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diumenge, 22 de febrer del 2015

La belleza del cisne.


La historia la escriben los vencedores, dice el saber convencional, dando por supuesto que aquella es producto de batallas y guerras. Ampliemos sin miedo a otras actividades que, siendo humanas, tendrán su parte belicosa. Al arte, por ejemplo. La historia del arte del siglo XIX la han escrito los vencedores, los que se alzaron contra el gusto dominante y empezaron siendo rechazados por este, los refusés, los que tuvieron que montar salones paralelos, alternativos, porque los consagrados querían condenarlos a la invisibilidad. Al final fueron los únicos visibles, prevalecieron y, claro, escribieron la historia. En ella desaparecieron los pintores academicistas, los de temas históricos, mitológicos, religiosos y si quedaron los simbolistas fue como precedente del triunfo incontestable del impresionismo y sus derivados vanguardistas. Sin embargo, las otras corrientes sobrevivieron, siguieron tratándose temas históricos en formatos de gran tamaño con un espíritu edificante, aleccionador, moralizante. No era un arte muy apropiado para la burguesía con ínfulas que pronto tiraría por otros formatos y, sobre todo, otros temas, más de la vida cotidiana. Pero sí lo era para los grandes espacios, las obras públicas, los monumentos. Y las autoridades e instituciones, las que financiaban los "salones" siguieron encargándolos y los artistas consagrados produciéndolos con un estilo cada vez más refinado y que pronto pasó la frontera de lo artificioso, relamido, falso. Este arte académico es frío tanto en la forma como en el contenido. Pero sigue siendo bello y de grata contemplación a pesar de tiempo pasado porque, como dice Keats, A thing of beauty is a joy forever" ("la belleza es una alegría eterna").

El canto del cisne, llama la Fundación Mapfre de Madrid a la exposición que ha abierto hace unos días en su sala del Paseo de Recoletos. Una ocasión única. 84 piezas representativas de la pintura academicista francesa de la segunda mitad del XIX, algunas míticas. Vienen del Museo d'Orsay y son todas francesas ¡Qué país, Francia! ¡Qué genio artístico! Porque si el impresionismo de la época es extraordinario, aquellos contra los que se alzó, a los que combatió, los academicistas, los vencidos, no lo son menos. A su modo claro. El título de la expo lo dice todo: "el canto del cisne", el crepúsculo, el ocaso de un estilo, de un arte bello como un cisne.

Si no yerro, todas los autores son franceses excepto un Böcklin, un Sargent y un Franz von Stück. Aquí están Ingres, Meissonier, Tissot, Bonnat, Bouguereau, Belly, Puvis de Chavanne, Gérome, Courbet, Cabanel, Laurens, Moreau y otros. Por supuesto, hay notables diferencias de temas y tratamientos. Para pasarse horas mirando y remirando.
Recibe al visitante El manantial, de Ingres que, además, se emplea como banderola para anunciar la exposición. Ese desnudo es el más representativo de la imagen femenina que luego se adoptaría como patrón y se llevaría al extremo en los dos Nacimiento de Venus de Cabanel y de Bouguereau que también pueden admirarse aquí. Y es un experimento bien curioso: son desnudos integrales femeninos que quieren revestir de erotismo una estatua clásica a base de encarnar sus redondeces pero privándola de sexo. La verdad es que en el caso de Bouguereau (del que se exhiben cuatro telas, entre ellas su sorprendente Virgen de la consolación) es un poco estomagante. Lo mismo con Cabanel, del cual también hay cuatro cuadros: la consabida ninfa raptada por el fauno para el desnudo y dos obras de más interés, una Tamar y un Dante y Virgilio en el episodio de Francesca de Rimini. Esto apunta a otro factor de esta pintura: que hay que venirse con la enciclopedia británica bajo el brazo, porque está llena de referencias cultas. Un episodio napoleónico de Meissonier; el Herculano de Leroux, que trata de trasmitir un sentimiento de catástrofe inminente casi al modo en que podría haberlo hecho Racine; los famosos Peregrinos a la Meca de Belly; un par de Orfeos y el Jasón y Medea, de Moreau, un cuadro que cuenta una leyenda.

Un par de retratos. Está Victor Hugo, maduro, pintado por Bonnat (de quien también hay un Job). Al lado, casi como no queriendo, el retrato de Marcel Proust de Jacques-Émile Blanche. Junto al león romántico y revolucionario de Cromwell y Los miserables, un pisaverde de veintiún años, atildado como un dandy, con un cuello almidonado, una orquídea en la solapa y la raya del pelo al medio, un diletante de la alta sociedad que diez o doce años después empezaría a escribir En busca del tiempo perdido. En otras partes hay otros retratos, de esos de marquesas y condes sin mayor interés.

La historia la escriben los vencedores, pero los vencidos también cuentan su batalla.