diumenge, 29 d’abril del 2012

La batalla ideológica.

Esperanza Aguirre está en su momento de mayor gloria. Ayer el congreso de su partido la reeligió presidenta por una proporción abrumadora de votos. No había candidatura alternativa, la vencedora estaba radiante y lanzada en el campo de la oratoria. Anunció, como en las justas medievales, que viene a dar la batalla ideológica contra el socialismo al que tildó en varias ocasiones de "fracasado" y "sectario". Era la paladina del feliz orden neoliberal.
Es llamativa la insistencia de Aguirre en la lucha ideológica que aborda fijando orgullosamente su posición en el liberalismo. ¿Qué liberalismo? es pregunta irritante porque no es seguro que la presidenta sepa las variantes de la ideología que dice abrazar. Para ella liberalismo quiere decir neoliberalismo extraído del venero de Hayek, vía von Mises, con un fervoroso neoconservadurismo extraído del de Strauss. Está en su derecho. Palinuro coincide con Aguirre en que tener convicciones es un derecho del individuo y defenderlas con energía, un deber. De ahí que le parezca muy bien que haya batallas ideológicas. Es más, le gusta participar en ellas.
Pero las batallas, sobre todo las ideológicas, deben ajustarse unas reglas generalmente no escritas de código caballeresco y juego limpio. Es una vieja tradición inglesa, británica. Y me consta que Aguirre tiene gran admiración por todo lo británico: habla a la perfección el inglés, tiene un curioso dry humour y es Dama Honoraria del Imperio Británico. Siendo así, no habrá olvidado que, en su caso, el código caballeresco se presume pues la Orden del Imperio Británico es una orden de caballería. Y el primer deber, sacrosanto deber, de caballería es tratar gentilmente al adversario, cederle incluso la iniciativa en el ataque y, desde luego, si de justa verbal se trata, garantizar que tenga la máxima audiencia posible, no tratar de silenciarlo. Estamos de acuerdo, ¿verdad? ¿Cómo debemos entender el caso de Telemadrid, un órgano de propaganda exclusiva del PP, sin que los adversarios tengan la mínima posibilidad de expresarse y en donde la propia Aguirre despide a un periodista relevante acusándolo de "haber comprado el discurso del adversario" como si en la televisión pública hubiera más adversarios que quienes se ponen fuera de la ley? ¿Qué tiene que ver eso con la elegancia, la caballerosidad y el buen gusto del código caballeresco? Más bien con las trapacerías, las triquiñuelas, trampas y engaños de los villanos y los rufianes. ¿Y cabe serr mitad caballero (o dama) y mitad rufián igual que, según José Antonio, los españoles eran mitad monjes y mitad soldados? No, no se puede y Aguirre debe de saberlo y saber, por tanto, que su comportamiento con la televisión madrileños, los medios de comunicación y los derechos del adversario es de rufián y, más concretamente, de rufián fascista. El estilo de sus periodistas preferidos
La batalla ideológica de Aguirre suele formularse en un terreno concreto al que vuelve siempre, como una especie de querencia o de obsesión que empieza a ser alarmante, esto es, que hay que desmontar la presunta superioridad moral de la izquierda. Es casi una manía persecutoria, lleva años diciéndolo pero todavía no debe de haberlo conseguido porque lo repite hasta aburrimiento. Sin que sirva de precedente Palinuro va a explicar a Aguirre con una parábola (con su aclaración, no se preocupe) el aparente secreto de esa superioridad. Es muy sencillo. Ayer, el segundo del PP de Madrid, Ignacio González, que fue al congreso acompañado de Julio Ariza, el empresario de Intereconomía, reconocía que, con gran dolor de su corazón, en determinadas circunstancias extremas, los partidos tienen que traicionar sus principios. Es dura ley de vida. Supongo que Aguirre lo entiende muy bien. La foto más arriba la muestra en compañía de Dolores de Cospedal, otra dama de oratoria luciferina y mendacidad de rabanera en plena campaña de 2010 del "no" a la subida del IVA del pérfido gobierno zapateril. He aquí un principio sacrosanto en cuyo nombre las dos damas estaban dispuestas a mezclarse con verduleras y pescadoras. Un principio, sin embargo, que se ven obligadas a traicionar en el superior interés de la Patria.
Ahora una evidencia: cuando la derecha se ve obligada a traicionar sus principios, nadie se le subleva; alguna débil voz doctrinaria en contra, pero el conjunto se hace cargo de la situación, comprende y apoya. Prueba, entre otras cosas, de que los principios (los valores esos que no se le caen de la boca a Aguirre) no son muy profundos ni muy recios. En cambio, cuando es la izquierda la que traiciona sus principios, todo el mundo se le echa encima, empezando por la propia izquierda, por sí misma, se le retiran los apoyos por millones y se le hace morder el polvo electoralmente hablando. Ahora una pregunta: ¿sabe Esperanza Aguirre por qué sucede esto? Si lo sabe, sabe la razón de la superioridad moral de la izquierda. Cuestión de principios y valores de verdad, no de boquilla. Si no lo sabe, probablemente no entienda nunca aquello contra lo que lucha.
En el discurso de este congreso no ha habido referencia alguna a mayo del 68, pero es otra de las bestias negras del universo combativo de Aguirre. Al igual que Sarkozy, habla de "acabar con el espíritu de mayo del 68" como el que quiere acabar con la peste o con alguna "enfermedad moral", de esas que gusta inventar la derecha para tener a quien perseguir, como el "alejamiento de Dios" o la homosexualidad. Es un leit motiv de una derecha no estrictamente cerril, sabedora de que lo importante en la convivencia son las ideas.
El odio a mayo del 68, núcleo del neoliberalismo más agresivo, es el odio a una revolución de la vida cotidiana expresada con tanta profundidad y belleza que hasta sus enemigos quedan subyugados. El odio a mayo del 68 refleja una frustración, una envidia y una venganza. En este punto, el debate ideológico, que Aguirre ya tenía perdido en el frente de la superioridad moral, pasa a ser cuestión del psicoanalista. Acabar con el "espíritu del 68" cuarenta y cuatro años después es propósito tan racional como terminar con el espíritu del protestantismo, la leyenda de Avalon o la "cosa en sí" de Kant. Es decir, un disparate. La primera en entender (mal) la fuerza revolucionaria del prohibido prohibir es Aguirre. Y de ahí arranca esa irritación casi neurótica que le hace plantear tal dislate reiteradamente. He de decir, con todo, que prefiero 1.000 veces a Aguirre que sufre con estas paradojas y las lleva al campo de batalla, antes que a Ana Botella o Dolores de Cospedal, que no se enteran porque la cabeza no les da para más.

(La imagen es una foto de PP Madrid, bajo licencia de Creative Commons).