dimarts, 4 de juny del 2013

La culpa la tiene Twitter.


Erdogan está que bufa. La población se le ha sublevado a cuenta de su autoritarismo y su confesionalidad. Y no unos cientos de ciudadanos, sino miles; no en Estambul solamente, sino a lo largo y ancho del país; no de los jóvenes, sino de todas las edades; no los hombres, sino también las mujeres. De nuevo muchedumbres inteligentes en marcha, con sus tácticas horizontales, desestructuradas, espontáneas, su reiterada ocupación de espacios públicos, sus enunciados democráticos genéricos y su falta de programa concreto. Como está pasando hace ya un par de años en todas partes. En Turquía, sin embargo, por partida doble pues a la condición de país más o menos europeo (y, por lo tanto "indignable") se une la condición musulmana de la antigua Sublime Puerta. Aunque nadie hable de una "primavera turca", los acontecimientos alcanzan ya notable virulencia, los manifestantes tienen a las fuerzas de seguridad en jaque permanente y el gobierno parece políticamente acorralado.

Así que Erdogan está que bufa y habla, cómo no, de elementos extremistas, viejo cuento de los sistemas autoritarios que ya no cuela porque a la vista está el carácter pacífico y democrático de las manifestaciones, como el propio gobierno reconoce. Sin embargo, son sus fuerzas de seguridad las que recurren a la violencia, incluido el empleo de gases. Pero hay algo nuevo en las diatribas de Erdogan, el que bufa. Además de a los "elementos extremistas", culpa a Twitter, de quien dice que es una fuente de problemas. Lo mismo que decían Ben Alí en Túnez y Mubarak en Egipto, antes de que a este último le diera un ataque de locura transitoria y bloqueara internet.

Twitter, internet, las redes sociales son las que cargan con las culpas. El debate sobre si las redes son políticamente relevantes está muerto. Son relevantes. Son decisivas. Otra cosa es que, al estar en sus comienzos y arrastrar un considerable inconveniente en forma de brecha digital (que contradice la vocación universal de internet) su acción no sea inteligible en términos de la política institucional tradicional. Por eso se dice que estos movimientos son irrelevantes porque su falta de estructura orgánica no les permite influir allí donde se toman las decisiones: el Parlamento. Otra cosa fuera si se organizaran en partidos políticos. Pero ese es un juicio pobre. Hipostasia el juego institucional y no entiende que, dada la juventud de las redes, sus formas de acción están por inventarse.

Es indudable que las redes provocan conmociones sociales y políticas y, por supuesto, mediáticas. Es el ciberespacio a través de internet. Y la razón de esta revolución es internet.

Por eso todos los gobiernos tratan de controlarla. Todos. Hasta la fecha lo han hecho invocando el benéfico concepto de la propiedad intelectual y la necesidad perentoria de combatir la piratería en la red. A esa intencionalidad respondían los dos proyectos legislativos que no han conseguido imponerse de momento en los Estados Unidos, SOPA (Stop Online Piracy Act) y PIPA (Protect IP Act) así como su primo hermano, también fracasado por ahora en el Parlamento Europeo, ACTA (Anti Counterfeiting Trade Agreement). Un lío esto de la propiedad intelectual cuando lo que los Estados quieren es controlar directamente la red, censurar, bloquear lo que les parezca peligroso o ilegal. Por eso se forzó una reunión internacional hace un par de meses en Dubai, convocada por la China y la India, entre otros, deseosos todos de llegar a un acuerdo que permita a los Estados (o sea, los gobiernos) meter sus narices en la red, en las redes sociales, en la vida privada de los ciudadanos. El acuerdo no salió por la oposición de los Estados Unidos. No porque sea un adalid de la libertad de los mares digitales sino porque aspira a tener el monopolio de fiscalización de la red.

El gobierno español también se ha puesto manos a la obra y en el anteproyecto de ley de reforma del Código procesal penal que está cocinando el ministerio de Justicia hay un amplio apartado sobre investigaciones judiciales penales (para delitos catigados con más de tres años de cárcel) literalmente online. En el curso de la instrucción (que ahora parece la dirigirá el fiscal, aunque esto no lo tengo muy claro) y por decisión judicial, la policía podrá hackear ordenadores, meterles troyanos, robarles las contraseñas, espiar todos los movimientos de los internautas. Y quien dice todos, dice todos. Los delitos que se invocan para justificar esta posibilidad de vigilancia universal son los más detestables: pornografía intantil, acoso, trata, tráficos de todo tipo (de drogas o de armas), delincuencia organizada, terrorismo. La capacidad de intervención abarca ordenadores, tablets e iphones, los discos duros y lo que se almacena en la nube. Llega incluso a apoderarse de las IP de otros ordenadores en contacto con el investigado e investigarlos a su vez por los mismos procedimientos. Nadie está a salvo. Nadie está seguro.

Desde luego, la intención -procedente de un ministro que ya ha dejado nota de su talante autoritario y represivo con un proyecto de ley mordaza de la prensa que los medios le han hecho retirar de momento- suscita importantes reservas desde el punto de vista de los derechos cíviles más elementales: la intimidad, el secreto de la correspondencia, la inviolabilidad del domicilio, etc., etc. Sin duda hay terreno para un debate que va a durar lo suyo. Más interesantes me parecen dos consecuencias que no se han resaltado tanto.

De un lado, el recurso a los delincuentes para combatir el delito tiene el inconveniente de que se difuminan los límites entre la legalidad y la ilegalidad. Pero, sobre todo, parece ignorar que los delincuentes también pueden recurrir a otros hackers para defenderse de los del gobierno y atacar a este. De otro el fortalecimiento de la fiscalía en la instrucción, por mucho control judicial que haya, da mala espina, al menos mientras el Ministerio Fiscal sea una dependencia orgánica de hecho del gobierno. La mera sospecha de que el gobierno pueda utilizar al fiscal para desacreditar a un adversario político, debiera hacer pensar al ministro que eso también puede pasarle a su partido cuando esté en la oposición. Salvo que el ministro crea que el PP ya nunca abandonará el poder.

Que algo así es posible se echa de ver hoy mismo cuando el fiscal actúa más como abogado defensor de la infanta Cristina en su proceso que como acusación. Por algo así ha expulsado el juez del proceso de los papeles de Bárcenas al PP. A lo mejor también se puede expulsar a este fiscal. Aunque eso será irrelevante porque el sustituto seguramente hará lo mismo. Y no por presiones de la Casa Real. Qué va. En absoluto.

(La imagen es una foto de Rosaura Ochoa, bajo licencia Creative Commons).