, la contradirán en otros trabajos esgrimiendo otras decisiones posteriores del mismo órgano. Ella lo ve relativamente  fácil, pero no lo es tanto. Cierto, el "demos" son los catalanes y el procedimiento, el art. 92.1 de la CE, pero, ya se sabe, el gobierno, que algo tiene que decir al respecto, está cerrado en banda. Verdad es, para terminar, y muy prometedora sin duda, que el derecho internacional ante un proceso de secesión unilateral (caso de Kosovo) facilita mucho las cosas pues, como dice la Corte Internacional de Justicia, se trata de un asunto fáctico (p. 80). Los puristas del integrismo soberanista verán en esta decisión la sombra del taimado Poncio Pilatos, pero la autora hace bien en señalarla. Puede que sea decisiva para Cataluña en un no lejano futuro.

Laura Carpuccio, (Los modelos de articulación territorial de los poderes públicos. Reconstrucciones (teóricas) y tendencias (concretas) en la jurisprudencia de los jueces constitucionales: el caso del Tribunal Constitucional español) estudia el origen y evolución del concepto de soberanía que entiende como un "concepto difícil de definir, ambiguo y sin duda huidizo" (p. 93). El tribunal constitucional sostiene que la autonomía no es soberanía, cosa archisabida, y que la soberanía popular (nacional, dice la Constitución) se funda para justificar la superioridad de ella misma (p. 99). Reflorecen en el trabajo las ilusiones de la STC 42/2014 (p. 102) y se conectan con la propuesta de la función de los tribunales constitucionales como tribunales in-políticos según la teoría de Gustavo Zagrebelsky, para quien lo "in político" significa tanto la no-política como el interior de la política (p. 105), cuestión que convendría matizar más para no sacar la conclusión de que quizá se trate de algo tan vagaroso como la in-mortalidad del alma.

Gennaro Ferraiuolo, en un encendido y escueto trabajo (Tribunal Constitucional y cuestión nacional catalana. El papel del juez Constitucional español entre la teoría y la práctica), alancea ferozmente el moro muerto de la STC 31/2010 por considerar (como ya hicieron dues vegades los juristas catalanistas de la Revista de Dret Públic) que el alto tribunal: 1º) interviene a lo bestia sobre un texto aprobado con mayorías reforzadas en el Parlamento de Cataluña y aprobado también en referéndum por el pueblo; 2º) sigue un tortuoso y no convincente camino para dictar su sentencia al final; 3º) pierde de vista su condición de "poder constituido" y se erige en "poder constituyente o sobrevenido", es decir, actúa ultra vires; 4º) recurre en exceso y muchas veces forzadamente a la interpretación conforme (p. 117). Nuevo repaso a la STC 42/2014 que, tras considerar la resolución 5/X del parlamento catalán y anular su referencia a la soberanía, hacía un tímido reconocimiento del derecho a decidir (p. 128). Ferraiuolo reproduce el sabio cuanto resignado texto de Rubio Llorente que preside todo el libro para justificar su pretensión que, en el fondo, es la de la mayoría de los autores aquí presentes: el derecho a decidir es "una aspiración política susceptible de ser defendida en el marco de la Constitución" (p. 129) ¡Ah, pero esta puerta de ilusión se cerró enseguida! La STC 31/2015 que anulaba Ley 10/2014 de "consultas populares no referendarias y otras formas de participación ciudadana" y el Decreto del Presidente de la Generalitat 129/2014, ambos impugnados ipso facto por el gobierno, vuelve a negar el derecho a decidir y retorna a la posición intransigente de la STC 103/2008 sobre el llamado "Plan Ibarretxe" (p. 131). Así se llega al nuevo 9-N (p. 132). Ferraiuolo trae su indignación al momento presente  y mira torvamente la Ley orgánica 15/2015 que reforma las facultades del TC con aviesas intenciones (p. 139).

Jorge Cagiao y Conde (¿Es posible un referéndum de independencia en el actual ordenamiento juridico español? El derecho explicado en la prensa) hace una aportación muy brillante al debate y de amplio vuelo.  Basándose en Kelsen distingue entre interpretación científica del derecho, que corresponde a los constitucionalistas y la "auténtica", que corresponde a lo jueces. Habrá que ver qué sucede si discrepan. Sin mencionarlo más que de pasada entra en el fascinante asunto de la crítica de la ideología y, más allá de este, se asoma a un ejemplo práctico de la pragmática de la comunicación dialógica que haría las delicias de Habermas. La mayoría de los constitucionalistas españoles considera inconstitucional la posibilidad de un referéndum de independencia en Cataluña por varias razones. Dicen que la Constitución y los estatutos no prevén un referéndum pactado (aunque sí la hay en los arts. 92 y 149.1.32 que admiten un referéndum consultivo (p. 157)). Coincide aquella mayoría con la STC 103/2008 fulminando la Ley Vasca 9/2008 ya referida como "Plan Ibarretxe", que concentra la competencia referendaria exclusivamente en el Estado y deja fuera a los legisladores autonómicos (p. 159). Para Cagiao el enfoque de los constitucionalistas es más ideológico que político (p. 161). No le falta razón. Lo que sucede es que, en el fondo, y dado su planteamiento originario, al suyo le pasa lo mismo. A su juicio se puede defender un referéndum pactado. Así lo intentó la Ley catalana 10/2014 de Consultas no referendarias, distinta de la vasca (p. 165). La STC que la anuló podía haber encontrado otros argumentos. Entiende que cabe defender la constitucionalidad de un referéndum consultivo o de una consulta no referendaria  con buenos argumentos jurídicos (p. 174). Cita algunos:  la presunción de constitucionalidad (p. 177); su carencia de efectos jurídicos por ser consultivos; la preservación por ello mismo de la titularidad de la soberanía en el pueblo español (p. 178); la posibilidad de una reforma de la constitución para admitir el referéndum (p. 179). Todo muy justo y este crítico lo suscribe. Pero opinable e interpretable y, si acepto que los requisitos de la comunicación habermasiana de normatividad y de validez frente a facticidad se cumplen con la interpretación auténtica del Tribunal, me queda poco que decir. Puedo consolarme, como hace Cagiao, sosteniendo que esa interpretación no resta fuerza a mi razonamiento (p. 181), pero hay poca diferencia entre esta actitud y la del autor de un voto particular. Es lo que podría llamarse la conversión del derecho a decidir en "derecho a discrepar".

Lucía Payero López (¿Por qué Cataluña no puede autodeterminarse? Las razones del Estado español) se mueve en un territorio más abiertamente político e, incluso, de comunicación política. Gran parte de lo que argumenta podría encajarla en las teorías cognitivas del encuadre (o frame theories) y quedaría bastante bien caracterizada. Los fundamentos teóricos de la estrategia del "No" residen en una concepción unitaria de la nación española del art. 2 con una concepción muy estricta jurídico-política de "nación" (p. 189). Pues sí, es cierto. Absurdamente monolítica. Payero afirma a continuación con cierta solución de continuidad que algunos autores distinguen el derecho a decidir como un derecho individual y el de autodeterminación que es colectivo (p. 191), pero se trata de una pura digresión. Repasa de nuevo el discurso político de la estrategia del "No", basada en la primacía de la ley (p. 194) y la argucia retórica de identificar democracia y Constitución como está, sin tocarla y sin que quien la propugna, esto es, básicamente Rajoy y la derecha española, haga referencia a la posibilidad de entenderla de otra manera (p. 200). Estaría bueno. No va el neofranquismo que se ha encontrado una Constitución como un deus ex machina militar, a ponerla en peligro con ilusiones hermenéuticas. La reforma constitucional es imposible (p. 203). Si alguien tiene dudas, que recuerde que esta "gran nación" descansa sobre una gloriosa historia centenaria en común como pináculo de otros valores suprapositivos (p. 211).

Xacobe Bastida Freixedo (El derecho de autodeterminación como derecho moral: una apología de la libertad y del deber político) elabora un texto brillante y feliz, elegante, culto y, en cierto modo, gótico. Se apoya en Weber (político y científico) para distinguir dos enfoques, el del político y el del jurista (p. 219). Por eso decíamos al principio que el libro terminaba como empezaba, pero, en cierto modo, upside down. Según Bastida, la vía del jurista (ese ser que solo emerge donde hay una norma previa) consiste en que la cuestión nacional no se cuestiona. Pero hete aquí que la construcción nacional española "es la historia de un fracaso" y por eso surgen hoy las reclamaciones del derecho a decidir o derecho de autodeterminación (p. 226). El autor, por cierto, no los distingue, pero eso es, a estas alturas, poco relevante. Frente a ello, la vía del político, el que se lanza in media res y luego busca una norma para legitimar sus barrabasadas sí cuestiona la cuestión nacional (p. 233). El derecho a decidir que reclama el Parlamento catalán puede encontrar acomodo por la vía de la interpretación (p. 241). No estoy muy seguro de que la conclusión provisional de que "un derecho a decidir si otro puede puede disfrutar de la autodeterminación ridiculizaría el concepto" (p. 244) . Es brillante, pero, lo siento, no absurdo jurídicamente. Él mismo invoca a Sir Ivor Jennings y no se ve qué haya en contra de que todo el pueblo decida cual es la parte del pueblo que puede decidir. Concluye Bastida, y coincido, en que el derecho de autodeterminación puede justificarse en el terreno moral apelando al respeto a la libertad individual (p. 255). Todo el universo kantiano aplaude. Pero si este enfoque fracasa, habrá que dar paso a la vía de hecho, al reconocimiento del hecho revolucionario (p. 261). "Es el momento del político" (p. 268). Q.E.D.

divendres, 23 d’octubre del 2015

Separarse con la Constitución en la mano.


Mercè Barceló i Serramalera et al. (2015) El derecho a decidir. Teoría y práctica de un nuevo derecho. Barcelona: Atelier, libros jurídicos. (171 págs).
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El derecho a decidir, como todos los derechos subjetivos, es autorreferencial. Así como la prueba del puding se hace comiéndolo, la del derecho a decidir se hace ejerciéndolo. Demostrar su existencia y su objetividad es imposible precisamente porque es subjetivo. Se hace, por tanto, de modo inmediato. Los seres humanos presumimos que somos dueños, titulares de unas facultades de diverso orden que identificamos intuitivamente. Para no rompernos mucho la cabeza sostenemos que esas facultades, esos derechos, nos son inherentes por naturaleza, que si se nos niegan, se nos degrada a una condición subhumana o inhumana. Los derechos subjetivos son el producto de la concepción iusnaturalista del mundo que ha estado siempre ahí pero que se consolida, expande y justifica con la reforma, la tolerancia, el humanismo, el libre pensamiento en torno a los siglos XVI-XVII.

El derecho a decidir en cuanto facultad del individuo es tan obvio que cabría preguntarse si es necesario escribir un libro para probarlo. Desde el principio kantiano de la autonomía de la persona, ese derecho es algo apodíctico. La condición humana es la de un ser que decide permanentemente. Hasta el punto de que se dice que estamos condenados a decidir, condenados a ser libres. Así pues, todo ser humano libre tiene derecho a decidir y, si no puede hacerlo, no es libre y no es enteramente humano.

Pero no es esta perspectiva más bien filosófica la que preocupa a los autores del libro, todos ellos eminentes juristas y politólogos, o sea, gente positiva, incluso positivista, interesada no tanto en averiguar la razón de ser y el origen del derecho a decidir, que dan por incontrovertible, y hacen bien, como su articulación práctica y eficacia. Para lo cual tienen que resolver una objeción frecuente: el derecho a decidir, como todos los derechos subjetivos, es individual. No puede haber un derecho a decidir colectivo.

Pero justamente eso es lo que interesa a los autores: probar que hay una faceta colectiva en este derecho, cosa que consiguen después de algunos prolijos y alambicados razonamientos jurídicos que dan lugar a una conclusión bastante obvia. El derecho a decidir es individual, pero puede ejercerse colectivamente por un conjunto de personas que residen en un territorio determinado y a la que los politólogos llaman demos. Ese es uno de los problemas mayores de este derecho en función del famoso apotegma de que antes de que el pueblo decida hay que decidir quién sea el pueblo. Tal es el escollo que salva brillantemente Jaume López con una definición algo larga del derecho a decidir pero que preside y orienta el resto de las elaboraciones de esta obra: "un derecho individual de ejercicio colectivo de los miembros de una comunidad territorialmente localizada y democráticamente organizada que permite expresar y realizar mediante un proceso democrático la voluntad de redefinir el estatus político y marco institucional fundamentales de dicha comunidad, incluida la posibilidad de constituir un Estado independiente." (p. 33). López se toma la molestia también de distinguirlo del derecho de autodeterminación, pero no estoy muy seguro de que merezca la pena, ya que la cuestión tiene ribetes más o menos semánticos.

El hecho es que la definición nos sitúa de lleno en el huerto iusnaturalista, lo cual tiene una utilidad reducida cuando se quiere hacer eficaz el derecho. De ahí que el resto de los especialistas en la obra se dedique a la tarea de mostrar los aspectos jurídico-positivos del derecho y la verdad es que lo hacen con mucho rigor y extraordinaria finura de análisis. Pero se mantiene la duda de si estos refinados análisis, complejos razonamientos, delicadas interpretaciones de las normas y la jurisprudencia constitucionales alcanzan su objetivo de ofrecer una visión alternativa convincente al orden jurídico reinante en su interpretación más al uso.  Y no solo eso sino también si es necesario, dado que el derecho a decidir, como derecho natural, tiene un elemento originario, en cierto modo faceta del poder constituyente que no requiere habilitación previa alguna, que remite a un mundo de ruptura de hecho, basado en un principio de legitimidad y no de legalidad que, por tanto, hace innecesario todo intento de derivarlo de una legalidad previa. Sobre todo si, además, es contraria.

Los trabajos son realmente brillantes y muestran un ánimo de concordia y talante democrático y un deseo de abrir cauces civilizados a la solución de conflictos que, en apariencia, no los tienen. El catalán en concreto. Josep M. Vilajosana argumenta en pro de una teoría del derecho a decidir fundamentado en un principio democrático que todos admiten, aunque presenta los mismos problemas que el derecho que quiere amparar. Así se reconoce en el interesante trabajo de Alfonso González Bondía sobre "el ordenamiento jurídico internacional ante el derecho a decidir" que arranca de una valoración de la Resolución 1999/57 de la Comisión de Derechos Humanos, titulada Promoción del derecho a la democracia al reconocer que la cantidad de votos a favor de la resolución descendió drásticamente cuando se votó el título por separado por cuanto, dice el autor, muchos miembros de la comisión dudaban de que "el estatus jurídico de la democracia fuera el de un derecho" (p. 126). Retornando al trabajo de Vilajosana, su intento es encajar el derecho a decidir en el marco de la Constitución española, cosa que solo puede hacer a base de distinguir lo que llama una "permisión fuerte" y una "débil" (p. 72) que recuerdan la distinción de Berlin entre libertad positiva y negativa. Es decir, cabría un derecho de secesión en la Constitución española dado que no está expresamente prohibido. El escollo del famoso principio de indisolubilidad de la nación española cree soslayarlo el autor recurriendo a la doctrina de la necesidad de ponderación de los principios relevantes que entren en algún tipo de conflicto.

Mercè Corretja hace un gran trabajo de recopilación y análisis de casos comparados para lo cual toma referencia en los estudios previos de Ridao. La multiplicidad de casos de separación de Estados, secesiones, referéndums, declaraciones unilaterales de independencia  en el siglo XX en Europa y otros lugares del mundo (singularmente el caso de Quebec en el Canadá) prueba que son muchos los antecedentes que podrían invocarse, según características contingentes propias, para justificar una eventual separación de Cataluña, incluida por supuesto la nada desdeñable necesidad de garantizar una protección de las minorías nacionales como parte esencial del ejercicio del reiterado derecho democrático a decidir (p. 62).

Mercè Barceló toma sobre sí la ardua tarea de demostrar la constitucionalidad del derecho a decidir en España, en cierto modo coincidente con el trabajo de Vilajosana. También arranca de la "permisión débil" de que se hablaba antes, pero se concentra en la sentencia 48/2003 del Tribunal Constitucional, que excluía la existencia de una "democracia militante" que se opusiera a ese derecho, relaciónándola luego con la 42/2014 que, en su opinión, da cabida en la Constitución al derecho a decidir (p. 100), tratando asimismo de probar que, aunque con ciertas limitaciones de objetivo, se puede articular como un derecho constitucional que genera obligaciones en los poderes públicos y, desde luego, las de formularlo y realizarlo (pp. 117-120).

En resumen, una obra muy pensada, muy trabajada, argumentando en favor de un derecho que reconoce "nuevo", como un derecho amparado en una concepción de la democracia del siglo XXI y que pueda ejercerse por cauces jurídicos mediante inteligentes interpretaciones de la Constitución que harían innecesaria incluso una reforma de esta. Interpretaciones muy sólidas que parten de un supuesto quizá excesivamente optimista: el de que todos (o una mayoría significativa) de quienes en España tienen encomendada la interpretación del orden constitucional así como su gestión y aplicación real comparten el punto de vista de los intérpretes. Que todos o la mayoría aceptan la pertinencia de ese nuevo derecho a decidir y están dispuestos a facilitar su ejercicio en función de un avanzado principio democrático. En definitiva el sempiterno problema de si un postulado de deber ser tiene cabida en un ser concreto y determinado.

Ciertamente, el libro es de una gran utilidad, pues da argumentos a quienes están empeñados en abrir camino a ese derecho por la vía de hecho mediante la voluntad política que lleva a la acción.

Pero lo determinante es esa voluntad que, insistimos, es autorreferencial.  

dissabte, 10 d’octubre del 2015

La lucha por la vida en el Mediterráneo.


Javier de Lucas (2015) Mediterráneo: el naufragio de Europa. Valencia: Tirant lo Blanch. (155 págs.)
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Para los países ribereños, el nuestro entre otros, el Mediterráneo es un mar muy especial. No es un océano, pero tampoco es un lago grande. Es eso, un mar aristotélico, es decir, un mar del justo medio, de la proporción áurea, un mar equilibrado, un mar europeo. Lo llevamos tan en el fondo de nuestras identidades culturales que, a veces, nos lo hemos apropiado. Los romanos lo llamaban mare nostrum y los españoles, mar español. En torno a él se ha fraguado la civilización europea, la ciencia, el comercio, la filosofía, la religión. Lo hemos cruzado incontables veces, para predicarnos o combatirnos o esclavizarnos o liberarnos los unos a los otros. Él es la cuna en la que hemos aprendido el nombre de las cosas, a contar, a nombrar los días y los meses, a narrar, a mentir, a fabricar nuestras leyendas. Odiseo es un héroe europeo, pero también los almogáraves, Juan de Austria, Andrea Doria, Eneas, los cruzados, Solimán el Magnífico. Todos son nuestros. Somos hijos del sol, del azul del cielo y la mar y el producto de mil fábulas en las que hemos crecido.

Así que cuando, al comienzo de este interesante libro escrito por un jurista que es medio poeta, se nos dice que el Mare Nostrum es la mayor falla demográfica de Europa (p. 13) y que se ha convertido en una de las aguas más peligrosas del mundo, sentimos profundo desasosiego. Nuestro Mar no ha sido nunca una balsa complaciente, desde luego, pero tampoco una cloaca en la que bandas de criminales realizaran sus inhumanos negocios. Ni siquiera cuando lo surcaban naves de terribles piratas de la Berbería. Algo ha cambiado en él; una nueva circunstancia se ha extendido a costa del sufrimiento de miles y miles de seres humanos en busca de asilo y refugio. Y nosotros, los Estados europeos, ribereños o no, que hemos presumido siempre (unos más que otros, desde luego) de ser tierras hospitalarias, lugares de asilo y protección, nos hemos convertido en cómplices de lo que la historia acabará considerando uno de los mayores genocidios puesto que nuestras políticas en la materia ignoran y pisotean tres derechos que el autor llama repetidamente "elementales": a) el derecho a no emigrar; b) el derecho a emigrar; c) el derecho a instalarse en otro país (p. 16). Hemos hecho realidad el dictum de Agamben y nos hemos instalado en un estado de excepción permanente (p. 19)

De Lucas nos advierte de que somos nosotros los interpelados: de te fabula narratur. El desafío migratorio es global (p. 28) y no nos es ajeno, aunque, nos empeñemos, como dice Balibar , en erigir fronteras internas de nuestras democracias (p. 33). Las respuestas políticas llevan para nuestra vergüenza a la construcción de un espacio de un "infraderecho", un "limbo jurídico" cuyo emblema son los CIEs (p. 37).

El Mediterráneo es hoy una gran frontera. En realidad, una resurrección del viejo limes romano: del lado de acá, nosotros; del de allá, una turbamulta oscura y amenazadora, compuesta de bárbaros o pordioseros, ¿qué más da? Con mayor frialdad de docente, de Lucas detecta cuatro errores en nuestra visión, en la ingenua esperanza un poco psicoanalítica de que, si somos capaces de ver nuestros fallos, empezaremos a corregirlos: a) los inmigrantes no son conscientes de los riesgos; b) son meras víctimas de los traficantes; c) los países de tránsito (Túnez, Turquía) tienen capacidad o interés para contener la inmigración; d) la lucha contra las redes de traficantes es la única política eficaz; e) no hay que exagerar el efecto llamada de nuestras políticas (pp. 49-51).

Los inmigrantes y los refugiados son los parias entre los parias. Las claves para construir políticas migratorias eficaces y legítimas es recuperando la relación entre Estado de derecho, democracia y solidaridad (p. 44). El fin es construir un Estado de derecho global, universal, como lo quería Kant, en una gran federación de Estados (p. 61). Debe haber una "solidaridad abierta", suscitada por una idea del derecho de asilo como Urrecht (p. 65). La hospitalidad y el fundamento del derecho de asilo es la sacralidad de la vida (p. 67). Perfecto. Suscribo, aunque mi viejo demonio realista me recuerda que, por muy en alemán que lo pongamos, pocos respetarán los derechos ajenos si no respetarlos es beneficioso y sale gratis. Item más, que la sacralidad de la vida, proclamada por los pontífices de nuestras religiones debe modularse a la luz de la idea del homo sacer también agambengiano.

De Lucas es taxativo: la garantía de los derechos es un objetivo irrenunciable (p. 75). Recoge cuatro observaciones críticas de Judith Sunderland: 1) rechazo al "efecto llamada"; 2) la identificación de las mafias del tráfico como único problema; 3) aplicar un modelo hidráulico de política migratoria, dejando pasar solamente a los que se necesiten en el marcado de trabajo; 4) situación de emergencia. Europa estaría colapsada por las oleadas de inmigrantes (pp. 86-87), un argumento este al alcance de cerebros privilegiados como el de García Albiol. Resulta sencillamente estúpido que en un continente con tasas de natalidad negativas, en donde, como sucede en Dinamarca, el estado tiene que calentar a l@s ciudadan@s para que  aporten nuevos contribuyentes al fisco, impidamos la entrada de sangre nueva.

Casi desmayado ante el predominio de las consideraciones de obtusos intereses nacionales a corto plazo, el autor habla de deberes jurídicos universales y primarios ante los derechos humanos elementales (p. 89). A los Estados ya no solo los obligan los derechos humanos de sus ciudadanos (p. 90). Hay un marco jurídico vinculante, el Derecho internacional da refugiados, la Convención de Ginebra de 1951 y el Protocolo de Nueva York de 1966, las obligaciones con refugiados, desplazados, etc, por catástrofes medioambientales, por ejemplo, tomando el caso del MV Tampa el 24 de agosto de 2001 (pp. 92-93). El hecho de que se trate de un caso excepcional prueba lo lejos que estamos de ahormar estos propósitos en alguna forma de imperativo categórico.

Sin duda tenemos obligaciones jurídicas primarias respecto a los seres humanos que pierden la vida en el Mediterráneo (p. 97). Y lo que hacemos en enfocar el problema como uno de orden público y seguridad, y reforzamos la agencia FRONTEX, con sus operaciones de vigilancia y control antes que de salvamento y rescate en las operaciones Tritón (Italia) y Egeo (Grecia) (p. 98). En el fondo, estamos llevando una guerra sucia clandestina contra inmigrantes y refugiados (p. 103) Lo acuerdos de Bruselas de 23 de abril de 2015, que querían abordar con urgencia la "tragedia humanitaria", en realidad son pura hipocresía y verdadera xenofobia institucional (p. 105). Que el majadero de La Moncloa regrese de los cónclaves europeos vendiendo estas trapacerías como justicia es inevitable. Que así se piense en las capitales más ilustradas del continente es una vergüenza.

En el fondo, de lo que se trata, aunque De Lucas no sea tan taxativo, es de ganar tiempo a ver si, entre tanto, el problema desaparece por exterminio de los solicitantes en los lugares de origen, por ejemplo. La nueva agenda europea para la inmigración, de 13 de mayo de 2015, hecha por la Comisión persigue cuatro finalidades a plazo: a) reducir incentivos para la inmigración irregular; b) salvar vidas y garantizar la seguridad de las fronteras exteriores; c) firme política de asilo; d) nueva política de inmigración legal (p.113). El vergonzoso cálculo de las cuotas de asilo, asignadas a unos gobiernos reticentes tienen en cuenta: el PIB (40%), la población (40%), la tasa de paro (10%) y la media de peticiones de asilo entre 2010 y 2014 (10%) (p. 116). Al final, sin embargo, en la reunión del Consejo Europeo de 25 y 26 de junio de 2015 en Bruselas, hubo que reconocer que el reparto de los 40.000 refugiados fuera voluntario (p. 125).

La verdad, sin embargo, pertenece al terreno de la Realpolitik. El EUNAVFOR-MED, el plan secreto de la UE revelado por WikiLeaks persigue: 1) conseguir información sobre redes de traficantes; 2) patrullar aguas internacionales próximas a Libia; 3) actuar militarmente en contra de esos barcos (p. 128). Que el plan sea secreto y WikiLeaks lo haya descubierto pone una vez más de relieve la justicia de la observación de Kant: "todo lo que afectando a derechos de los demás no pueda hacerse público es injusto".

El diagnóstico de De Lucas es contundente y sin apelativos. Por cierto, es de agradecer que el libro recurra a ilustraciones, costumbre que se ha perdido, y muy de aplaudir la reproducción del Barco de esclavos, del gran Turner, para demostrar que la injusticia cambia de forma, pero no de esencia. Sus propuestas remediales son bienintencionadas y supongo que nadie se atrevería a negarlas, pero son tan genéricas que su viabilidad y factibilidad parecen remotas: una política de codesarrollo no intrumental ni cortoplacista (p. 141). Atención a salvamento y rescate (p. 142). Garantías para hacer efectivo el derecho de asilo en la UE (p. 144). Otra política migratoria basada en un cambio de nuestra mentalidad que nos haga ver las ventajas (y la justicia) de basar nuestra unidad en la diversidad (p. 147).

divendres, 21 de novembre del 2014

De las cosas antiguas.


Henry Sumner Maine (2014) El derecho antiguo. Su conexión con la historia temprana de la sociedad y su relación con las ideas modernas. Traducción, estudio introductorio y notas de Ramón Cotarelo. Valencia: Tirant lo Blanch. (319 págs.)
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Ya está en la calle el tercer trabajo de los cuatro que motivaron el cese transitorio de Palinuro en marzo de este año. Es una traducción de un clásico del pensamiento jurídico que, cosa rara, es aceptado también como clásico del pensamiento político, del sociológico y hasta del antropológico, al extremo de que el saber convencional convierte al autor en uno de los patricios de la sociología y el fundador de la antropología jurídica. Publicado por primera vez en 1861 en mitad de la era victoriana en Inglaterra, tuvo numerosísimas ediciones y fue muy popular hasta comienzos del siglo XX. Maine llegó a ser tan famoso que, en su sus exequias, Fustel de Coulanges lo llamó "el Montesquieu del siglo XIX". Luego pasó por una época de relativa oscuridad en la parte central de la centuria cuando el reinado incuestionable del funcionalismo en las ciencias sociales no encontraba un lugar adecuado para este impertinente ensayo pero volvió a la vida en el último tercio del siglo, al empezar a abrirse camino perspectivas distintas a aquel paradigma dominante.

El siglo XIX en Inglaterra, la era victoriana, fue fundamentalmente evolucionista. Todo estaba dominado por el pensamiento de Darwin hasta el punto de que, efectivamente, podía escribirse un libro evolucionista como este, dando cuenta de los cambios sociales progresivos sin mencionar una sola vez el evolucionismo. La idea básica de Maine, formulada en términos dicotómicos, la que le ha dado celebridad mundial y que todo el mundo cita muchas veces sin saber a veces a quién se debe es que el paso de la sociedad primitiva, para él patriarcal, se convierte en sociedad moderna en la media en que el status deja de ser dominante en las relaciones sociales y pasa a serlo el contrato. Abreviadamente,  como se encuentra en todas las historias de la sociología, "del status al contrato". La metáfora capta bastante bien el proceso por el que el elemento decisivo en las sociedades deja de ser la posición, la pertenencia al grupo, los vínculos objetivos y comunitarios para pasar a ser el contrato, la libre decisión del individuo, los derechos y obligaciones en que las gentes incurren por su acción social.

Los mayores antropólogos de su época, Lewis Morgan especialmente, quien profesaba una gran admiración por él y McLennan, que lo odiaba, refirieron sus principales doctrinas a la obra de Maine. El punto de choque era que, mientras este último sostenía una concepción patrilineal de la sucesión en las sociedades primitivas, los otros defendían la idea matrilineal, que se ha impuesto más. Pero si del cómputo de sucesión (matrilineal/patrilineal) pasamos al ejercicio del poder, esto es, a postular sociedades basadas en el matriarcado, como hacía Bachofen, o en el patriarcado, como hacía Maine siguiendo la línea de pensamiento más antiguo, es obvio que la tesis del patriarcado se impone sobre la del matriarcado.

En el libro de Maine se encuentran dos polémicas doctrinales de su tiempo, aunque tratadas con distinta atención. De un lado, la concepción del derecho natural y del otro, el enfrentamiento con la jurisprudencia analítica, cuyo principal representante era Austin. Respecto al primero, que le ocupa un par de capítulos, no duda en atribuir el potencial evolutivo, de cambio y transformación del derecho primitivo romano, el de las XII tablas, al reconocimiento y aplicación del ius gentium a través del derecho pretorio. Pero se trata de una concepción filosófica fundamental que fundamentaría la aparición de la equidad frente al derecho positivo y no de una doctrina política, la matriz de la, para Maine, abominable concepción del contrato social como se desarrolló posteriormente a partir de la Ilustración y que tiene en Rousseau su más típico representante, al que nuestro autor odia al extremo de considerarlo el jefe de una secta.
En parte esta crítica lo acercaba a las posiciones de Bentham y su crítica a las falacias iusnaturalistas, pero lo distanciaba de forma decisiva la deriva análitica de Austin, el seguidor de aquél, con quien Maine no podía coincidir en modo alguno porque dicha concepción analítica, al hipostasiar el objeto de estudio y extraerlo del devenir histórico con el fin de formular una jurisprudencia científica, negaba la importancia cognitiva del factor histórico, al que Maine confiaba las potencialidades explicativas de la ciencia. Por eso se declaraba seguidor de la luminosa obra de fundador del historicismo, Savigny, aunque, en realidad, de esta escuela el teórico que más parece haber frecuentado es Ihering.

El derecho antiguo es la primera obra de Maine, publicada a sus 39 años. No es una obra de juventud, pero tampoco lo que habitualmente se considera el trabajo que culmina un vida de estudio. Sin embargo, aunque escribió otros cuatro o cinco volúmenes en su vida, ninguno consiguió superar el prestigio que le dio El derecho antiguo, ni siquiera uno que tuvo muy buena acogida, un tratado político de crítica a la democracia llamado Popular Government y a raíz del cual quedó firmemente asentada la fama de pensador conservador de Maine sin que se haya reparado, como en justicia se debiera, de que se trata de un conservadurismo mucho más progresista que el radicalismo de concepciones posteriores.

Luego de escribir El derecho antiguo, Maine aceptó un puesto en alta burocracia imperial británica en la India, en donde llegó a ocupar puestos decisivos como asesor juridico del gobierno colonial y  hasta rector de la Universidad de Calcuta, cuando todavía sonaban los ecos de la rebelión de los cipayos, en 1857, que acabó transfiriendo lo que quedaba de la estructura iusprivatista del imperio indio al ámbito público y justificó la labor de codificación del país que, comenzada por su antecesor, Thomas Macaulay, trató él de llevar adelante. Su presencia e investigaciones en la India lo han convertido en objetivo crítico preferido de las concepciones antiimperialistas, al sostener que su labor fue sentar las bases para legitimar el Raj  británico. Algo de eso tiene que haber, inevitablemente, pero Maine estaba empeñado en otro objetivo: en comparar las estructuras jurídicas elementales de la comunidad india con las del primitivo derecho romano, así como el derecho brehon irlandés y las formas germánicas a través del método comparativo en el que creía para buscar los elementos similares que permitieran explicar la evolución de las formas jurídicas, en concreto, el patriarcado y la propiedad común, previa a su disgregación en propiedad privada.

Algunos de los textos de esta obra espléndidamente escrita sobre las ficciones legales, la sucesión testamentaria en las sociedades primitivas, el derecho penal y la religión, las primeras formas contractuales o la naturaleza del feudalismo en Europa se cuentan entre las páginas literariamente más bellas que yo haya leído.

Y conste que no estoy tratando de vender el libro, que se vende solo, sino de explicar las razones por las que me resulta tan fascinante y por las que lo he traducido. Que falta hacía, teniendo en cuenta que en España solo se tradujo una vez a fines del siglo XIX y se hizo a partir de una versión francesa.

dilluns, 30 de desembre del 2013

La vanguardia del siglo XXI.


Ahí, dice el ministro de Justicia,estará España una vez entre en vigor esa ley contra las mujeres que ha perpetrado bajo la esclarecida guía de Rouco Varela quien, por cierto, es medio bolchevique, pues admite el crimen del aborto en los casos de violación. En la vanguardia del siglo XXI, nada menos, muy por delante de la mayoría de los países europeos aún en un estadio de barbarie precristiana, pendientes de reevangelización.

La vanguardia del siglo XXI tiene un extraño parecido con la del siglo XIX, y el XVIII, y el XVII y así hasta el IV, fecha del Edicto de Milán. El espectáculo montado por ese genio de la puesta en escena de masas, ese Cecil B. de Mille teologal, ese mago de los efectos especiales espirituales, esa lumbrera de la comunicación divina, Rouco Varela, ha sido una apoteosis nacionalcatólica. Junto a la banderaza que Aznar copió a los mexicanos de la plaza del Zócalo, el arzobispo ha instalado una cruz gigantesca, para simbolizar el binomio de la raza: la cruz y la espada. España quiere ser de nuevo la cruzada contra los flagelos de la época, el relativismo, el hedonismo, la homosexualidad, el separatismo, y el anticlericalismo trasnochado.  Y así amanece un nuevo día en Europa, invocado por este hechicero y sus adláteres.

La vanguardia del siglo XXI lleva mitra. Pero no suelte el lector la carcajada. Espere. ¿Acaso no hay en el país sectores que conserven no ya el sentido laico de la existencia colectiva sino simplemente el del ridículo? Alguien habrá para observar que estas ceremonias ostentosas, casi tribales, de una confesión religiosa, debieran celebrarse en lugares privados, no públicos. Por ejemplo, en una plaza de toros, en donde también cabe mucha gente y, además, se siente la presencia del patrimonio espiritual español, el de las corridas. Se alquila la monumental de Las Ventas y así no se interrumpe la circulación urbana ni se da la murga a los vecinos.

Tiene que haber alguien capaz de razonar de esta forma, ¿O no? ¿Qué me dicen de ese alcalde de Trebujena, provincia de Cádiz, militante de IU y del Partido Comunista de Andalucía, nada menos? El hombre, muy atento al sentir de los vecinos se suma al cura del lugar y al teniente general de la Guardia Civil para imponer a la Virgen de Palomares Coronada el fajín de general de la Guardia Civil Tal cual. En la plaza de Colón, bandera y cruz de la mano de la derecha; en Trebujena, fajín y virgen de la mano de la izquierda. Y siempre espada y cruz. Mientras este alcalde comunista se entera de que pertenece a la vanguardia del siglo XXI y no a la del proletariado, como él creía, en lugar de leer a Marx y a Lenin, debe sumergirse en las novelas de Giovanni Guareschi, las del ciclo de don Camillo, un cura italiano de la postguerra, muy de derechas, cabezota, pero bondadoso, en lucha perpetua con el alcalde comunista Peppone, muy de izquierdas, más bruto que un arado pero que manda a su hijo a la catequesis, porque, en el fondo, don Camillo se lleva siempre el gato al agua. A ver si aprende el de Trebujena y deja de hacer el ridículo.

¡Vanguardia del siglo XXI! Este ministro se ha deconstruido a sí mismo sin darse cuenta. Ya no es aquel adalid de la síntesis entre conservadurismo y progresismo; el que encandilaba a los auditorios exquisitos, centristas votantes del PSOE que anhelaban una razón para votar al PP; el que repartía la píldora postcoital a cuenta del Ayuntamiento; el que toleraba y alentaba manifestaciones culturales libres. Se ha caído a pedazos, deconstruido por él mismo y, en su lugar ha aparecido este extraño ser, especie de autómata inquietante de historia de Hoffmann. La iglesia, me consta, equipara esta repentina conversión del ministro a la caída paulina del caballo camino de Damasco. Viene a ser lo mismo. El apóstol de los gentiles es otro autómata, un ser dirigido desde fuera, heterodirigido.

Así, el autómata Gallardón, dirigido desde la jerarquía católica, toma medidas autoritarias, represivas, injustas, arbitrarias y contrarias a los derechos de las personas, especialmente las mujeres por las que siente particular inquina, como buen devoto. Pero las explica con un lenguaje de progresista, de izquierda, que suena como un gori gori de misa de difuntos. ¿Desde cuándo es aficionado el conservadurismo a las vanguardias? Eso es cosa de artistas y/o revolucionarios. No de gente de orden, hombre por Dios. Lo nuestro, en todo caso, será la retaguardia, en donde solemos estar haciendo negocios. Por eso la usa tan mal y habla de "vanguardia del siglo XXI" Vanguardia ¿de qué? ¿De negación de derechos?

"No, no", clama el autómata, "al contrario". En la entrevista que se ha autoconcedido en La Razón, sostiene que su ley es de protección de los derechos del concebido y de las mujeres. ¿Y de las mujeres? Como suena: de las mujeres. ¡Pero si no se les permite decidir por su cuenta sobre su vida misma! Es que las mujeres de verdad, la mujer-mujer del señor Aznar-Aznar, no pretenden decidir sobre su vida. Para eso ya está el marido y, subsidiariamente, el cura, la policía, el juez y el carcelero. Pero es que quizá no todas las mujeres quieran o puedan ser mujer-mujer. ¿Y qué? Ya decimos que para eso están la policía, el juez y el carcelero. Descarriadas y furcias las habrá siempre.

"Así que", concluye el autómata, "esta ley es de la que me siento más orgulloso porque es la ley más progresista de este gobierno". ¿Lo ven? Puro autómata. En este gobierno nadie se da de tortas por parecer progresista. En fin, el autómata tiene un problema de crédito (como su presidente) pues lo que hace sí se da de tortas con lo que dice y lo que dice suena como las hueras amenazas del Mago de Oz. Claro que, si insiste, a lo mejor consigue convencer de nuevo a los genios a quienes encandiló la performance del Gallardón progre, el nieto de Albéniz, el amante de las Variaciones Goldberg, el alma sensible que quería estar en la vanguardia del siglo y se ha quedado en sórdido brazo secular ejecutor de los designios de la Inquisición.

dilluns, 2 de desembre del 2013

¿Por qué no nos quieren, madre?

Esto no hay comunicador que lo arregle. Ni los magos de Obama, capaces de volver a la gente del revés. El 75% de la ciudadanía desaprueba la gestión de Rajoy a los dos años de legislatura. Y su gobierno en conjunto y sus ministr@s un@ a un@ siguen cosechando un rechazo generalizado. No caen simpáticos prácticamente a nadie. Ni siquiera a sí mismos. Es un muro de antipatía y hostilidad. Do quiera que van los pitan, los abuchean, los insultan. "No", concluyen expeditivos, "esto no tiene arreglo; no es cosa de declaraciones, explicaciones o comunicación. Es cosa de palo, tentetiso y calabozo."

Dicho y hecho. Ahí está la Ley Mordaza, llamada con típica hipocresía clerical de seguridad ciudadana, en la que se atropellan todos los derechos de los ciudadanos. Con una ingeniosa novedad que el ministro vende como progresista: el calabozo es substituido por multas confiscatorias con embargo ejecutivo. Puesto que el ministro está tan preocupado por la seguridad de los ciudadanos, le sugiero rescate otra figura jurídica, injustamente olvidada: la prisión por deudas. De esa manera se hace complementario el calabozo con la pena pecuniaria. Y puede completar la seguridad del ciudadano cobrándole por la estancia en la mazmorra. Así ganará puntos entre los neoliberales de su partido. ¿Qué es eso de vivir de gorra del Estado? Y renta alta, nada de simbólica, pues, ¿en dónde estarán más seguros los ciudadanos que en la cárcel?

Puede parecer de orates, pero la ley de marras es de orates. Si un policía se cabrea contigo por la razón que sea, te acusa de haberlo insultado y te astilla 30.000e de multa pagaderos en el acto. De orates.

¿Y no entienden por qué la gente no los quiere? Es bien sencillo: porque son como son, autoritarios, despóticos, intolerantes, sectarios y más cosas que todo el mundo ve menos, al parecer, ellos.

Rajoy ganó las elecciones mintiendo sobre su programa electoral y luego se puso a hacer lo contrario de lo prometido. La doctrina del shock funcionaba y la gente estaba dispuesta a aguantar lo que le echaran en forma de medidas contra la crisis. Y así sucedió. ¿Qué necesidad había de acompañar al programa de austeridad una batería de medidas inútiles, represivas, ideológicas, en materia de justicia, de educación, de libertades ciudadanas? Ni el aborto, ni la religión en las escuelas, ni los derechos de las minorías, ni las normas de orden público eran urgentes. ¿Por qué tener a sectores de la población en permanente protesta en contra del retorno al nacionalcatolicismo?

Porque son como son, autoritarios. Lo suyo es el programa máximo impuesto por el rodillo de la mayoría absoluta. Ningún respeto por las convenciones democráticas. Gobierno por decreto ley y sin perder el tiempo en consensos. Y si la gente protesta, se la calla a mamporros. O arruinándola, penándola por faltas de absoluta discrecionalidad interpretativa (y por lo tanto, de arbitrariedad) como las "ofensas" a "símbolos" o los "insultos" a la policía.

Y esto lo hace un gobierno bajo consistente sospecha de corrupción sistemática actualmente en conocimiento de los tribunales, con un presidente acusado en sede judicial de prácticas supuestamente ilegales e inmorales. ¿De qué se asombran?

En realidad no se asombran de nada. Somos los ciudadanos los asombrados. Ellos ya lo dan por descontado. Por eso presentan esa ley, para que nunca más pueda faltárseles al respeto. Estos son muy del respeto. 

Así, el respeto que la gente no les tiene voluntariamente, van a imponerlo por ley. Como Franco.

dimarts, 22 d’octubre del 2013

El veneno de la "doctrina Parot"


El escándalo montado con motivo de la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), dando la razón a la etarra Inés del Río en su recurso contra la aplicación en su caso de la "doctrina Parot" es un fiel indicador del estado moral de nuestra sociedad. Apenas conocido el hecho, un miembro de Nuevas Generaciones tuiteó su furia insultando al diputado Alberto Garzón, quien había celebrado el fallo del TEDH por entenderlo ajustado a derecho y respetuoso de los derechos humanos que, por lo demás, es para lo que está el Tribunal de Estrasburgo. El cachorro de NNGG llamaba de todo al diputado de IU (payaso, gilipollas, hijo de puta) y, finalmente, lo amenazaba de muerte. NNGG salía al paso rápidamente, censurando a su miembro y abriéndole un procedimiento de expulsión. El propio insultón, habiéndose enfriado un tanto, presentaba acto seguido su dimisión.

Es solo una muestra del estallido de indignación que la sentencia produjo en mucha gente, especialmente las víctimas del terrorismo, quienes hablan en su nombre, la opinión pública derechista y conservadora y una buena parte de la de izquierda, incluida IU. Era muy de ver cómo algunos izquierdistas se ponían estupendos, argumentando unas insospechadas complejidades técnicas de la cuestión con el objetivo implícito pero muy habitual, de desautorizar a quienes como Garzón y, desde luego, Palinuro, consideran que la sentencia es justa, arguyendo falta de competencia específica en el asunto. Es un viejo truco de leguleyos: tratar de llevarse la razón aduciendo profundidades misteriosas que, no estando al alcance del común de los mortales, deben ser suficientes para que estos se callen.

Y no ha lugar porque, afortunadamente, el TEDH no está en manos de rábulas sino de jueces capaces de hacer justicia en un lenguaje llano comprensible para todo el mundo. Según su sentencia, el Estado español ha vulnerado los artículos 5 y 7 del Convenio Europeo de Derechos Humanos que él mismo firmó y se comprometió a acatar en todos sus términos. El artículo 5 habla del derecho de toda persona a un proceso justo y el 7, prohíbe algo que también prohíbe el ordenamiento jurídico español, esto es, la retroactividad de las normas sancionadoras y penales. Pero hay más, la segunda parte del art. 7,1 del citado convenio dice: Igualmente no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido cometida, que es exactamente lo que hace la llamada "doctrina Parot" que el Tribunal Supremo se sacó de la manga en el caso Parot en 2006: prolongar injustamente una pena de prisión más allá de la aplicable en el momento del delito. Así que el TEDH ha hecho justicia y eso es para alegrarse.

Las gentes de mala ralea -muchas-, siempre retorciendo las cosas, inquieren escandalizadas: ¿se alegran ustedes de que los asesinos etarras salgan en libertad? En modo alguno. Nos alegramos de que se haga justicia porque vivimos en un Estado de derecho bajo el imperio de la ley y odiamos que sea ese mismo Estado quien la infrinja porque eso es una especie de terrorismo. Si por cumplir la ley se beneficia a personas que, según las convicciones morales imperantes en el momento, no debieran beneficiarse, será la ley quien deba resolver la situación y no una decisión de un tribunal adoptada, según se ve, contra el mismo derecho que, como tribunal, está obligado a defender.

No hay mucha diferencia entre los GAL y la doctrina Parot. Ambos son veneno para el Estado de derecho. La única es que mientras los primeros fueron una chapuza de terroristas y criminales más bien toscos, la segunda tiene el refinamiento de saberse amparada por tan altos tribunales como el Supremo y el Constitucional que, evidentemente, cuando establecieron esa "doctrina", no estaban en su mejor día o quizá lo hicieron dejándose arrastrar por las pasiones del momento. Algo que un juez no debe hacer jamás. 

Nadie se alegra de que los asesinos salgan en libertad antes de tiempo. Pero es que no salen antes de tiempo sino, según establece la sentencia del TEDH, después de tiempo a tal extremo que hemos llevado nuestra ignominia a tener que pagar una indemnización de 30.000 € más intereses, impuestos, costas, etc a la terrorista Inés del Río. En verdad, una vergüenza.

Es comprensible la indignación de las víctimas del terrorismo y sus allegados, pero no es necesariamente justificable. Las víctimas (en el fondo, todos, pues todos somos, directa o indirectamente, víctimas de los crímenes terroristas) están en su derecho de protestar, mostrar su disgusto, hasta su rabia. Pero no pueden obligar al Estado a desacatar una sentencia firme de un tribunal cuya jurisdicción ha aceptado voluntariamente; no pueden obligar a las instituciones a ir contra la ley del Estado de derecho. No pueden dictar su voluntad al resto de la sociedad porque, en el momento en que intenten hacerlo, su indignación se troca en odio y venganza y ninguna sociedad puede sobrevivir sobre el odio y la venganza.

Si las víctimas del terrorismo creen que los terroristas convictos deben padecer mayores castigos que los previstos en la ley, si quieren imponer la cadena perpetua o la pena de muerte, por ejemplo, que lo propongan abiertamente y será la colectividad la que decida. Pero, a falta de eso, carecen de todo derecho a exigir de esta y de sus autoridades comportamientos ilegales. 

Porque lo que ha hecho el TEDH ha sido algo muy sencillo: obligar al Estado español (o sea, a todos nosotros) a cumplir la ley que nos hemos dado y que excluye taxativamente la retroactividad, como hace el art. 25, 1 de la Constitución española: "Nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa, según la legislación vigente en aquel momento". Alguien podría decir que esta prohibición no afecta a los cálculos o cómputos sobre aplicación de beneficios penitenciarios hechos por los tribunales, que es de lo que va la doctrina Parot . Es absurdo y además no merece la pena detenerse en esto. Lo que el TEDH sentencia es que España ha infringido no su Constitución sino el vigente Convenio Europeo de Derechos Humanos en su artículo 5, 1, más arriba citado, y que repito aquí como colofón:Igualmente no podrá ser impuesta una pena más grave que la aplicable en el momento en que la infracción haya sido cometida. A nadie, incluida la terrorista más sanguinaria.

dimecres, 17 d’abril del 2013

La ofensiva contra las mujeres.


Arrecia el patriarcado con fuego de todas las baterías. Desde el fondo del templo de Dios, Rouco reclama la derogación de las leyes del aborto y del matrimonio homosexual. La primera petición apunta directamente a la mujeres, para privarlas de un derecho esencial como es el de disponer de la propia vida. La segunda va contra todos los homosexuales, femeninas y masculinos. Nueva restricción de derechos para convertir a las mujeres (y, de paso, a los gais) en ciudadan@s de segunda. Rouco es el Bautista clamando a los pies del palacio de Herodes, hoy accidentalmente el Vaticano. Pero su destino es muy otro. No será su cabeza la que vaya en bandeja sino la de Eva o, mejor, Lilith, la personificación femenina del mal. 

Gallardón está ya estudiando, con su habitual capacidad para el sofisma, la forma de vaciar de contenido la ley de la interrupción voluntaria del embarazo sin que parezca que está haciéndolo. Es ese fabuloso espíritu de mixtificación que se encierra en la propuesta de que el ministerio de Justicia sube las tasas judiciales para garantizar la gratuidad de la Justicia. El hecho es que, si Gallardón cede ante las imposiciones clericales, serán los curas quienes gobiernen. Lo mismo que ha sucedido con el ministerio de Educación cuyo ministro se ha apresurado a cumplir las órdenes del episcopado en materia de enseñanza privada, supresión de educación para la ciudadanía e implantación de la doctrina religiosa. Y, en la medida de lo posible, la educación, segregada por sexos pues, según el ministro, esta segregación no discrimina, como se demuestra por el hecho de que también la hayan implantado los integristas de Hamas en Gaza.

Está claro: en donde los curas mandan, las mujeres llevan la peor parte. Siempre. Y a esa misoginia acendrada de la Iglesia se une la de una sociedad civil educada en los más preclaros principios del machismo andante. Ese alcalde que dice que las feministas lo son hasta que se casan, igual que los comunistas hasta que se hacen ricos y los ateos hasta que se estrella su avión, muestra la esencia misma del machismo. La equiparación de las tres circunstancias es tramposa. Lo del comunista y el ateo los involucra a ellos solos confrontados con circunstancias genéricas fuera de su control. Allá ellos con sus conciencias. Lo de la feminista es el resultado de una interacción entre dos seres humanos, un dominador y una dominada. Es una relación de violencia. Esa presumida renuncia al feminismo por razón de matrimonio es la formulación vulgar de la leyenda de la doma de la bravía, aunque no tan vulgar como su manifestación de sobremesa cuando los hombres explican el comportamiento de una mujer porque es una malfollá que lo que está pidiendo es un macho.

El cargo del PP que hace unas fechas dijo que las leyes, como las mujeres, estaban para violarlas, dimitió acto seguido. Era una brutalidad demasiado pétrea para edulcorarla de algún modo haciéndola pasar por una de esas estúpidas incorrecciones políticas que invocan quienes no tienen ni idea de lo que es la corrección política. El alcalde en cuestión, sin embargo, para no dimitir ha acabado diciendo lo contrario de lo que afirmaba, admitiendo que no se puede generalizar, que algunas feministas lo hacen y que él lo encuentra lamentable. ¡Lamentable! Si son esas las que prueban la veracidad del supuesto de que, en el fondo, las feministas lo que quieren, como todas, es casarse con un hombre que las mantenga. Lamentablemente, claro.

La defensa de los derechos de las mujeres es la primera línea de la defensa de los derechos fundamentales.

dilluns, 1 d’octubre del 2012

De señorit@s, sinvergüenzas y corrupt@s.

Andan los mentideros revueltos con la nueva medida de la cirujana de hierro de Castilla La Mancha de dejar sin salario a los diputados autonómicos, como un gesto más de espartanismo y ahorro. De inmediato han salido sesudos análisis poniendo de manifiesto cómo se trata de una decisión típica de la derecha para reservar la actividad política representativa a los ricos y dejar a los asalariados sin sufragio pasivo. Recuerdan los citados análisis que fue una conquista democrática consignar salario a los cargos representativos para garantizar la igualdad y, sobre todo, la independencia de los electos. Pero, según Cospedal, se trata de una falacia para seguir despilfarrando recursos públicos. ¿Quién no tiene unos momentos libres en el día a día para dedicarlos a las tareas representativas sin desatender sus otras ocupaciones y negocios? Se trata de acabar con lo que Aguirre, siguiendo a su mentor el difunto Jaime Campmany, llama mamandurrias.
Cospedal debiera saber que la representación política lleva más de unos momentos libres al día, aunque, si juzgamos por su persona, que desempeña dos trabajos políticos a la vez (y cobra por los dos) y llegó a desempeñar tres (supongo que también cobrando), tal debe ser el caso. Poco más de un rato al día debe dedicar a la política quien toma una medida tan desvergonzada, demagógica e injusta como esta. O quizé le dedique mucho tiempo, pero no le aproveche gran cosa por falta de neuronas.
Porque no es solamente que la medida, patrocinada por alguien que cobra (indebidamente a jucio de Palinuro), más de 220.000 euros al año y, además, vive casi gratis total a cuenta del Estado al que desprecia, sea una burla y una afrenta que se presenta con el argumento hipócrita de que "hay que dar ejemplo". ¡Ejemplo una política que cobra más de 20.000 euros al mes indebidamente y con casi todos los gastos pagados! Es mucho más. Es demagógica y bastante inmoral porque hasta Cospedal debiera saber que el problema no es la forma en que los diputados cobran la retribución por sus servicios, sino la retribución en sí misma. Suprime los salarios regulares, pero deja las dietas, entre otras cosas porque, si no lo hace, su propio grupo parlamentario se le echa encima
¿Dietas o salarios? ¿Cuál es la diferencia? Escasa y, desde luego, a favor de la fórmula salarial por razones obvias de control del gasto y transparencia. Justo lo que Cospedal trata de evitar buscando el aplauso de los más ignaros. Otras comunidades tuvieron este sistema de dietas sin salarios -por ejemplo, la de Madrid- y hubieron de pasar a salarios. ¿Por qué? Obvio, y Cospedal lo sabe: las dietas no tributan, mientras que los salarios, sí. Es decir, se defrauda "legalmente" al fisco. Los salarios están fijados en los presupuestos de la Comunidad y, aunque su volumen depende de la voluntad de los propios diputados (los políticos son la única especie del planeta que se fija sus emolumentos), lo hacen de una vez por todas para un año o varios y no pueden moverlos. Las dietas, en cambio, son un producto mucho más ventajoso: también dependen de la voluntad de los interesados, pero de un modo más arbitrario, cambiante y permanentemente revisado, al alza, claro. Pero, sobre todo, dependen de la cantidad de actos, plenarios y comisiones que se convoquen. Y ¿quién decide las convocatorias? Los mismos que cobran las dietas. Resultado: como es de suponer, hay plenarios todos los días, comisiones cada treinta minutos y hasta los fines de semana y fiestas de guardar, de forma que los diputados -que en esto de cobrar no conocen diferencias políticas- se llevan a casa una pastuqui muy superior a un magro salario.
La medida es, por tanto, mendaz, demagógica, populista, inmoral y fomenta la corrupción. O sea, típica de la derecha.
(La imagen es una foto de PP Madrid, bajo licencia Creative Commons).

dimarts, 24 de juliol del 2012

La voluntad de entendimiento

Peces-Barba era un hombre tranquilo, un estudioso apasionado de su profesión de jurista a quien las circunstancias de la vida obligaron a entrar en el tumulto de la vida política para la que él mismo reconocía tener escasas cualidades y que le hizo encajar amargas lecciones y serios reveses. Como hombre de derecho, otorgaba gran importancia a las formas y procedimientos y de ahí que, cuando le dieron a elegir (pues, tras el triunfo socialista de 1982, hubiera podido ser lo que quisiera, ministro, embajador, etc) se decidiera por la presidencia del Congreso. De acuerdo con la acrisolada tradición parlamentaria británica -que Peces-Barba conocía muy bien- el presidente de los Comunes, el Speaker, es una persona tan por encima de los partidos que ni siquiera cuenta como un diputado más de aquel al que pertenece, razón por la cual el otro partido también renuncia voluntariamente al voto de uno de sus diputados. Así se veía él, como alguien capaz de sobreponerse a los inevitables partidismos y de construir en beneficio de todos. La práctica cotidiana celtibérica, que nunca le dejó mucho margen, lo impulsó a abandonar el cargo tras una legislatura y retornar a la siempre sosegada academia en la que hizo una gran labor como Rector de la Universidad Carlos III, una creación del gobierno socialista que él se empeñó en regir de acuerdo con las ideas krausistas de la Institución Libre de Enseñanza.
Las necrológicas que se publiquen estos días sobre Peces-Barba insistirán en su condición de Pater patriae, en su actividad antifranquista y en Cuadernos para el Diálogo. Palinuro se limitará a señalar dos aspectos que recibirán menor tratamiento pero son muy significativos: la teoría de los tres Franciscos y el personalismo de Emmanuel Mounier así como el humanismo integral de Jacques Maritain, a quien dedicó su tesis doctoral. La primera es una elaboración metafórica de Salvador de Madariaga que interpretaba España como víctima del encarnizado enfrentamiento entre los "tres Franciscos", esto es, Francisco Franco (la reacción militar-clerical), Francisco Largo Caballero (la revolución proletaria) y Francisco Giner de los Ríos (la imposible revolución burguesa). En realidad, una forma más de articular la vieja tesis de los historiadores marxistas de que la desgracia de España es no haber tenido revolución burguesa ni ilustración. Peces-Barba era un fiel seguidor de esa doctrina que nunca fue, un defensor de una causa perdida de antemano, un discípulo sin maestro.
De hecho, hubo de ir a buscarlo en el extranjero y en sus años de inquietudes juveniles, muy teñidas de catolicismo, leyó a Mounier y Maritain y se hizo adepto de sus doctrinas, en concreto la idea del socialismo de la persona, de Mounier en cuanto al contenido de sus ideas y la del humanismo integral de Maritain, en cuanto a la forma según la cual el hombre debe intentar entender siempre todas las posiciones y las actitudes de los demás, antes de formular la propia. Fue este el espíritu que incorporó a la Constitución de 1978 y no estoy seguro de que con entera fortuna porque, para que tenga éxito, todas las partes han de actuar de igual modo y lo cierto es que si el texto de 1978 contiene numerosas concesiones del pensamiento abierto y democrático al primer Francisco, no contiene prácticamente ninguna de aquel a los otros dos. No obstante, el texto final quedó consagrado como un monumento a la victoriosa concordia de los españoles y clave de arco de su celebrada transición.
Esta matizada y pundonorosa actitud llevó a Peces-Barba a aceptar el puesto de Alto Comisionado para la Atención de las Víctimas del Terrorismo al que se incorporó con la renovada ilusión que lo llevó a cofundar 40 años Cuadernos para el diálogo. Diálogo, siempre diálogo, era su actitud. En aquel puesto aprendió en propia carne la dureza de un realidad fanática, intransigente, que desprecia el diálogo y solo admite la sumisión o la aniquilación del adversario. Chocó de frente con el mandamás de la mayoritaria, muy reaccionaria, Asociación de Víctimas del Terrorismo que le echó encima a toda la derecha, dispuesta a no dejarle un heso sano. Víctima él mismo de sus ilusiones humanistas integrales y personalistas Peces-Barba sufrió al final de su vida pública el último e inmerecido ataque de la intolerancia, el odio y la vesania que se había negado a reconocer a lo largo de la existencia y que, en cierto modo y con la mejor voluntad del mundo, intentó conciliar en un empeño común al que se llamó Constitución y que, de hecho, saltó por los aires en el verano de 2011 con una reforma apalabrada in camera, al margen de la sedicente soberanía popular.
Que la tierra le sea leve.