diumenge, 16 de desembre del 2012

Pintar a otr@.

Está muy bien la exposición de Mapfre (Recoletos, Madrid) de los retratos que hay en el Centre Pompidou en París. Son 80 piezas de pintores del siglo XX, unos más famosos que otros. Algunas, las menos, son muy conocidas. La mayoría es obra menor. El comisariado, en advertencias sabiamente diseminadas por las paredes, nos insta a observar el impacto de las distintas corrientes, las vanguardias, etc. en el género. Desde luego, es curioso e interesante.
Aunque sea una muestra tan reducida, constituye un buen aliciente para repasar ese género pictórico del retrato, lleno siempre de enseñanzas. El retrato tiene una dimensión metafísica muy pronunciada por cuanto quiere representar a un ser ausente y, muchas veces, ausente para siempre, pues está muerto. Su impulso primitivo es esa negación de la muerte en forma de signo. Los retratos de Fayum son de personas difuntas. Mucha retratística renacentista era mortuoria, en algunos casos con retratos célebres, como el de Giovanna Tornabouni, de Ghirlandaio, en 1488. El culto a los antepasados y a los descendientes (son muy frecuentes las imágenes de niños fallecidos) empieza en los retratos.
Tiene también el género una dimensión social, habitualmente ostentosa y narcisista. Este era yo. Todos los poderosos se han hecho retratar. Y, cuando las sociedades se democratizaron, la afición caló en las clases medias. Así, el retrato llegó a ser un modus vivendi de muchos pintores. Se da aquí una diferencia interesante. Son muy distintos los retratos hechos por pintores especializados en retratística que los que ocasionalmente hayan hecho otros artistas con más temas o géneros. Igual que si para los retratos se emplean modelos reales o son imaginarios. Los pintores especializados tienden a "serializar" sus obras y, en ese trayecto, amaneran su estilo a extremos insólitos. Todas las mujeres retratadas por Giovanni Boldini se parecen. Es difícil encontrar un retratista de éxito que, como Sargent, muestre tan amplia variedad de estilos.
Todo eso se ve también en la exposición de Mapfre (retratistas y generalistas, modelos reales o invención) que muestra, además, la ruptura del género del retrato con cualesquiera convenciones. Si alguna quedaba, el cubismo y el expresionismo dieron buena cuenta de ella. A partir de ahí se llega al retrato abstracto, sin temor a la contradicción en los términos. Hay también muchos retratos de los que se llaman psicológicos con no más razón que porque el psicoanálisis es un hallazgo del siglo XX. Digo, porque el carácter psicológico de muchísimos retratos (si no todos) muy anteriores es patente. ¿No es psicológico el retrato de Inocencio X, de Velázquez? No hace falta seguir.
Los más psicológicos de los retratos son los autorretratos, un subgénero tan potente que es género por sí mismo. Porque, si en el retrato el artista pinta al otro (e, inevitablemente, proyecta en él su visión), en el autorretrato se pinta a sí mismo como si fuera otro. Aquí las variaciones son infinitas. La exposición de Mapfre tiene el buen tino de reunir un puñado de autorretratos en una sala; pero tiene también el malo de desperdigar otros autorretratos en otras partes, por ejemplo, uno de Bacon estupendo. En la sala llaman la atención dos óleos de Giorgio de Chirico que son autorretratos con su madre. En los dos es ella la figura dominante. Uno saca la conclusión de que el autor pretende -quizá sin saberlo- autorretratarse en su madre. Autorretrato psicológico.
En fin, merece la pena dejarse caer por la exposición de Mapfre.