divendres, 2 d’octubre del 2015

Ver para leer para ver.


En el (antiguo) Matadero de Madrid, hay una instalación, la casa del lector, dedicada al estudio y fomento de esa hoy casi exótica costumbre de la lectura. Está patrocinada por la Fundación Germán Sánchez Rupérez, el fundador del grupo Anaya, potente empresa editorial. Es un espacio, como todos los del Matadero, muy amplio, magníficamente distribuido y organizado para exposiciones y que en sí mismo ya es digno de contemplación. Acoge muestras de gran interés expuestas con mucho ingenio y poco convencionalismo. Para visitarlas no basta con la benévola y ociosa curiosidad de los espectadores, pues suelen exigir mayor implicación, complicidad y hasta preparación.

En este caso se trata de una exposición muy original comisariada por Eduardo Arroyo y Fabienne Di Rocco sobre algunos aspectos, los que los  comisarios consideran más curiosos o interesantes, de las complejísimas relaciones entre la escritura y la pintura. Está dividida en siete secciones, cada una de ellas con un tema principal. Podría estar dividida en siete mil o más, pues la sinestesia entre la literatura y la pintura es más abrumadora que entre la música y la pintura. Gran parte de la pintura occidental es la iconografía del discurso civilizatorio materializado en libros, libros para mirar, para adornar y para leer. Lecturas.  Por ejemplo, aunque sea comenzar la noticia de la exposición por el final, la sección VII está dedicada a El retrato de Dorian Gray, una película de Albert Lewin en 1945 con Hurd Hardfield como Dorian Gray y el gran George Sanders como Lord Wotton. La historia, ya se sabe, la novela de Oscar Wilde sobre el dandi que no envejece porque ya lo hace por él su retrato, pintado por su amigo el pintor Basil Hallward. Pintura y literatura en una misteriosa y terrible relación. Por cierto, Lewin tenía afición por el arte de San Lucas. En 1957 rodó en Tossa de Mar una extraña fantasía, Pandora y el holandés errante, con Ava Gardner, James Mason y Mario Cabré. Cuando el buque fantasma fondea frente a Tossa, el holandés errante está pintando el retrato de una mujer que es la Pandora/Ava del film. Literatura y pintura. No obstante, la referencia a la película de Dorian Gray sirve aquí para llamar la atención de que al cine le sucede como a la pintura: en su inmensa mayoría, las películas proceden de novelas, dramas, cuentos, poemas; en definitiva, literatura.

La exposición se abre bajo la advocación de San Jerónimo, al que está dedicada la sección I, autor de la Vulgata y patrón de los traductores. Es la personificación de la escritura. Los comisarios han reunido 14 cuadros del santo, casi todos del siglo XVII y casi todos también anónimos, excepto algunos de autor, Murillo, Polo, Tristán, Van Dyck, del Castillo, Reni. No son deslumbrantes pero cautiva la unidad temática y la llamativa coincidencia en los elementos identificatorios. San Jerónimo se muestra siempre como eremita, con el torso desnudo y una hopalanda generalmente roja que ya basta para aludir a su condición de cardenal, príncipe de la Iglesia. La vestimenta se corresponde con el capelo cardenalicio, que no siempre aparece, como tampoco lo hacen sus otros atributos, el pedrusco con el que se daba golpes de pecho, el crucifijo, la calavera y, desde luego, el león cuyo amor se ganó por haberle quitado una espina que lo atormentaba.

Esa relación entre el hombre y la bestia da luego un giro insospechado. La sección II es una curiosísima experiencia. En 1964, los pintores Gilles Aillaud, Eduardo Arroyo y Antonio Recalcati decidieron interpretar pictóricamente una novela breve de Balzac, incluida en las escenas militares de la Comedia humana, llamada Una pasión en el desierto, que cuenta los intensos amores entre un soldado francés y una pantera, así como la muerte de esta a manos del militar en lo que entonces se llamaba un "crimen pasional" y hoy se conoce como "violencia de género". Pintaron trece cuadros con un par de reglas, la más importante era que todos tenían que haber pintado en todos. Las 13 piezas están aquí expuestas y muchas son verdaderamente alucinantes, porque interpretan una historia muy difícil, por no decir imposible, de imaginar. Los ejemplos que se ponen de la única edición ilustrada de la novela en 1949 son, sí, fascinantes por lo exótico, pero no excepcionales. Los trece cuadros de los tres pintores son, en sentido estricto, trece creaciones colectivas. Muy notables. Y el resultado es sorprendente.

La sección III es una interpretación libre de Simón el estilita con recuerdo explícito a la película de Buñuel, solo que, en la cúspide de la columna hay una pantalla. La pieza que saluda al visitante es un corto con un monólogo de Ramón Gómez de la Serna, que da luego paso a una obra emblemática de la estética del 68, un precioso cuadro (muy en el estilo del referido a Marcel Duchamp) obra colectiva de Aillaud, Arroyo, Biras, Fanti y los Rieti, con el curioso título de Louis Althusser dudando si entrar en la dacha Tristes Mieles De Claude Lévi-Strauss donde están reunidos Jacques Lacan, Michel Foucault, Roland Barthes, en el momento en que la radio anuncia que los obreros y los estudiantes han decidido abandonar alegremente su pasado. Título abreviado, La dacha. Puro situacionismo con unas gotas de la Escuela de Atenas. La sección continúa luego con unas ciento y pico fotografías de los más diversos temas, formas, ángulos, tomas, encuadres y todas ellas unidas por el dato de que siempre hay alguien que no tiene los dos pies en el suelo. Lo propio de los estilitas, desde luego.

La sección IV, la escritura ilegible contiene abundantísimas muestras de la mezcla entre pintura y escritura pero entendida esta como arte gráfica. Representaciones caprichosas, alfabetos, mezclas, grafismos, portadas e ilustraciones de libros, preciosos acrílicos de Saura, dibujos de Michaux, guaches de Voss, tinta china de Gordillo, unos magníficos collages de Cortot en homenaje a Blaise Cendrars y el dicho Michaux, decenas de delicadas portadas sobre todo de libros de poesía (Joan Brossa y muchos más) pues suelen ser lo poetas los autores que más cuidan la estética de presentación de sus obras que llegan a ser lo que antaño se llamaba "libros-objeto". Muy grato ver una edición de los Agrafismos de José Miguel Ullán. Termina la sección con una abundante muestra de arte letrista. El nombre es insuficiente. La letra ha sido de siempre objeto de contemplación en sí misma, como se ve en los manuscritos góticos, pero es que aquí no es la letra el objeto sino la escritura misma. Y con efectos bien curiosos.

Las secciones V y VI vuelven a la plástica; la V recoge obra de cuatro pintores franceses de fines del XIX y gran parte del XX no muy famosos, todos ellos al margen de escuelas y estilos predominantes si bien el que suele estar bastante presente es el surrealismo: Pierre Roy, Clovis Trouille, Alfred Courmes, y Jules Lefranc. Son conocidos por algún motivo específico del que se tiene especial noticia. Por eso es interesante que la exposición permita una visión más completa de su vida y obra. Roy fue ilustrador de Vogue durante muchos años. Clovis Trouille, un exquisito, es el autor de un cuadro cuyo título pasó a uno de los espectáculos musicales más célebres del siglo XX: "¡Oh Calcuta!", slang apache de "¡oh, qué culo tienes!". De este Trouille tenía Dali la mejor impresión por su absoluta falta de reverencia hacia los respetos humanos y usos sociales. Los españoles son Rafael Cidoncha (retratos), Sergio Sanz (muy llamativos acrílicos de motivos rizomáticos) y Carlos García-Alix con obra mezclada. por un lado, retratos de grandes autores (Babel, Koestler, Céline, Jacob, Mandelshtam, Benjamin, Bulgakov, Platonov, etc) que nos están llamando y pidiendo que revivamos las emociones de haberlos leído. Por otro lado, óleos temáticos de montones de libros, pasillos atestados, desvanes: al parecer, la guarida del pintor. Libros y más libros. Buen final de la exposición.

Merece mucho la pena verse. Da para pensar.