dissabte, 8 de febrer del 2014

No es la Infanta. Es la Monarquía.

Ya tiene morbo, ya, la declaración judicial de la Infanta. Fuerzas de seguridad movilizadas al efecto. Todo tipo de medidas extraordinarias. Probablemente no pueda ser de otra manera, dada la condición de la declarante, que suscita mucho interés público y la atención de los medios nacionales e internacionales. Ahí es nada ver a un miembro de la realeza declarando ante un juez en vía penal. Si, en lugar de tratarse de doña Cristina de Borbón y Grecia, fuera doña María de Tal, nadie se daría por enterado, exceptuados, quizá, los familiares directos de la señora  de Tal.

Exactamente, razona la doctrina oficial en nuestro Estado de derecho. La ley es igual para todos. Lo dijo el Rey y se cumple precisamente en una allegada suya.

Pero es inútil ignorarlo. La comparecencia de doña Cristina es un terremoto político. Se miden los metros que ha de recorrer hasta la puerta del juzgado de instrucción, se describe su atuendo, se hacen cábalas sobre su comportamiento; los periódicos vienen llenos de artículos y columnas, ponderando unos u otros factores; las tertulias no dejan aspecto por considerar. Como es lógico. La infanta Cristina no es doña María de Tal; es la hija del Rey y declarará en una sala presidida por el retrato de su padre, en cuyo nombre se administra la justicia.

Y todo esto, ¿por qué se da? Porque el problema no es personal de la Infanta. Es un problema institucional; es el problema de la Monarquía. El establecimiento sostiene que no hay tal y pretende desvincular el destino de doña Cristina del de la Corona. Por establecimiento podemos entender los partidos dinásticos, los medios de comunicación y diversas asociaciones de distinta índole pero políticamente muy influyentes, como la iglesia, la asociación de la banca o las patronales. Era muy de ver cómo Rajoy reafirmaba su fe en que la Infanta resultaría inocente. Igual que lo es el cerrado silencio de Rubalcaba, convencido de que, cuanto menos se hable, mejor para la Monarquía.

Pero es un empeño imposible debido, sobre todo, al comportamiento del mismo monarca en los últimos años. No es cosa de hoy. Han estado ocultándolo pero, al final, la información ha aflorado por eso, por las meteduras de pata del Rey, quien ya se vio obligado hace unas fechas a un lamentable acto de contricción público. La bajísima valoración ciudadana de la Monarquía es un hecho prolongado en el tiempo. Si se le añade la peripecia de la hija, la institución recibe un golpe mortal.

¡Ah, pero eso es injusto! razona el legitimista. No puede hacerse al padre responsable de las presuntas fechorías de la hija. ¿No? Dejando a un lado la fuerte sospecha de que el matrimonio de los duques de Palma no haya hecho otra cosa que lo que ha visto en la Casa Real desde siempre, queda por salvar el importante obstáculo de que la Monarquía es una institución familiar. Todos sus miembros tienen asignadas funciones protocolarias y, como acabamos de ver, también un salario, nada desdeñable, por cierto.

El monarca parlamentario, recuerdan todos los tratadistas políticos, no tiene funciones ejecutivas sino meramente ceremoniales, honoríficas, simbólicas, representativas, mediadoras. Se ha perdido el carácter feudal de su origen pues ya no es quien puede obligar a la obediencia a sus vasallos por ser el señor más fuerte, el más poderoso. Ya no es el señor de la guerra, el monarca absoluto, aquel cuya legitimidad consistía, según Hobbes, en garantizar la seguridad de sus súbditos. Eso se ha acabado. Vale. Pero, si seguimos estirando de Hobbes, encontramos una conclusión sorprendente: si el monarca no puede garantizar la seguridad de los súbditos, pierde todo derecho y quizá hasta la cabeza, como pasó con Carlos I Estuardo. Del mismo modo, lógicamente, si el Rey no puede garantizar el cumplimiento de sus funciones honoríficas y simbólicas, ¿no pierde su derecho también? En el fondo, el derecho preeminente de la familia a reinar se basa en su carácter ejemplar. El mismo Rey dictaminó que el comportamiento de su yerno no lo fue. Ahora se encuentra con que los tribunales de justicia pueden decirle lo mismo de su hija.

¿Y su propio comportamiento? ¿Ha sido siempre ejemplar?

Ese es el problema. Muy endemoniado. No es muy seguro que la Monarquía aguante la situación de una Infanta condenada por los tribunales. Pero, por otro lado, los ímprobos esfuerzos por salvarla a toda costa solo pueden ir en detrimento de la institución. Remito a una entrada de hace unos días con el título de Salvar a la Infanta y hundir la Monarquía.

No es la Infanta. Es la Monarquía.