dijous, 14 d’octubre del 2010

A la cultura le ponen los cuernos.

El mundo entero ha contemplado en suspenso esa proeza de Chile de arrancar a una muerte segura a treinta y tres hombres (cosa que muchos seguimos al minuto) en una operación que ha sido un verdadero canto a la vida. En ese mismo momento el ministerio español del Interior anuncia que transfiere las competencias en materia de corridas de toros, ese canto a la muerte (muerte segura del toro y posible del torero), al ministerio de Cultura. De este modo, se dice, se devuelve a las corridas (ellos las llaman "Fiesta Nacional", igual que el doce de octubre, ahí es nada), el trato noble que merecen: son cultura. Nada de cuestión de Interior o de Gobernación al recio estilo de Franco, sino de creatividad, que no es lo mismo.

No sé si la ministra de Cultura está al tanto de lo que se le viene encima y lo defiende por estar convencida de que, en efecto, las corridas son cultura o va de florero y nadie la consulta sobre decisiones que la conciernen, que la empitonan, por ponernos taurinos. Lo que está claro es que el ministro Rubalcaba se ha quitado de encima lo que se llama una "patata caliente", un ascua en realidad, evitándose lidiar (ya que estamos en ello) a un movimiento animalista cada vez más extendido y con mayor resonancia mediática, y que tiene mucho apoyo en su propio partido.

La decisión puede entenderse también como una especie de puñalada trapera al tripartito catalán y hasta a Cataluña en su conjunto al facilitar el camino para que el PP interponga recurso de inconstitucionalidad por la prohibición de las corridas en Cataluña decidida por el Parlament. El Parlament se ha extralimitado, se escandaliza la derecha; ha ido más allá de sus competencias. No sé cómo pueda decirse que se haya extralimitado cuando la cultura es competencia autonómica; pero por decir que no quede. Por lo demás, los catalanes, que tienen sus debilidades, podrían argumentar que, puestos a defender la cultura, ellos más que nadie: expulsan las corridas por oscurantistas pero blindan a los correbous que, como puede verse, consisten en hacer al toro portador del símbolo mismo de la cultura, la civilización y hasta la libertad: la luz. Que no sea luz sino fuego es cuestion de escasa relevancia. Lo importante es que aquí está el feliz astado catalán convertido en soporte de la luz del espíritu frente a las escabechinas de los españoles.

Cultura es la palabra. Si las corridas lo son o no. Si por "cultura" se entiende, como quieren los arqueólogos y los antropólogos, todo aquello que hace el ser humano, no hay duda de que los toros son cultura con el mismo derecho que las palanganas, los chupa-chups y las Matrioschkas. Pero nadie subvenciona las palanganas, los chupa chups o las Matrioschkas. Claro, no es ésta la cultura de que hablan los corridófilos. Es de la otra, de la cultura en sentido filosófico, del arte. La tauromaquia es un arte.

Pero esto no es verdad. Las corridas pueden ser objeto de obras de arte, pero no son arte en sí mismas, si es que esto quiere decir algo. Todas las epopeyas cantan la batalla, la guerra, pero la guerra en sí misma no es arte (el concepto de "arte de la guerra" se refiere más a la "técnica") ni cultura, sino barbarie. Aunque el arte, soberana como es, puede hacer algo sublime de lo más odioso y detestable, ese es el camino que empezó a andar el Marqués de Sade, en el que tampoco llegó muy lejos en comparación con el siglo XX. El arte contemporánea ha sacado mucho partido al Holocausto; el arte, la poesía, el pensamiento filosófico. Considérese tan sólo la kilométrica Shoah, de Claude Lanzman:



Bellísimo, sin duda. Pero el Holocausto no es cultura y, digo yo, estaremos todos de acuerdo en que hubiera sido mejor que no se hubiera producido, aunque nos perdiéramos quintales de obras de arte. Así que dejen en paz a Goya, Picasso y tutti quanti. Por lo demás, si arte ha de ser, necesita una musa y, como no la hay, no se me ocurre nada mejor que adjudicarle a Pasifae, cuya leyenda es la que origina el Minotauro. Bingo.

Todas las manifestaciones artísticas son valiosas en principio, pero ese valor es un activo que se adquiere en función de lo que se aporta a la mejora de la especie, no sólo a la material, que es la más evidente, sino a la espiritual y/o moral. Y bajo ningún punto de vista civilizado es una mejora complacerse en la contemplación del sufrimiento y la muerte de ningún ser vivo, la contemplación de ese misterio que es la esencia de la naturaleza humana. La muerte. Según nos desbastamos vamos siendo más y más pudorosos con la muerte. Ya no exhibimos los cadáveres de nuestros enemigos ni hacemos ejecuciones públicas, salvo las excepciones de todos conocidas y por todos condenadas en países considerados "atrasados" y algunas también en los países considerados "avanzados". Pero la tendencia es clara: hurtamos la presencia de la muerte de la vida cotidiana: ya casi no hay sepelios y los coches fúnebres parecen limousines para clases medias-bajas. Lo primero que se hace con un cadáver es cubrirle el rostro. La humanidad busca la negación de la muerte y todas sus religiones y filosofías llevan a ese punto, incluso aquellas que, como el cristianismo, nacen del culto a la muerte pues solo la muerte de Dios en la cruz es el vínculo que lo liga con los creyentes. No siendo eso, la tendencia general es a ocultar la muerte. El arte, sobre todo el cine, la representa con harta frecuencia; pero eso es lo que hace, representarla, simularla, fingirla. En el ruedo no está representada; está presente. No siempre la relación entre poesía/ficción y verdad es tan alegre y optimista como en la autobiografía de Goethe.

¿Qué tiene de cultura una ceremonia pública cuya esencia es contradecir el sentido de la evolución moral de la humanidad, convertir la muerte en espectáculo invocando para ello la fuerza de la tradición, cómo no, y la creatividad del arte de Cúchares?

(La primera imagen es una foto de C Manuel; la segunda, de mikedangeR; la tercera, de alexisbellido, todas bajo licencia de Creative Commons).