dilluns, 30 de juny del 2014

El reñidero español

Tomo prestado el título de uno de los libros más interesantes y más tempranos sobre la guerra civil. Tan temprano que se escribió en 1937, con lo cual se le añade un valor profético. No hay nada como que te torture cualquier policía secreta para hacerte clarividente. Es lo que le pasó a Franz Borkenau, el autor.

Reñidero, laberinto, tragedia, ruptura, decadencia, desastre la mayoría de los términos que suelen asociarse al sustantivo España son alarmantes. 

“España es una gran nación”, trompetea menendezpelayesco siempre que puede, el presidente del gobierno. “España es una gran nación”, dice Juan Carlos I en el momento de su apresurado mutis. “España es una gran nación”, reitera Felipe VI en el de su deslucida llegada de la mano del Corpus Christi. No se sabe de dónde sacan esta convicción, si es que la tienen y no es pura propaganda. Tampoco importa. El caso es repetirla sin cesar, por si cuela. Y no cuela. Una gran nación no tiene partes de su territorio sometidas a una soberanía foránea y alguna de ellas –Gibraltar- en régimen que los españoles gran-nacionales consideran “colonial” y por el que dicen sufrir mucho. Una gran nación no reforma su Constitución por orden del exterior y en procedimiento de urgencia. No está literalmente carcomida por la corrupción, desde la Casa Real hasta la última pedanía. No tiene una cuarta parte de los niños por debajo del umbral de la pobreza y pasando hambre, ni casi seis millones de personas activas en paro. Ni exporta decenas de miles de trabajadores cualificados porque es incapaz de emplearlos. No tiene a la gente buscando comida en los basureros. Una gran nación no necesita asociaciones privadas que salgan en su defensa, ni recurre a la censura, ni manipula (al menos, descaradamente) los medios de comunicación, ni hostiga y reprime a los ciudadanos que se manifiestan o protestan. No reduce o conculca los derechos de la gente y muy especialmente los de las mujeres. En lo esencial, una gran nación no se niega a reconocer el derecho a decidir de sus minorías nacionales, no les discute la condición nacional ni trata de asimilarlas a toda costa y de conservarlas a la fuerza.

“España no es una nación, sino un haz de naciones”, decían los catalanistas a mediados del XIX. “España no existe como nación”, sino como una serie de compartimentos estancos, reconocía un atribulado Ortega. “No es una nación”, recupera Jordi Pujol setenta años después el discurso catalanista “España no es una nación, sino un Estado”, recalcan las nacionalistas vascos todos, desde los burgueses del PNV hasta los radicales de Amaiur. O sea, no solamente no es una gran nación, sino que no es nación a secas. No es. O quizá su ser sea ese su no ser una nación. Definirse por lo que no se es tiene la ventaja de que se puede ser (o simular que se es) lo que en cada momento convenga, cosa muy apropiada para el patriotismo habitualmente oportunista. Claro que también puede ser una plepa de órdago, como explica Ben Beley en las Cartas marruecas: ese no tener carácter propio “es el peor carácter que se puede tener”. De tener alguno, es el del enfrentamiento, el conflicto de las dos Españas, la nacionalcatólica, siempre dominante y la librepensadora, liberal o progresista que casi nunca ha conseguido hacerse oír y solo de uvas a peras y fugazmente ha convertido su voz en ley. Es una situación que ya invita a la melancolía a los del 98, entre quienes había de todo, desde quien, como Unamuno, era un agónico católico españolísimo hasta quien, como Azaña, ambicionaba (y, por un momento de ilusión creyó haberlo conseguido) descatolizar el país. Al parecer es una nación que solo existe en lucha y en lucha intestina. La de España contra la Anti-España que presenta diversas caras a lo largo de los siglos, pero siempre es la otra España.

Realmente lo del reñidero se queda corto. Por sí misma la conllevancia española tritura los más esforzados planes de organización territorial del Estado. Ha agotado ya hasta los términos para designarla en cualquiera de sus dimensiones: nación, nación de naciones, regiones, nacionalidades, autonomías, territorios históricos, federación, confederación, Estado compuesto, Estado libre asociado, derecho a decidir, autodeterminación, independencia, soberanismo, asimetría, bilateralidad, consulta, declaración unilateral de independencia. Un guirigay en el que es casi imposible entenderse.
La nación de naciones no sabe por dónde empezar. Ahora descubre que la divisoria izquierda/derecha chirría con el impacto de los nacionalismos, de los llamados periféricos y del español que, a su vez, argumenta no ser nacionalista, pues esa lamentable muestra de provincianismo o aldeanismo recae solo sobre los otros. La derecha nacionalcatólica, hoy en el gobierno con su discurso “sin complejos” de naturaleza autoritaria y criptofranquista, ya no es monolíticamente española. Ahora hay un nacionalismo independentista moderado, conservador, burgués, de derecha que no estaba en el paisaje porque esas derechas solían ser muestras de lo que Fraga llamaba “el sano regionalismo” y no daban la murga. Y, ya el acabóse, hasta el clero se divide y hay curas y monjas de la fe católica que andan en conciliábulos diabólicos con las opciones independentistas, hasta las de izquierda. Y sin que nadie los llame al orden porque, si bien la jerarquía hispana sigue en Covadonga, en el Vaticano se sienta un argentino medio chanta del que el nacionalismo español se fía tanto como de la teología de la liberación.

Y más reñidero en la izquierda. La otra España, -desde los socialdemócratas respetables, muchos de ellos católicos a machamartillo, como Dios manda- hasta los perroflautas, pasando por la conjura judeomasónica, está tan perdida en la cuestión nacional como en la internacional. El socialismo democrático naufraga a ojos vistas. La crisis lo ha devorado como Cronos a sus hijos. Ya, ni se atreve a ser keynesiano y se conforma con ser dinástico La cuestión nacional lo tiene descoyuntado y el derecho a decidir es anatema. No va a quedar ni la raspa del PSC. Y, sin el apoyo electoral del PSC en Cataluña, el PSOE volverá al poder en solitario en las calendas griegas.

Pero podría volver en comandita, de no ser porque los posibles comanditarios parecen más inclinados a la doctrina Sinatra. Entre ellos IU descubre lo incómodo que es encontrarse a alguien a su izquierda, haciéndole a ella lo que ella hace al PSOE: marcarla de cerca. En la cuestión nacional embeleco. El derecho de autodeterminación solo se invoca para el Sahara y el Tibet y apenas se aborda el nacionalismo, salvo para informar al mundo por boca de su coordinador general de que los catalanes no pueden decidir por su cuenta. De donde se sigue que no pueden decidir.

Más a la izquierda, los novísimos de Podemos reconocen el derecho a decidir pero lo acompasan con una acusación a la casta de estar vendiendo la Patria que acaban de encontrarse abandonada en una esquina. Otros sin complejos en el reñidero. Al parecer la historia no les ha enseñado que esa Patria invocada del 99% no pasa, en el mejor de los casos, del 50% (menos, si descontamos las naciones irredentas) y generalmente en posición subalterna. Lo de la casta suena a las épocas Kali de la historia, según Ortega. A lo peor es llegado el momento de destruirlo todo, o eso barrunta, asustada, la clase dominante.

Hay unas izquierdas independentistas que miran a las españolas como fraternas pero dentro de un espíritu internacionalista que estas admiten a regañadientes. En lo tocante a la Patria (la suya particular), esas izquierdas no hacen ascos a alianzas nacionales (de su nación particular) que, sin embargo, critican acerbamente cuando es de fuerzas de ámbito estatal. Aunque el nacionalismo español de izquierda se pregunte a veces si cabe ser nacionalista y de izquierda, sin reparar en que ese es justamente su caso, lo cierto es que los partidos independentistas radicales y/o republicanos en el País Vasco y Cataluña cuentan con considerable apoyo electoral probablemente porque son los únicos que saben lo que quieren en la cuestión nacional. Que no es poco en una época líquida en la que naufragan las mejores marcas electorales. El mero hecho de tener una causa clara por la que luchar es un paso importante hacia el triunfo.

Otros actores y espectadores del reñidero español contribuyen a hacer más animado el ambiente desde posiciones, instancias, opiniones e intereses muy diversos. Feminismo; ecologismo; corporativismo asambleario (por encontrar un nombre a las mareas); movimientos por la vivienda, por los derechos; plataformas contra desahucios; movimientos 15-M; ciberpartidos; redes sociales; medios digitales críticos. Múltiples formas de acción social que pueden actuar como partidos, como grupos de presión, como movimientos ciudadanos, como estados de opinión, que ejercen evidente impacto sobre el conjunto del sistema político, forzando medidas de protección de las autoridades y ofertas algo desconcertadas de colaboración de las fuerzas políticas institucionales. Curiosamente, esa variedad de formas de organización y acción social suele reconocer sin problema el derecho a decidir de lo demás. Es lo lógico, dado que viene a coincidir en reclamarlo también para sí, recientemente en la petición de un referéndum sobre la Monarquía.

Así que, en el reñidero se debaten hoy tres grandes cuestiones: la Monarquía, la lucha contra la crisis y la organización territorial del Estado. Prácticamente todo y por eso se habla de “proceso constityente” otra vez. Pero no todo. Algunos radicales estamos empeñados en que también se plantee la separación de la Iglesia y el Estado con todas sus consecuencias (sobre todo en materia educativa), la denuncia de los Acuerdos con la Santa Sede, la supresión del presupuesto del clero y el sometimiento de la iglesia católica al régimen civil y fiscal ordinarios. Pero ese debate sigue en sordina. Casi nadie se atreve a plantearlo frontalmente porque los curas cuentan con acólitos y correveidiles casi por doquier.

Y sin embargo, debiera ser el debate por excelencia, el prioritario, ya que el nacionalcatolicismo, vigente hoy como ayer, es una de las principales causas, si no la principal de la decadencia y postración de este país, que no es nación moderna y tampoco Estado eficiente.

(La imagen es una foto de Amshudhagar, bajo
licencia Creative Commons).


dissabte, 7 de juny del 2014

Referéndum.





Por un referéndum sobre la República.

Las dinastías pasan. Los pueblos permanecen.

La dignidad de las personas reside en su autonomía y su derecho a decidir como individuos y como pueblos. El derecho a decidir es la base moral de la civilización en libertad.

Lo más importante que las personas deben decidir es su orden de convivencia y su forma de gobierno.

Nadie puede arrogarse el derecho a decidir por la mayoría si no es por determinación expresa de esta. El derecho a decidir individual y colectivamente es originario y se actualiza cuando circunstancias extraordinarias lo exigen. La única forma de averiguar la voluntad de la mayoría es consultándola en un referéndum sobre la forma de gobierno y/o sobre la organización territorial del Estado.

Este Parlamento fue elegido para asuntos ordinarios y sostener que la sucesión es uno de ellos cuando es fuerza aprobar una ley orgánica por vía de urgencia, quebrantar normas de procedimiento y modificar de hecho la Constitución es un evidente abuso. De tratarse como asunto ordinario, la sucesión será legal pero no legítima y la monarquía, último legado de la Dictadura, seguirá siendo ilegítima. El relevo es la oportunidad de reconsiderar o validar la decisión que se tomó en el pasado en otro momento de excepcionalidad. No hay razón para aceptar sin más una forma de gobierno impuesta por circunstancias que ya no están vigentes.

Desde el momento en que la democracia es la igualdad de todos ante la ley, el concepto mismo de “monarquía democrática” es una contradicción en los términos. Cuando las personas son libres, nadie es más ni menos que nadie.

Esta monarquía hereditaria, basada en un principio sucesorio patriarcal, es una afrenta al sentido de la libertad, la igualdad y la dignidad de la conciencia contemporánea.

La República, en cambio, es la negación de todo privilegio y la garante de la igualdad ante la ley.

Ramón Cotarelo.